Entre los intercambios de recuerdos, anécdotas, conversaciones que circularon entre nosotros desde el martes a la tarde, apareció un audio donde Horacio presentaba un número de la revista Pampa que como colectivo editamos entre 2006 y 2011. Enmarcaba nuestra intención de intervenir en la realidad política popular dentro de una tradición y para eso definía a la política como una ansiedad por la búsqueda permanente de novedades lingüísticas. Para todos quienes nos situamos en esa compleja relación entre pensamiento y política popular, Horacio González tuvo siempre –tiene– un valor inigualable. Esa certidumbre de que no se puede desanudar la imaginación teórica de la organización colectiva, de que había que detenerse ante esa fuerte herencia de nuestros movimientos populares porque, al mismo tiempo, la sensibilidad política que acecha y que importa solo se puede desplegar a través de un trabajo sobre el lenguaje, la recibimos en muchos encuentros que Horacio nos dedicó con amabilidad y generosidad. Con un agregado que su figura traía, ineludible: el peso que tiene esa literatura de lo político, ese momento de coincidencia y a la vez de desacople que se va filtrando en todas las formas de hacer conversable la inquietud política colectiva, en la trama nacional o, mejor, en sus restos pampeanos. Horacio nos devolvía su preocupación por el modo en que esta intencionalidad aparece bajo el peso específico del ensayo como apuesta enunciativa para volver necesario, una vez más, pensar nuestro destino argentino desde sus escritos sobrevivientes y abandonados, sus figuraciones políticas ausentes y por venir.

En 2011, a diez años del 2001, entrevistamos a Horacio para Pampa. Conversamos con él sobre las nuevas configuraciones políticas, las memorias y los itinerarios para problematizar la nación, la producción crítica y cultural y sus misiones, éticas y estéticas, como búsqueda sobre lo que subyacía invisible debajo de una nueva era de sentidos en despedida y en arribo. Compartimos aquí lo sustancial de esa extensa entrevista, movidos en principio por la necesidad de agradecer a Horacio su lucidez, su sensibilidad y su siempre extraordinaria generosidad, y –quizás más secretamente– por la ilusión de que volver sobre sus palabras y pensamientos sea un modo de empezar a conjurar su ausencia.

Memorias, textualidades, linajes: interrupciones y configuraciones de las culturas políticas

Entrevista a Horacio González
Por Martín Rodríguez y Karina Arellano

[Publicada en Pampa. pensamiento/acción política, año V, Nº 7, Buenos Aires, julio de 2011]

Queremos empezar la conversación preguntándote sobre diciembre de 2001. En aquel momento, vos sostuviste un debate sobre las movilizaciones asamblearias, sobre el acontecimiento que estaba sucediendo y queríamos saber qué reflexión hacés sobre ese momento hoy, a diez años de ese debate, y cómo creés que se reconfiguraron algunos sentidos de lo que fue el “que se vayan todos”.

No recuerdo haber dicho yo en la calle “que se vayan todos”. No me recuerdo diciendo eso pero nunca me dejó de interesar esa expresión, porque me parece que es una cuerda permanente de la vida política de interrelación política en cualquier momento de la historia colectiva. De todas maneras, me pareció que tenía múltiples interpretaciones. La interpretación más literal, como ocurre con cualquier expresión vinculada a un momento específico de las luchas políticas, es la más exigente. Siempre la interpretación literal exige mucho más, puesto que es un cumplimiento, a veces, de características inmediatas, de una reposición completa de todas las funciones del Estado, de todas las funciones de la política. En ese sentido, no recuerdo haberme asustado a mí mismo cantándola.

Me parecía interesante, creo que hoy también podría decirse eso. Es un grito más sofocado porque, evidentemente, la situación que se creó después del 2001 es la de un gobierno constitucional que se obligó a escuchar, de alguna manera, y esa escucha es una escucha que permanece en muchos planos de inmersión, es una escucha sumergida. Porque, de hecho, apareció una crítica al Estado anterior tal como se expresaba en las políticas de los ’90 y hoy la situación parece más auspiciosa respecto a las intervenciones del Estado. Pero, de todas maneras, me parecía que la interpretación más literal del “que se vayan todos” no estaba en condiciones de ser sostenida por ese movimiento social. El único partido que promovía un gobierno por asamblea o una asamblea general constituyente era el Partido Obrero. Todos los demás grupos políticos que se expresaron en el “que se vayan todos” tenían distintos tipos de interpretaciones sobre ese enunciado, pero ninguno de ellos lo interpretaba como la sustitución inmediata de los que se tenían que ir por otras formas de gobierno. En este sentido, no es nada inhabitual en la política, en la vida histórica en general, pensar en las formas de sustitución de unos por otros. La radicalidad del grito sí era notoria: “que no quede ni uno solo”.

