Uno ha debido tomar decisiones cuando no estaba en condiciones de hacerlo. No tenía ni la edad, ni la experiencia, ni los elementos de juicio suficientes. Sin embargo, la situación lo exigía, no te daba otra opción.
Una: el 25 de marzo de 1976, al día siguiente del golpe, vos tenías dieciséis años y militabas en la Fede y por la radio se anunciaba la ilegalización de, entre otras muchas organizaciones, el “Partido Comunista Marxista Leninista”. La Fede era la juventud el Partido Comunista, a secas… ¡pero era marxista y leninista!… ¿Entonces? ¿Cómo era la cosa? ¿El partido en el que militabas había quedado fuera de la ley, o no? ¿Te iban a ir a arrestar al día siguiente, o no? ¿Había que irse del país? ¿Había que alertar a tus padres, que no tenían ni puta idea de en qué diablos andabas metido?
Dos: a los dieciocho años llegaba, inexorable, la colimba. Le pasaba a todo el mundo que no fuera vagina-portante. Que a vos te convocaran en febrero de 1978, era tu problema. Que estuvieras al tanto de que dos colimbas, militantes de la Fede, habían desaparecido en 1977 desde el Colegio Militar, entonces al mando del futuro presidente Reynaldo Benito Bignone, no era más que otro dato que tenías para evaluar.
¿Entonces? ¿Te presentabas, o te convertías en desertor –cinco años de cárcel–, o bien te exiliabas? Otra vez: ¿Había que alertar a tus padres, que seguían sin tener ni puta idea de en qué diablos andabas metido?
Tres: unos meses después de la decisión número dos, vos haciendo guardia en algún puesto, ahora impreciso, del BIM 3 (Batallón de Infantería de Marina) de La Plata.
En tus manos el FAL, aquel fusil belga de los años cuarenta, que se trababa más veces de las que disparaba y que no hubiera servido, como de hecho no sirvió, para pelear ninguna guerra, ya no digamos ganarla.
En tu mente, la clara instrucción del zumbo (otra vez, para los no iniciados: “suboficial”): el milico primero dispara a matar, luego dispara al aire y luego grita “alto quién vive”. Cuando lo dijo, todos los colimbas que estábamos escuchando nos miramos y nos sonreímos. ¡Pero lo decía bien en serio! El orden inverso, digamos el orden normal y razonable, era para tiempos también normales y razonables, no para estos –aquellos–, en donde los subversivos podían venir en cualquier momento a tomar el cuartel. Qué pedazo de paranoia, la del zumbo, estarán pensando. Y estarán pensando bien. Pero, al mismo tiempo, era una paranoia verosímil: hacía relativamente poco que había ocurrido el asalto a Monte Chingolo y el copamiento de Azul (para los no iniciados: gugleen) y todavía faltaban años para la locura mayor de esos locos desquiciados que conservan, al día de hoy, en su cuenta política y sin saldar, la sangre derramada de tanta gente: el ataque a La Tablada en 1989.
Como fuera, ahí estabas vos, con tu fusil, con tu instrucción y con mucho tiempo para pensar. El tiempo detenido de una guardia: no hay nada más aburrido que una guardia. Llegado el caso, que nunca llegó (pero que no hace a la cuestión de la decisión que estoy contando, que es previa), ¿qué vas a hacer? ¿Vas a disparar o no vas a disparar? ¿Vas a matar o vas a morir?
Bastantes años después, en una discusión filosófica de borrachos, de esas que se dan a la madrugada, entre amigos, cuando todos han chupado y eso los lleva a discutir cualquier tema con vehemencia y a los gritos, se debatió si era preferible matar o morir. Matar, decían mis amigos. Morir, yo. Ah, pero no podés decir eso, porque no podés saber hasta que no estás en la situación. Ah, pero yo estuve en la situación, pelotudo, y decidí morir y lo recuerdo muy bien y además estoy orgulloso de esa decisión y no me vengan por favor con lo de la obediencia debida, que es la justificación de los pusilánimes. Seguramente no dije “pusilánimes”. Pero ahora me parece la palabra más apropiada.
Uno ha tenido extraños, retorcidos privilegios.