El estudio estaba en un edificio viejo, Salta 226. Pasaba después de la escuela: el largo corredor entre el ascensor y la oficina, la Cindor y el pebete de jamón y queso del bar de la esquina con Alsina, las pilas de expedientes con olor a papel trabajado y el tableteo permanente de la máquina de escribir de fondo.
Mi abuelo deambulaba frente al escritorio de la secretaria. Manos tomadas a la espalda, dictaba en voz alta algún escrito judicial. Borrador que él leía y corregía para que ella arremetiera a pasarlo sin errores. Original en papel romaní con renglones y copias con papel carbónico negro. Cómo hacía esa mujer para teclear tan rápido y sin equivocarse fue algo que entendí años más tarde durante mi paso por las Academias Pitman.
Abuelo abogado, mamá abogada. Mandato familiar, destino sellado. No elegí estudiar Derecho. Pero sí elegí ser laboralista. Durante mi adolescencia, en el Nacional Buenos Aires de los años setenta, admiraba, a los abogados de la CGT de los Argentinos y también, mucho, a Rodolfo Walsh. No conocía entonces las palabras ni el concepto de lo que quería ser “cuando fuera grande”; lo terminé de entender cuando finalmente lo fui. Ni estrella de rock ni nueve de Boca: intelectual orgánico del movimiento obrero, por decirlo en términos gramscianos.
Menos decidido a ser abogado que a ser laboralista fue que ingresé en la Facultad de Derecho. Plena dictadura. Además de Derecho Laboral no recuerdo si hubo alguna otra materia en la facultad que me haya interesado: probablemente el marcador haya sido 27 a 1, o 1 a 27, según se mire.
Circulaba por entonces un chiste que decía que, si dejabas un ladrillo apoyado en las escalinatas de la facultad, al cabo de algunos años tendrías un abogado. Porque no era tan difícil recibirse como en otras carreras, digamos, científicas: Medicina, Ingeniería o Exactas. Otro chiste decía que no obtenías un título, sino una patente de corso.
Bromas aparte, no me parece tan complicado ser abogado. Ni tampoco y ni siquiera ser especialista en Derecho del Trabajo. Sólo hace falta ser estudioso. Pero ser laboralista es otra cosa y no tiene nada que ver con los libros. Me fastidio cuando veo que en los medios (que todo lo vulgarizan, por definición) se presenta a algún abogado patronal, pongamos por caso Funes de Rioja, como “laboralista”, cuando se trata exactamente de lo contrario.
Uno puede decir que tiene el orgullo y el privilegio de ser laboralista. De ganarse la vida defendiendo trabajadores. De ejercer la profesión de un modo apasionante y que le da sentido. Se trata, también, de entender qué significa la organización sindical, de considerar siempre primero lo colectivo y recién después lo individual. Recuerdo algo que me dijo una dirigente cubana, cuando visité la isla hace más de treinta años y había varios productos que no se conseguían, chocolate, por ejemplo: que ella no quería consumir chocolate hasta tanto todos los cubanos no estuvieran en condiciones de hacerlo.
Entiendo que hoy en día lo individual está en alza y que aquella idea con la que uno se ha formado aparece como en desuso o por lo menos en declive. No me disuade, sin embargo. No me mueve un milímetro de lo que sigo pensando, ni del lugar en el que estoy parado en el mundo de las relaciones del trabajo.
“Lo que no le perdono a Perón es que ahora el negrito que viene a pelear por su salario se atreve a mirarnos a los ojos”, dicen que así decía Patrón Costas. Como si fuera una respuesta, en uno de los sindicatos que frecuento hay un cartelito con esta frase: “El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan”. El sindicato es peronista, pero la frase es de Marx.
Esta columna se trata, entonces, de esta puja que constituye el mundo del trabajo. De los saberes acumulados en el oficio: cuarenta años de abogado laboralista y algunas historias para contar.