Me puse yo en el medio, si me recordaba cantándome o no, por un prurito interpretativo vinculado a cierta lógica: que aquel que dice “que se vayan todos” tiene que examinar, de alguna manera, su potencialidad sustitutiva. Cada uno de esos que grita está en condiciones de sustituir y no decir cómo. Aún decir “me proclamo yo como entidad sustituta” es un esfuerzo muy grande, programático y existencial importante. La radicalidad de la expresión exigía que se dijera y recuerdo que solo el PO tenía la opción de asambleas constituyentes.

Pero, en suma, recuerdo ese momento como un gran momento de libertad. No coincido enteramente con la interpretación de que la izquierda hizo una intervención tan inexperta que terminó arruinando la fuente de la convocatoria del “que se vayan todos”, porque me parece una significación evidente. En la idea de una forma, de una expresión política sin condicionamiento, sin instituciones, sin edificios, sin algunos rituales y demás, solo con las asambleas al aire libre, era evidente que las tendencias de izquierda iban a estar primero representadas muy específicamente y que después el espíritu libertario general que hay en las sociedades iba a estar representado y eso es lo que pasó, al igual que en España hoy. Como momento de fisura, de apertura, es un momento recurrente donde emerge un espíritu libertario que supone la posibilidad de pensarlo todo, incluso al que dice que hay que pensarlo todo. Entonces, eso me resultó muy interesante.

El problema en relación a que me parece que siempre hay una cuerda tendida con ese tema, incluso hoy, es para mí una situación interesante. Recuerdo la discusión que hubo en aquel momento con Nicolás Casullo, sobre que los que se expresaban así no dejaban de ser la clase media con un tipo de expresión si se quiere irresponsable, porque no estaba en condiciones esa clase media de atender todo lo que se abría si se iban todos, es decir, si había que cambiar todo el sistema político burgués, digamos. Entonces, lo decían aquellos que no eran mejor que ese sistema porque eran el fundamento de ese sistema. Yo tendía a no aceptar esa manera de escarbar en “intereses últimos no declarados” de quienes quieren mostrarse libertarios ante la historia. Me parecía que la puesta ente paréntesis del peso de los condicionamientos que tiene toda la vida política es interesante.

Por eso yo sostengo que es interesante incluso hoy: creo que es el núcleo real a partir del cual se organizan los procesos de cambio. La obligación que tiene cualquiera que se vincule a un proceso de cambio es pensar que es algo que está en lugar de algo que podría ser mejor; que ocupa el lugar de algo que, sin esa presencia, podría ser mejor. Esa es la obligación que tiene cualquier proceso de cambio: pensarse incluso como obstáculo de algo que podría ser mejor, como problema ético de los procesos de cambio.

Nosotros te hacíamos esa pregunta porque queríamos rodear algo que estuvo presente toda esta última década, que es si la política es plausible de ser inventada nuevamente en varios sentidos. Por un lado, aparecen ciertos procesos de mistificaciones que se dieron sin demasiada tensión –o sin una tensión más pausada–, como en los casos de las figuraciones del Justicialismo, con una serie de elementos simbólicos complejos que reaparecen. Y, por otro lado, emergen algunos acontecimientos que podrían marcar cierta idea de ruptura, pero que tampoco llegan a tener algún tipo de anclaje organizativo o de diálogo con instancias institucionales, estatales. En las discusiones de Pampa de estos años, sobre ese vaivén, estuvo siempre la pregunta sobre si era posible volver a inventarse un proceso político con características nuevas.

