Una:

El 28 de enero de 1977 caminaba por Santa Fe y Pueyrredón, en compañía de mi amigo Néstor. Recuerdo bien la fecha, porque era el cumpleaños número dieciocho de otra amiga del secundario y hacia allí nos dirigíamos, cuando nos interceptó un patrullero y nos ordenó subir al “móvil”, como se dice en el absurdo lenguaje policial.

¿Que por qué nos levantaron? Por el más remanido de los clichés del prejuicio de la represión: éramos jóvenes y llevábamos barba y pelo largo. El patrullero arrancó por la Avenida Pueyrredón, y alternaban comentarios entre ellos con amenazas y preguntas para nosotros, en un tono que podría calificarse como de “humor policial”, en el caso de que semejante concepto pudiera tener razón de existir. Los que no se han borrado de mi memoria:

¿Ustedes, en qué andan?

¿Les pegamos ahora o cuando lleguemos a la comisaría?

¿Se tragan la bala? ¿Les gusta el misil?

Evidentemente, dentro de la configuración mental y la cosmovisión limitadísimas del mundo de las fuerzas del orden de entonces –aunque de seguro no debe ser hoy muy diferente–, la barba y el pelo largo eran elementos constitutivos de homosexualidad, cuestión esta última con la que todos ellos –he comprobado– estaban más bien obsesionados: ya en la colimba, uno de los insultos preferidos de los suboficiales a la tropa, o sea a nosotros, era preguntar, a tal o cual “milico” que no había llenado apropiadamente los requisitos del disparate en que cualquier orden, créanme, consistía, si acaso era “loco, puto o cantor”. Todo un botón de muestra de su manera de pensar.

Pero volvamos al interior del patrullero, que, gracias a dios y a la virgen y a todos los santos –que uno no cree que ninguno de ellos exista, aunque en ese particular momento estuviera dispuesto a rezarle a quienquiera, así fuera el mismísimo demonio, que nos garantizara que íbamos a salir indemnes de ese maldito patrullero–, era un móvil con yuta uniformada y chapa patente, lo cual quería decir que no era uno de los tristísimamente célebres falcons verdes: eso lo mejoraba todo. Néstor y yo nos mirábamos y tratábamos de tranquilizarnos mutuamente con esa mirada, estos giles están alardeando con sus aprietes payasescos y no nos van a hacer nada.

En algún momento llegamos a un descampado que había por entonces detrás de la Facultad de Derecho, donde estaban construyendo lo que inaugurarían para el Mundial, año y pico después: el edificio de ATC (Argentina Televisora Color). Allí no había nada más que tierra y escombros ni nadie más que ellos y nosotros y ya no era tan fácil tranquilizarse. Nos separaron y nos hicieron más preguntas, muchas más que, de verdad, no recuerdo.

Terminado el interrogatorio, comprobado, supongo, que seríamos pelilargos, barbudos, putos, pero en fin, perejiles, o porque se les enfriaba la pizza o porque uno de ellos tenía ganas de hacer pis o porque les daba cierta pereza seguir con el tema, vaya uno a saber –la sinrazón de la represión, la arbitrariedad de la distribución al azar de la tortura, de la vida y de la muerte, es uno de sus aspectos más siniestros–, nos ordenaron caminar delante del patrullero, que nos seguía de atrás a baja velocidad, siempre por los caminos del descampado; luego trotar, luego correr, luego correr más rápido…

Nos debatíamos entre la humillación de tener que aceptar todas sus órdenes ridículas, sin animarnos a desafiarlos, sabiendo lo mal que podría haber terminado la situación en tal caso, y el terror de que estuvieran escenificando algo así como una ley de fugas, donde era lícito balear por la espalda al delincuente, subversivo, joven, loco, puto o cantor que se estuviese escapando, a pesar de la voz de alto.

Así llegamos hasta la avenida Figueroa Alcorta. Ellos aceleraron y se fueron, entre risas policiales. Nosotros seguimos trotando todavía unos segundos más, guiados por la inercia del desconcierto, antes de detenernos. Temblábamos.

