El departamento de mamá, quinto piso en la esquina de Santa Fe y Ecuador, era bastante lindo, pero tenía el gran defecto de la poca luz. Contrafrente, con otro edificio más cerca de lo deseable y aun de lo aceptable, y lo peor: el baño sin ventanas. En ese espacio iluminado con luz artificial estaba yo, sumergido todo el cuerpo en la bañadera menos la cabeza, los ojos cerrados, muy concentrado, un día de octubre de 1977, escuchando en una radio Hitachi con funda de cuero –por supuesto, solo AM– el sorteo de la colimba.
Han de saber ustedes –que afortunadamente todo lo ignoran acerca de este tema– que cada año se hacía un sorteo, vinculando los tres últimos números de tu documento con otro número, del 1 al 1000, y luego, al iniciar el año siguiente y comprobados los requerimientos cuantitativos del período de personal esclavo para el Ejército, la Marina y la Aeronáutica, se anunciaba un número de corte, supongamos el 198 o el 220 o el 255, por decir tres cualesquiera, pero bastante verosímiles. Por encima de ese número de sorteo, adentro. Por debajo, afuera: era el tan ansiado “numero bajo” que te eximía de la colimba.
Escuchaba la Hitachi con los ojos cerrados y muy concentrado, repitiendo en audición interior, como un mantra, cero noventa y nueve, cero noventa y nueve, cero noventa y nueve. Me había propuesto, acaso insensata, puerilmente, incidir mediante telepatía en el locutor que sacaba las bolillas y anunciaba el resultado del sorteo, para inducirlo a relacionar mi documento con el repetido 099, lo cual me habría garantizado el número bajo en cualquiera, aun en la peor, de las hipótesis de corte.
Con los ojos cerrados y muy concentrado estaba cuando escuché “¡Novecientos noventa!”.
Les digo: un gol de River, en orsai y con la mano, definiendo un clásico en el último minuto de descuento, no me habría golpeado tanto como ese 990. Bien mirado, no resultaba tan diferente de aquel 099, pero… el orden de los factores altera el producto y pedazo de hijo de puta el que afirme lo contrario. El peor resultado, porque a los números más altos les tocaba Marina y en la Marina eran dos meses más de cautiverio que en las otras dos fuerzas: catorce meses en lugar de doce.
Y cuando llegó el momento, de todos modos, fue peor: me tocó Infantería de Marina, donde los oficiales han visto mucho Hollywood y se pretenden marines, los más rudos entre los rudos, prefiriendo por cierto no ser ellos mismos, sino los colimbas bajo su mando, quienes padecieran esa rudeza selectiva. A ellos tocaba, en cambio, prodigarla. Faltaba más.
Al año siguiente estaba allí pues, trabajando en la oficina de la compañía de guardia del Edificio Libertad, sede del llamado Comando en Jefe de la Armada. Una de mis tareas era hacer el papelerío para las bajas. Me explico, ignorantes: en la Marina se entraba –y se salía– en cinco tandas, cada dos meses. Yo era de la primera tanda 59, de modo que me tocó preparar las bajas de las segunda, tercera, cuarta y quinta tandas 58.
En cada ocasión se hacía una ceremonia en la Costanera Sur, muy cerca del río: el jefe de la compañía decía algunas palabras marciales y navales, por ello de inmediato olvidables –la inteligencia humana es limitada pero la estupidez castrense no tiene límites–, y después se llamaba uno por uno a los colimbas y se les entregaba un diploma que recordaba su paso por la Armada argentina y el documento de identidad que se les había secuestrado durante catorce meses. Una vez que los tenían en sus manos, ya no lo eran. Colimbas, quiero decir. Habían vuelto a ser personas normales. Yo le pasaba los diplomas al teniente y él los entregaba.
Volvía luego deprimido al cuartel, cada vez, soñando con mi propia baja, todavía lejana. No ayudaba, por cierto, a mejorar mi estado de ánimo, que la tal ceremonia tuviera lugar al lado del campo de deportes del Nacional Buenos Aires, mi colegio secundario, donde hasta el año anterior había estado jugando al futbol, ni que pudieran verse por detrás de la espalda del teniente que daba el discurso a pendejos del secundario, algunos incluso conocidos, jugando al futbol en ese mismo momento.
Pues bien, un día me tocó a mí. Abril de 1979 y veinte años recién cumplidos. Todo, todo llega, nunca piensen que no; la baja de la colimba, también. Otro que no era yo hizo los papeles, estuve formado escuchando el discurso insensato, fui llamado a recibir mi diploma, lo agarré, seguí caminando en dirección a la Costanera, me incliné sobre el pequeño muro y, como lo había soñado y lo había planeado en cada una de las cuatro ceremonias anteriores, y fui fiel a mis planes y a mis sueños y nunca jamás me arrepentí, al contrario, lo arrojé al río con todas mis fuerzas –el diploma–, me quedé un rato observando, atento, cómo flotaba y se alejaba, cómo se hundía despacio.
Estupor en las filas. Nadie había hecho antes cosa semejante, que se supiera. Yo, felicidad. Total, ya no podían hacerme nada, o por lo menos eso creí, con cierta ingenuidad, en ese momento. No sabía que no había salido del cuartel.
Todo el país era un cuartel.