Eso yo lo pienso para hoy, no hay por qué inhibir esa pregunta. Uno puede sí pensar si la hace el ingenuo, si la hace el escéptico, o la hace el que conoce lo opaco de toda sociedad. Uno se encuentra a lo largo de su vida ocupando distintos lugares al hacer esa pregunta: a veces la hace el ingenuo (que no me parece mal que el ingenuo la haga, porque es la pregunta del ingenuo), a veces el escéptico y a veces el pesimista que sabe las resistencias que tiene toda sociedad a cambiar sus emblemas políticos.

En ese sentido, la aparición del peronismo, incluso digamos en los últimos dos años: en este momento se puede decir que se pusieron nuevamente en tensión ciertas viejas líneas del pensamiento político –no digamos instituciones ni partidos políticos– donde el peronismo está mucho más presente que hace dos años, que hace cuatro y que hace diez. De modo tal que eso es lo que pasó. Eso presupone un lenguaje político que, sin duda, presupone instituciones, una forma de trabajar en la política. No lo considero un retroceso en la sociedad argentina, lo considero un momento que, si lo ves del 2001, sorprende un poco, porque es una recolocación muy explícita de una forma de hablar de la política que siempre tiene un grado de espera respecto a cuando se ven por las calles las huestes del “que se vayan todos”. Siempre hay un grupo de espera en la sociedad. Alguna vez he hablado con políticos actuales que dicen “lo que sufrí en el 2001, pero sabíamos que iba a pasar”. Lo que era para un político ver por la calle un montón de gente gritando “que se vayan todos”: era un sufrimiento muy grande. Pero la naturaleza de lo político tiene razón en pensar que va a pasar ese gran momento de fisura. Por ejemplo, en España, leía el discurso de García Calvo, el anarquista de 85 años: bueno, es su momento, no tiene por qué no hacer ese discurso. El discurso es contra el Estado, contra el capitalismo del dinero y contra la democracia. Es un poco más duro hablar contra la democracia, pero no tiene por qué no hacerlo. El que está esperando dice “bueno, que lo haga”, total después la sociedad se cierra, vuelve la marea de lo social con lo establecido, que es lo que finalmente miles de personas en una sociedad piensan que es el único ambiente en el que pueden vivir: con la propia acción de lo establecido y con su lógica de cambio, que es lenta.

Lo que en las viejas metáforas de la política se llamaba el “reflujo”; en ese sentido, este puede ser un reflujo también. Pero en la sociedad argentina, el cometa Halley que pasa no sé cada cuántos años del “que se vayan todos” no sé si volverá a pasar. Bajo la experiencia de ese mojón del “que se vayan todos” y cierto reflujo que hay hoy, no solo del peronismo, sino del radicalismo, y la centroizquierda que tampoco es una alternativa, está el sistema político, con una gradación que puede ser lo más interesante del sistema político. Así como otros dirán que lo más interesante es lo viejo que protege mejor y de lo viejo salen cosas nuevas.

La irrupción que pone en tela de juicio a todos, el juicio más radical, el grado cero de la política, pocas veces se da. Yo lo recuerdo con mucha simpatía el 2001 en ese sentido y no me parece que ese recuerdo deje de operar hoy. Lo que me parece es que en las viejas formas políticas argentinas nadie tiene la clave. Tanto no se la tiene, que los intentos por superarlas se producen; incluso este gobierno protagonizó al principio un intento de superarla –y lo deshizo bastante rápidamente, pero el intento existió. No son meras colocaciones electorales, si conviene o no cantar la marcha peronista, que eso sí puede ser un pensamiento que en Argentina se llama “piantavotos” (siempre hay un momento en que decir algo de lo que uno es, es “piantavotos”; uno se sabe no tan bueno, de modo tal que contiene cosas que quisiera decir que no es, pero las contiene, el político sabe que hay zonas de su conciencia que son “piantavotos”). No me refiero tampoco a los intentos de renovación que tienen las fuerzas políticas en tanto tales. Interpreto más lo que carga la Argentina en materia de nacional-populismo y en materia de liberalismo como memorias a partir de las cuales hay que hacer otras cosas. Memorias republicanas también. Tal como está plateado el problema hoy –un nacional-populismo al que le faltan formas republicanas y un republicanismo que no admite acciones específicas, rápidas y complementarias del Estado–, habría que busca alguna otra cosa que contenga otra amplitud para ver todas las memorias que están en juego y ahí sí renovarlas.

