Los abogados laboralistas acostumbramos criticar el procedimiento de conciliación obligatoria que trae la ley, creo que con buenos argumentos:
- Se trata de un procedimiento obligatorio, con lo que parece menos la concreción de una de las garantías del Artículo 14 bis de la Constitución Nacional (“recurrir a la conciliación y al arbitraje”), que una obligación que se impone a los gremios en conflicto.
- La sujeción del comienzo de una huelga a un trámite previo de conciliación le quita inmediatez y, con ello, eficacia.
- La extensión de los plazos del procedimiento debilita la decisión colectiva de adoptar la medida de fuerza.
- Retrotraer la situación al estado anterior al inicio del conflicto equipara un derecho constitucional (como es el derecho de huelga) con un acto ilícito (como es el despido sin causa).
A veces, concedemos el aspecto positivo de que el otorgamiento de la conciliación es un marco propicio para la negociación, porque al suspender las medidas de acción directa durante su propio curso permite a las partes negociar una salida del conflicto que las involucra; sin embargo, el desprecio por la ley de ellos –saben a quiénes me refiero–, sumado a que la norma contradiga la insaciabilidad de sus intereses, hace que este aspecto positivo que pudiera tener se desvanezca en la práctica concreta del conflicto de intereses.
Ahora bien, vayamos al caso de esta entrega.
Una empresa estatal, en el marco del plan de ajuste generalizado, tomó la decisión de despedir veintitrés trabajadores, originando así un conflicto colectivo. Hubo manifestaciones en la vía pública, acampe en la puerta de la empresa, represión y una medida de fuerza por tiempo indeterminado, declarada por el sindicato.
La situación descrita parecía tornar de aplicación inmediata la Ley de Conciliación Obligatoria. Por lo general, en este tipo de conflictos –me animaría a decir, en todos los que he conocido–, los empleadores se apresuran a hacer la denuncia y el Ministerio hace lo propio al aplicar la conciliación, ordenando retrotraer las medidas. A veces, incluso, el Ministerio ni espera la denuncia empresaria y la manda aplicar directamente.
Sin embargo, en este caso no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Sugerimos a los dirigentes del sindicato solicitar nosotros la medida al Ministerio y eso fue lo que hicimos. Pero, sorprendentemente, el Ministerio de Trabajo rechazó el pedido. El porqué de esa decisión ministerial de no dictar la conciliación obligatoria en un conflicto colectivo en curso no será fácil de explicar, pero lo intentaré.
Formalmente, la autoridad recogió un estrambótico argumento patronal respecto de hallarse en trámite una denuncia penal –con motivo de supuestas agresiones que se habrían sufrido en el marco del conflicto– y envió a las partes a dirimir la cuestión en el Juzgado Penal. La resolución ministerial dice que no es “factible el dictado de la conciliación laboral obligatoria… en virtud del carácter del conflicto ventilado en autos…” y se invoca como fundamento que “de las constancias del expediente… a pesar de las audiencias celebradas no surge que hubieren llegado a ningún acuerdo ante esta sede administrativa laboral, manteniendo las partes sus posturas iniciales y no sólo ello, sino que el conflicto se ha ido agravando…”.
¡Insólito argumento! ¿No es precisamente para eso, para dar un marco de solución a conflictos que se han ido agravando, que existe ese procedimiento en la ley? ¿Puede ser que la idea del Ministerio de Trabajo haya sido que, si el conflicto se agravaba, lo mejor era dejar que las partes se arreglaran como pudieran, manteniendo las medidas adoptadas? ¿Cómo se entiende que, tan livianamente, el Ministerio haya declinado funciones y responsabilidades que le son propias?
Se entiende, me parece, no desde la aplicación del derecho, sino desde los intereses que se defienden o se representan. El conflicto no se había iniciado con una medida de fuerza de los trabajadores, sino con los despidos producidos por la empresa, origen y causa del problema.
A lo que el Ministerio no estaba dispuesto, era a ordenar que se retrotrayera la medida empresaria, esto es, los despidos. Y, en función de ese objetivo, ideologizó y distorsionó el instituto de la conciliación obligatoria, que ya no serviría entonces para dar un marco a los conflictos, sino para sostener esa decisión –mitad patronal y mitad estatal– de producir despidos masivos. Lo sostengo porque, en otros supuestos, donde en el origen del conflicto hubo un interés colectivo de los trabajadores, plasmado y expresado en el ejercicio del derecho de huelga, la actitud ministerial fue muy otra, más bien la contraria: aplicando la conciliación obligatoria con la velocidad de un rayo, con todo el rigor de la ley y aún con todo el rigor de fuera de la ley.
Solo basta recordar algunas “estrategias” que se han visto en esta coyuntura administrativa del conflicto gremial para dar cuenta de la distorsión legal conciliatoria: las multas astronómicas a varios gremios, como camioneros o docentes, o la triste performance de la Unión de Tranviarios Automotor de esconderse detrás de la conciliación obligatoria dictada a raíz de un conflicto salarial para evitar participar en un paro general decretado por la Confederación General del Trabajo no dejan que les mienta.
Dígase: el Ministerio de Trabajo no está interesado en evitar los despidos, sino en garantizar la rentabilidad empresaria, a la que acaso aquellos resulten funcionales. Tampoco está interesado en mediar en los conflictos que se multiplican a diario, sino en tratar de que dicha conflictividad no se produzca o, en todo caso, limitar las posibilidades de los trabajadores de transitarla exitosamente. El Ministro de Trabajo funge pues, como jefe de personal de la Nación. La cancha de las relaciones laborales, total o totalitariamente inclinada.
Una vez más, a la vuelta de la historia, estas torsiones legales e institucionales nos ponen a quienes trabajamos a la defensiva. Pero también nos habilitan a hacernos la pregunta: ¿cuál podrá ser el arriba desde el cual salir del laberinto?