El mundo de las relaciones colectivas del trabajo no es para cualquiera. Ni siquiera para cualquier abogado.
Lo primero que hay que aprender es a no colocarse por arriba de los compañeros del sindicato por el hecho de que vos has estudiado en la universidad y ellos no. Vos adquiriste un saber, digamos, en la academia. Ellos, otro saber, en la fábrica, en el gremio, en alguna asamblea. Y ninguno de los dos saberes es mejor que el otro. Lo que hay que hacer es articularlos, con respeto.
Lo segundo, es que sos solamente el boga, el doc, el tordo, pero no, además, un dirigente sindical. Asesorás, pero no tomás decisiones. A algunos colegas amigos, cuyos nombres por discreción me reservo, la vanidad intelectual los puede y este segundo punto no lo entenderán jamás.
De modo que, cuando se toman decisiones fuertes en el gremio, como por ejemplo una medida de fuerza o la expulsión de un afiliado o bien las dos cosas, como en el caso que les cuento, uno está para tratar de acercarle legalidad al asunto, pero solo eso. No interviene en las decisiones.
Por otra parte, las medidas de fuerza son siempre problemáticas. Nunca es fácil decidir llevarlas adelante. ¿Se conseguirá el objetivo buscado? ¿Nos descontarán los días de huelga? ¿Habrá valido la pena, al fin y al cabo?
Resulta clave, para el éxito de una huelga, que transcurra el menor tiempo posible entre el momento en que se decide y el momento en que se ejecuta. Machacar en caliente, que le dicen. El derecho de huelga está garantizado por la Constitución, eso es cierto. Pero, de ahí para abajo, leyes, decretos, resoluciones y demás se ocupan de ir poniendo todo tipo de imaginativos palos jurídicos en la rueda sindical. Que solo un sindicato formalmente constituido la puede declarar, que hay que denunciar el conflicto ante el Ministerio de Trabajo, que hay que someterse al procedimiento de conciliación obligatoria, que te pueden descontar los días, que te pueden declarar la huelga ilegal, que te pueden despedir.
Y, sin embargo, se hacen. Las medidas de fuerza son la otra cara de la negociación por salarios o por condiciones de trabajo. Huelga y negociación colectiva son inseparables. Si un sindicato no tiene la posibilidad de adoptar medidas de fuerza, hace como que negocia, pero no negocia: acepta.
Esto no es, por supuesto, lo que escucharán en la tele o lo que verán en las redes. Allí dirán que la huelga “es” el conflicto. No señor: el conflicto entre el trabajo y el capital es constitutivo de la sociedad en que vivimos. La huelga no es el conflicto, pero sí “es” la libertad sindical. De modo que limitarla, condicionarla o directamente eliminarla (como a más de uno le gustaría) no significa terminar con el conflicto, sino terminar con la herramienta que tienen los trabajadores para transitarlo.
Dicho todo esto, vayamos al caso: el conflicto entre el sindicato y la empresa (una empresa industrial) era por el congelamiento de los salarios (negativa patronal a otorgar incrementos), por diez despidos producidos, por el anuncio de próximas desvinculaciones (“sobra gente”), por la exigencia de fraccionar las vacaciones y por el proyecto de cierre de una de las plantas. Un conflicto típico del país Milei.
Sin respuestas del empleador, la asamblea de trabajadores decidió una medida de fuerza consistente en un leve quite de colaboración: no realizar horas extras y no aceptar cambios de turnos.
Durante diez días se prolongó la huelga, hasta que fue levantada luego de una reunión en la que la empresa se comprometió a dejar sin efecto algunas de las medidas anunciadas y, sobre todo, a no desvincular a ningún trabajador. Digamos que fue una salida del conflicto medianamente exitosa para los trabajadores.
Durante esos diez días, todos cumplieron a rajatabla con la medida decidida en la asamblea. Todos, menos dos. Uno, a quien llamaremos “X”, aceptó hacer horas extras. Y el otro (naturalmente, “Y”) aceptó los cambios de turno. No parece tan grave, acaso pensarán ustedes. Lo mismo pensamos nosotros. Pero en el sindicato las cosas se veían diferentes.
“No lo podemos permitir, Alejandro” me dijo el secretario general, luego de una reunión de Comisión Directiva. “Para nosotros, lo que se resuelve en una asamblea es sagrado. Los queremos expulsar”. Y, en efecto, analizamos en el estudio el Estatuto Sindical y esa causal de expulsión como afiliado estaba prevista. Decía así: “haber incumplido decisiones de los cuerpos directivos o resoluciones de las asambleas, cuya importancia justifique la medida”.
Y es que el incumplimiento de X e Y, que no parecía grave observado desde lo individual, adquiere una importancia que justifica la medida, visto desde lo colectivo. Durante el conflicto con la patronal, el colectivo de trabajadores había tomado una decisión que implicó, para todos los que llevaron la huelga adelante, la incertidumbre acerca del resultado, la pérdida del pago de las horas extras (las que mejor se pagan) y el temor a represalias por parte de la empresa.
Un esfuerzo colectivo –que esta vez obtuvo un resultado positivo– merece ser respetado. X e Y esquivaron el bulto, como se dice. No compartieron el esfuerzo, pero sí su resultado. No hay justicia en eso. De modo que se llamó a una asamblea extraordinaria del gremio, se los citó a dar explicaciones (no vinieron) y se los terminó expulsando del sindicato.
Tomé nota en esa asamblea de las palabras de uno de los participantes: “En los tiempos difíciles que nos toca transitar a los trabajadores, es necesario más que nunca asumir la responsabilidad de cumplir con las decisiones democráticas, colectivas y orgánicas que se adoptan en la defensa de los intereses de los compañeros”.
Lo colectivo por encima de lo individual.