Para eso se precisa, a mi juicio, un tipo de política más escrita. No es porque tenga un fervor textualista. O sí algo lo tengo, en el sentido de que no dejar papeles escritos es no dejar de algún modo precondiciones para el cambio. Ese cambio tiene que estar escrito. Por ejemplo, la doctrina peronista es un exceso de escritura de la cual se pasó a un exceso de no escritura. La doctrina peronista fue un engolosinamiento del peronismo: poner veinte verdades, inflexiones textuales que aún hoy persisten. Eso es una creación que no es fácil de interpretar, porque fue aceptada por millones de personas y tiene una temporalidad muy resistente. Al mismo tiempo, todos saben que pertenece a otra época, aunque se la sigue hablando. Entonces, estamos en una época de vacío de grandes escritos alrededor de algo que tiene que tener mayor prudencia que la que tuvo la doctrina peronista, que fue un exceso de escritura, hay un excedente de texto ahí.

Pero es a su vez escribir sobre una matriz que, de todas maneras, es como una matriz histórica. En esto que vos planteas: republicanismo, liberalismo, nacional-populismo. Es como que se actualiza una matriz que es repetida.

Me refiero a escribir en el máximo nivel, no cartillas de publicidad política, que en las elecciones siempre hay. Tampoco me refiero a que lo escriba uno, ya que es una escritura colectiva –porque símbolos hay muchos, como siempre. Me refiero a que tiene que surgir de un proceso de relación del movimiento social e instituciones de escritura que no son literarias, sino que son instituciones de escritura de la política.

¿Y en qué zonas imaginás vos que pueden aparecer o emerger procesos de ese tipo?

Tienen que surgir de la política tal como se hace. Y en los medios también tienen que surgir y eso es lo que lo hace dificultoso, porque los medios tienen particularidades que no tienen muy presente la necesidad de hablar con un lenguaje que no sea el de los medios, cualquiera que sea, de TN a 6, 7, 8. La lógica de armado de los medios, con la institución del montaje, es muy brusca, muy radical desde el punto de vista de lenguajes que exigen otro tipo de uso del tiempo, de la inteligibilidad general. Eso no quiere decir que no deban estar en los medios estos temas, estas expresiones. Lo que veo es que, en esta época, el debate que hay entre los medios no contiene este dilema porque, en realidad, las instituciones de montaje del sentido son iguales en todas las expresiones que están en combate. Las metodologías son muy iguales. Hay ciertas diferencias: jocosidad, la charada que le da a la verosimilitud de cada uno distintos matices. Pero no mucho más. Entonces, el próximo capítulo del debate político argentino deberá tener este debate en cuenta. Si no, la política se hace un campo de operaciones. Y un campo de operaciones es agencia de publicidad, asesores de discurso. No digo que vayan a dejar de existir, ni siquiera digo que deban dejar de existir. Porque, a veces, no habiendo la intervención de la vida intelectual –no digo de los intelectuales, sino de la vida intelectual, que es una expresión de la sociedad cuando quiere examinarse a sí misma verdaderamente–, la agencia de publicidad puede decir cosas interesantes, tanto de publicidad comercial como de publicidad política. Por ejemplo, voy a poner un ejemplo absurdo: la publicidad de De Narváez de la última campaña, donde había gente que iba en un tren y rompía la ventanilla para salir, era una publicidad insurreccional. Solo que en un momento se veía la libreta de enrolamiento, la libreta cívica; si no, era gente que escapaba, aparecía en la plaza pública y se juntaba con otro tumulto, era la toma de la Bastilla. Pero tenía la libreta cívica, lo cual le daba el resguardo institucional, electoral. Los gobiernos en general dicen “hicimos esto”. La oposición de derecha es la más lúcida en el momento electoral porque dice apelar a un sujeto que sale de sí buscando otra cosa.

