Dos fueron las grandes cuestiones con las que la dictadura pretendió vincularse con el alma del pueblo argentino (a discutir si lo logró y en qué medida): una –si se quiere– fortuita y heredada; la otra, desastrosamente planificada. El Mundial y las Malvinas.

Para un futbolero argento, tener dieciocho años y el Campeonato Mundial en tu país (¡y ganarlo, dios mío, por primera vez!) era un sueño, no me digan. Pero si eso mismo ocurría durante la dictadura y la represión y la colimba, era más bien una pesadilla. Así fue como, entre sueño y pesadilla, nos debatimos durante ese año del Señor de 1978.

¿Un ejemplo? La famosa foto de Videla y Massera levantando los brazos, en el palco oficial, al festejar un gol argentino. Recuerdo la punzada de dolor que me produjo cuando la vi. Otro: en una revista de humor brasileña, que tuve entonces a la vista, había un dibujo en el que torturador y torturado, en la ESMA, interrumpían la sesión para abrazarse y gritar otro gol argentino, acaso el mismo gol. Ese dibujo me produjo rechazo. Hay algunas zonas límite, que para cada uno pueden variar, pero donde el humor comienza a dejar de serlo y a volverse algo desagradable y sin gracia, y que fuera brasileña no ayudaba a la empatía. Y, sin embargo, había allí algo de verosímil sobre el mundo loco de los chupaderos, donde podían ocurrir, y de hecho ocurrían, las cosas más extrañas. Los dos ejemplos me estaban diciendo algo acerca de la dictadura y el mundial, y no era algo lindo.

Y, aun así, festejamos. Aun así, fuimos al Obelisco. Quiero creer que podíamos festejar haber ganado el Mundial y, al mismo tiempo, seguir repudiando la dictadura. Estoy seguro de que podía. Hablo por mí. Quizás a ti, amigo borgeano no futbolero, esto que digo te parezca inconcebible y te entiendo; me pasa con la cuestión número dos, con perdón de mi otro amigo, malvinero –ya llegaremos a ese punto. Antes, una anécdota del partido con Perú:

Descuento que todo el mundo lo sabe, y si alguien no lo sabe, por favor no siga leyendo, no es mi lector (que también los lectores se pueden elegir, no solo los escritores): precisábamos hacer cuatro goles para llegar a la final. Enfrente, Perú, con esa camiseta odiosa y con ese sospechoso arquero argentino. Luego, durante mucho tiempo, yo diría durante demasiado tiempo, historias, crónicas, “investigaciones” y demás, ventilando aquella sospecha. ¿Los peruanos se dejaron hacer esos seis goles para que la Argentina clasificara? ¿Cuánto cobraron y quién les pagó? ¿Fue Videla al vestuario a apretarlos, en el entretiempo, con algún tipo de ominosa, aunque seguramente difusa, amenaza? Olvídense, señoras y señores. Perú no fue para atrás. El que ha estado viendo ese partido y luego cuarenta años más de futbol, lo sabe. Cuando un equipo va para atrás, se sabe. Quizá usted no, don Jorge Luis, pero nosotros, le juro que nosotros, sí.

Yo lo estaba viendo en casa, con mi novia –luego mi primera mujer–, la que tenía un atraso importante. Hacía poco habíamos advertido, al terminar, que se había roto el preservativo. Una sola vez es, por supuesto, suficiente, y en los setenta eran acaso algo rústicos, los preservativos, y el miedo no era todavía al SIDA. Estábamos aterrados, pero no indecisos, ante la posibilidad de interrumpir el embarazo. Bromeábamos, para tratar de lidiar con ese terror y, en ese plan, habíamos consensuado en bautizar al bebé con el nombre de quien hiciera el cuarto gol, el decisivo. Leopoldo Jacinto, pues. Feo nombre, pobrecito. Aunque no tan feo como el irrepetible Ubaldo Matildo.

Vamos, ahora sí, al otro punto:

El 30 de marzo de 1982 hubo una gran movilización, la primera así de grande, la Plaza de Mayo repleta, contra la dictadura. Convocada por la CGT pero completamente desbordada, esa convocatoria, por muchísima gente que se sumó por la suya, harta de tantos años de bestialidad militar. Y hubo, por supuesto, represión: no podría haber sido de otro modo. Cientos de heridos y miles de detenidos. Y por supuesto, también, estuvimos. Con todos los gadgets de estilo de la época, útiles para esquivar la represión (los que acaso deban volver próximamente, vieron que las modas son cíclicas): pañuelos y limones para los gases lacrimógenos, bolitas de acero para los caballos de la montada, those kind of things.

Durante un rato fue una fiesta, la fiesta de estar en la calle, en el medio de una multitud, cantando, gritando, vociferando, contra la dictadura. Adrenalina pura. Luego, cuando estalló la represión, fue la desbandada y fue el caos. Recuerdo haber corrido hasta encontrar refugio en una iglesia del microcentro, creo por la calle Esmeralda. Y recuerdo haber vuelto caminando a mi casa, a pocas cuadras del Congreso, bastante más tarde, cuando la calma, junto con el anochecer, había vuelto. Cansado, feliz. Era el principio del fin.