Nos abrazamos brevemente antes de reanudar la marcha. Recuerdo que no lloramos. Ahora que lo escribo, yo, sí.

Dos:

Qué diablos será un “furriel”, podrá preguntarse cualquiera de ustedes, los que no han hecho la colimba. Se los digo: en lenguaje militar, el furriel viene a ser un boludo que, en lugar de hacer guardia todo el día como un boludo, trabaja en la oficina de la compañía y escribe a máquina y hace mandados como un boludo. Pero un boludo bastante más entretenido que el otro boludo que solo hace guardia, todos los días, día tras día, mes tras mes. Yo fui uno de esos boludos entretenidos.

Por cierto que era un lugar codiciado, digamos privilegiado, dentro de ese mundo loco del cuartel. Yo había accedido, porque cursaba primer año de Derecho y porque sabía escribir a máquina (gracias, Academias Pitman). Alguno podrá pensar que habría sido por un acomodo, como se decía por entonces. No, señores míos: me lo había ganado con esas dos modestas armas, tuerto en el país de los ciegos.

Aunque acomodo tenía, supuestamente: mi vieja había padecido bastante durante 1976 y 1977, cuando su único hijo dirigía la revista clandestina del no Centro de Estudiantes del Nacional Buenos Aires. La redacción se reunía los sábados a la tarde en esa casa de la Avenida Santa Fe, la de la bañadera oscura y mamá nos traía mate y café y bizcochitos y nos imploraba que nos cuidásemos y nosotros también padecíamos, pero la arrogancia de la adolescencia y también cierta ignorancia acerca de la situación general, creíamos que era más una cuestión del colegio que del país. Ser parte de la elite intelectual del CNBA tiene, como casi todo, dos caras: podés sentirte un privilegiado, pero, a la vez, sos un pelotudo. Muchos, muchos años después, me alcanzó el susto retroactivo, lo que nos podría haber ocurrido. En aquel entonces, no lo sentía.

Pues bien, había yo egresado sano y salvo; esa pesadilla para mamá había terminado, pero solo para comenzar otra de inmediato: la colimba y lo que podría pasarme en ella –dicho esto sin falsa modestia–, con toda razón. Fue entonces que se movió por acá y por allá y me aseguró que no sé quién conocía al teniente coronel Fulano, que a su vez le había asegurado a no sé quién y este a mi vieja y ella a mí, antes de incorporarme que, cuando terminara la etapa de instrucción, me iban a mandar, como destino, a CITEFA, lugar tranquilo por General Paz y Avenida Constituyentes, donde los militares eran científicos y, por tal motivo, menos militares que otros militares, o sea.

Y en efecto, luego de dos meses de instrucción en el Parque Pereyra, estación Hudson y en el BIM 3 de La Plata ya mencionado, me citó a su oficina el jefe de la compañía y me dijo que el teniente coronel Fulano me había pedido para CITEFA. Me lo dijo en un tono reprobatorio, como si tuviera la culpa, como si el hecho de que me hubieran pedido fuera algo así como un delito de lesa humanidad. Pero le hemos dicho que no, soldado. No podemos prescindir del mejor tirador de la compañía.

Me explico: se supone que, durante ese tiempo de instrucción, a uno lo preparan para ser soldado; pero lo que en realidad ocurre es una sucesión de situaciones insensatas, de órdenes descabelladas, de castigos físicos, de humillaciones sin otro propósito que ese, el de la humillación. Como muy bien canta Charly García en “Botas locas”, uno de los dos temas de Instituciones que fueron prohibidos por la censura en 1975, era una situación insoportable para alguien normal. Pues bien, dentro de esa locura, había una sola cuestión que me despertaba cierto interés: aprender a disparar. Apuntar y dar en el blanco. Un pequeño remanso en el mar de estupideces que empiezan temprano, por citar otra vez a Charly. Así fue que, a fuerza de concentrarme en esa mínima cuestión para poder mantenerme en mis cabales –no crean que era una tarea sencilla, hagan dos meses de instrucción y luego me cuentan–, me convertí –por cierto, sin saberlo, y solo lo supe cuando se me negó el traslado a CITEFA– en el mejor tirador de la compañía…