Y habrá que ver ahora cómo se sigue presentando este problema, la inexistencia de esto que es mi gran utopía política: una gran sociedad que cree grandes textos en su movilización. Esa inexistencia va a ser cubierta muchas veces por la publicidad política, que está hecha por personas imaginativas, remuneradas para hacer eso y que necesariamente deben captar corrientes subterráneas de la sociedad. El deseo de saltar la ventanilla de un tren y salir a la plaza es un deseo que recorre a las sociedades, es parecido al “que se vayan todos”. Por eso pongo como ejemplo esa publicidad que me impresionó mucho mientras el gobierno mostraba kilómetros de tuberías. No veo mal que se haga eso, pero el rango utópico que tiene alguien que no le interesa que se hagan zanjas sino que le interesa salir a la calle es diferente, es otro tipo de existencia política el deseo de salir a la calle sin más. El momento electoral es interesante porque, aunque está lleno de operaciones, aunque se juegan todo tipo de respaldos para financiar la acción política, de todas maneras, ahí alguien tiene que decir cómo hay que sostener los cambios que toda sociedad desea. Por eso, todo momento electoral también abre una especie de fisura. Si no hubiera otra cosa, que haya elecciones cada cuatro años es un valor irreversible en las sociedades, porque hay que pulir el argumento, aunque sea consultando con la agencia de sociedad más cara o más globalizada.

Vos decías en una nota en Página/12 –creo que a partir de la represión en el Indoamericano y una serie de declaraciones que se habían dado en ese momento sobre a quién favorecía ese hecho– que no podía haber en este momento ninguna idea de Estado capaz de relacionarse con un núcleo importante de transformaciones que no asuma esa dimensión ética “sin más”. ¿Qué elementos, más en términos de tradición política nacional, de pensamiento nacional, son los que creés que aportarían, en su relectura, para pensar o nutrir una sensibilidad ética en un momento como este?

La verdad es que no podría enunciar un gran panel, solo algunas cosas que me interesan. León Rozitchner; el debate que suscitó Del Barco –no sé si lo resolvería como él, pero me pareció interesante porque fue un debate profundo–; opiniones de personas que pueden no estar ligadas a ningún grupo político. Leo todas las opiniones que están la prensa. Leo casi todo lo que se escribe en contra del gobierno, pensando en que ahí también debe haber algo; no puede ser que de algunas personas, cuyo estilo no comparto y demás, no se pueda sacar una hebra última para un debate.

La idea de una ética superior, que no tenga añadiduras o que no está condicionada a ningún relativismo, es la ética kantiana, en realidad, pero es sabido las dificultades que tiene para implantarse socialmente. Es lo contrario a la operación política. No es que yo desconozca las operaciones políticas, no es que alguna vez no haya estado inmerso en ellas, creo que a todos nos ha pasado, sabiéndolo o no; pero no veo la posibilidad de seguir en esto si en algún momento uno no puede plantearse esta situación de no ponerle añadiduras a ninguna proposición ética, sobre todo cuando se están jugando el bienestar de millones de personas y la vida de algunas personas también. Eso creo que es necesario tenerlo en cuenta.

Están las obras de muchos autores, sin compartirlas enteramente –porque para compartir algo enteramente uno se puso difícil ya, con la edad. La obra de Hannah Arendt en ese sentido me interesa, es una ética muy exigente. De Argentina, del siglo XX también se pueden mencionar algunos: José Ingenieros, sacándoles algunos aspectos muy cuestionables de momentos de su obra, pero, por ejemplo, la idea de “moral sin dogmas” es interesante. Algunas cositas de Alberdi –aunque hay tropiezos muy grandes en la obra de Alberdi–, la idea de “pueblo-mundo” es una idea que, si no concede demasiado a la globalización (que en Alberdi es así), es una buena forma de pensar los problemas de un país y no cerrarse en jactanciosidades fronteras para adentro. Es necesario en un mundo en guerra, cuando uno se expresa contra la guerra de Irak, saber decirlo con mucha precisión, decir un “no” que sea verosímil y fundamentado. Me parece que toda sociedad vive ese tipo de situación. Es lo mismo del “que se vayan todos”, es esa ética profunda. En mi caso, yo diría, a diferencia de una intervención ingenua al “que se vayan todos”, resolvamos ya. Pero si se van todos y lo dije yo y me miran a mí para que reponga todo, ¿cómo me esquivo del riesgo de proponer todo lo que yo dije que tenía que irse? Ese grito me sigue pareciendo interesante, es una ética casi absoluta. Pero también creo que necesitamos protegernos de eso que nos inspira.