Tres días más tarde, otra vez la plaza llena, pero esta vez, para vivar a la dictadura. El general Galtieri se dio el gran gusto de salir al balcón y de levantar los brazos saludando a su pueblo, que lo ovacionaba. No creo que haga falta que explique el porqué, todos lo saben. Esa la vi por televisión, sin llorar pero con los ojos en lágrimas y un puño cerrando la garganta, preguntándome qué porcentaje de gente habría estado en las dos plazas, en la del 30 de marzo y en la del 2 de abril, sin entender cómo no entendían lo burdo, lo grosero, lo pueril, de la maniobra. No era ni la primera ni la última vez que no entendía cómo. Era el fin del principio.

El 7 de abril de 1982, el general Luciano Benjamín Menéndez, aburrido ya de administrar secuestros, torturas, violaciones y asesinatos desde la jefatura del tercer cuerpo de ejército con asiento en la provincia de córdoba, todo en minúscula sea dicho, quiero decir, escrito, y decidido a experimentar nuevos horizontes, como por ejemplo estaquear colimbas a la intemperie durante toda la noche, juraba formalmente como primer gobernador argentino de las Islas Malvinas.

Viajaron para el evento, en aviones fletados por la dictadura, un incierto pero respetable y, además, representativo número de los distintos sectores de la sociedad, dicho esto sin ironía ninguna: dirigentes políticos, sindicales, empresarios y otros, algunos de los cuales habían estado en la primera plaza que les decía, pero de seguro imbuidos de y contagiados por la algarabía patriótica que reinaba en la segunda, dirigentes estos de cuyo nombre no quiero acordarme. Sí mencionaré a uno que se abstuvo de ir aquel día, tanto como de aplaudir a Galtieri antes y después, a pesar de que al año siguiente no lo voté (creer o reventar, voté a uno de los que sí fue al evento) y a riesgo de ser injusto con otros dirigentes que tampoco fueron y que he olvidado: don Raúl Ricardo Alfonsín.

Por otra parte y al mismo tiempo, en la Facultad de Derecho, como en muchos otros lados, se debatía sobre la guerra. Recuerdo una asamblea en que disputaban dos consignas –tonterías de la política universitaria, dirán, con razón, por entonces parecía importante–: “Por la paz” o “Por la paz y la victoria”. La segunda era insensata, por supuesto. Y autocontradictoria. Pero luego de una larga y muy emocional discusión a los gritos pelados, donde se nos acusaba, a los perdedores, de “bolches” y de “traidores a la patria”, fue la vencedora en la disputa. A mi lado, un militante de la juventud radical, con quien había compartido muchas horas en el protocentro de estudiantes y no diré amigos pero nos llevábamos bien, ahora los ojos enrojecidos, me señalaba y me gritaba justamente eso: traidor. Lo creía o lo fingía, lo mismo da. En cualquiera de los dos casos, mi relación con él había terminado. Bruta decepción, para mí, acerca de la condición humana.

Me falta un gen (o acaso un cromosoma, quién puede entender de ese tipo de cuestiones) de patriotismo, lo sé. Será acaso mi origen judío, hey you, antisemitas. O mi formación marxista. ¿Los aburridos actos de la escuela primaria en la década del sesenta, quizá, los discursos acartonados de la señorita Magdalena? ¿Cantar obligadamente la aurora, a la salida, en un militarizado Colegio Nacional de Buenos Aires? ¿Los símbolos “patrios” apropiados por todas las dictaduras en las que uno ha tenido de chico la mala suerte de vivir? ¿Especialmente la bandera argentina como emblema de la represión, puesto que ningún trapo rojo podrá remplazarla, significativo discurso que se está volviendo a escuchar? Quién puede saberlo. Lo cierto es que volvía a estar a contramano de lo que pensaba la mayoría de la sociedad.

Y es que las dictaduras no se sostienen en el tiempo por la mera fuerza. Precisan de un poco, o de un mucho, de consenso. De lo contrario, serían eternas. El apoyo –según mi recuerdo y, lo lamento, importante– que tenían los asesinos en 1976 se fue deshilachando con el correr de los años y, tras el desastre de Malvinas, se derrumbó del todo.

Pero: ¿y si se hubiera alcanzado aquella victoria que se votó en la asamblea insensata, qué habría pasado con la dictadura? Sabemos muy bien cómo terminó todo y sabemos que no había chance ninguna de que fuera otro el desenlace de la guerra. De todos modos, tómense un minuto para pensarlo.

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Por eso: lo digo y lo repito y pido disculpas a mi amigo que pidió prórroga y que hizo la colimba en el 82 y tuvo que ir a las islas y a mi otro amigo que estuvo a bordo del Belgrano cuando Thatcher, inmisericorde, lo mandó bombardear y a todos los malvineros que de verdad lo sienten, por pensarlo, por decirlo y por repetirlo: bendita derrota.