Muy bien, entonces: caído mi acomodo, hube de arreglármelas para trabajar de furriel. Así estuve un año completo, como ya dije, haciendo listas de guardia, sumarios administrativos y mil cosas más que hoy carecen por completo de interés, pero que por entonces me separaban de los puestos de guardia y me permitían dormir en mi casa todas las noches en que no estaba arrestado, volviendo a las 6 AM del día siguiente en el 152, durmiendo parado, agarrado del pasamanos del bondi. ¿Han dormido parados alguna vez?

Yendo al tema: había allí, vale decir, en el Edificio Libertad –vaya nombre paradójico–, unas oficinas que se llamaban “zona reservada”, donde imagino, pero estoy seguro de imaginar bien, se manejaban, entre otras cosas, cuestiones relativas a la represión y donde no cualquier gil podía ingresar: solo uno que tuviera una credencial que dijera eso mismo, zona reservada, previo análisis de Inteligencia Naval, con perdón del oxímoron.

Los furrieles, por cierto, debíamos ingresar a esa tal zona reservada por aburridos motivos de trabajo, que por cierto olvidé; pero no olvidé la circunstancia de que nuestro trabajo diario adolecía de numerosas limitaciones, si uno no accedía a esa bendita “zona”.

Éramos cuatro furrieles en la oficina de la compañía de guardia y, uno a uno, todos fueron obteniendo su credencial, salvo, ya lo imaginaron, el más antiguo de ellos, un servidor. Imbuido de la rutina de la pelotudez, o sea, de la rutina del trabajo en la oficina del cuartel (pero concédanme que, como había ocurrido con lo de aprender a tirar, atenerse a las pequeñas cosas y concentrarse en ellas ayuda a olvidarse por un rato de lo mal que andan las grandes; me pasa ahora en 2024 y me pasaba en 1978: la dictadura, la colimba en plena dictadura, incorporarse y, en fin, sobrevivir), me sentía detenido por la burocracia… ¿Por qué no me daban la credencial para que pudiera hacer bien mi trabajo?

Varias veces, ahora que lo pienso demasiadas veces, le había preguntado y vuelto a preguntar al suboficial Ávila, el uniforme que siempre parecía recién planchado, el pelo renegrido y la piel aceitunada, aventuro de Corrientes, Chaco o Formosa, quien estaba a cargo de la oficina y me había enseñado a preparar un buen mate y me había tomado cariño a pesar de que yo era un blanquito intelectual, judeoprogresista y psicobolche, le había preguntado e insistido, digo, y hasta me había quejado, qué era lo que pasaba con mi credencial.

Hasta que un día, me llevó aparte, me abrazó como un padre lo hubiera hecho y me dijo: No preguntes más, Ferrari. No te la van a dar. Pero ya hablé, quedate tranquilo. No te va a pasar nada.

Cualquier cosa, como por supuesto imaginarán, menos tranquilo.

Al día siguiente, en efecto, no pasó nada, fuera de mi terror en expectativa. Al otro día, tampoco. Y al otro. Y así. Qué fue lo que le preguntaron al zumbo Ávila acerca de mí, qué fue lo que contestó y a quiénes, nunca lo sabremos. Pero ellos sabían todo. Entender que ellos sabían todo fue desesperante y, si lo pienso hoy día, todavía me estremece y me da miedo. Pero, con el paso de los días, también fue tranquilizador: también quería decir que sabían que, por Ferrari, no valía la pena molestarse.

Como dice Banksy, que no solo es genial pintando murales: Usted representa una amenaza tolerable y si no fuera así ya lo sabría.