El presente que tocó atravesar estos meses amerita un esfuerzo de acción y pensamiento colectivo. Una crisis económica pudo haber sido el desencadenante de la derrota electoral de fuerzas de corte emancipatorio, pero también política y social, por ende cultural. No es que haga falta a la sociedad argentina las estadísticas, los números, para comprender el desguace y la depresión en la que ha entrado nuestro país.
Solo para evidenciar el incremento brutal de la penuria y el saqueo: podemos citar –en el plano de la vida diaria de los argentinos– el avance de la pobreza por ingresos, los índices de desocupación, trabajo pésimamente pago (sea formal, informal, precario o intermitente) sumado a los impactos de la reforma laboral incluida en la Ley Bases, y la retracción de subsidios que aplican a la economía de una canasta digna para las mayorías de la población, ya sea en lo que hace al gasto alimentario, educativo, energético, de salud y transporte, como de consumos de cultura y comunicación. Mientras, en el plano del saqueo estructural la avanzada se despliega sobre recursos soberanos: naturales y energéticos, tierras, y propiedades del Estado que se entregan con una velocidad inusitada para privatizar en nombre de la “transformación” de la Nación y enriquecer a un sector cada vez más pequeño de la población. Pero esta crisis no es solo económica sino también política, como bien escribía Martín Hourest, “no es un cataclismo climático ni sanitario lo que vivimos; son decisiones que tienen responsables políticos. Esta forma de producir y distribuir la riqueza está en crisis terminal y plantea como futuro inexorable: trabajo heterogéneo y barato, extinción de clases medias, destrucción de bienes públicos y saqueo de recursos naturales”.
Esta responsabilidad política tiene de correlato una primera cuestión: el 56% del electorado nacional ha avalado a este Gobierno y sus alianzas con el PRO o la UCR con su voto, lo cual lo hace portador de conciencia sobre esta “transformación” y este ansiado “cambio” político. Y en tanto tal, no podemos negar, hay un tipo de forma vincular que nuestra sociedad inauguró en las urnas hace un año pero que viene construyendo hace un tiempo en base a intereses individuales muchas veces mezquinos y en desmedro del “otro” o de cualquier instancia de construcción comunitaria. Una crisis social que se incrementa en desconfianza, en aislamiento y superficialidad; un cualunquismo que muchas veces hemos explicado con los impactos de la revolución tecnológica o la política massmedia o el correlato de ambos en la comunicación en redes sociales; pero que aquí nos interesará repensar colectivamente en tanto su adherencia social a lógicas y discursos predatorios –la concurrencia al lenguaje de Milei. como ejemplo. cuando dice querer “ponerle el clavo al ataúd del kirchnerismo y Kicillof”– de corte totalitarios y por ende antiemancipadoras, destituyentes de las fuerzas colectivas que se oponen al fascismo, y negadoras o cínicas de lo sufriente social; por el contrario, instituyentes y consagratorias de la violencia del que oprime, que no es ni más ni menos que la fuerza de quienes perpetúan el saqueo antedicho y su propia sojuzgación.
Deberemos hacer un esfuerzo por comprender que el aporte político no puede reconstituirse sin antes registrar y reflexionar sobre el nuevo estado de situación de la superficie social que compartimos, su grado de descomposición, las características de reemplazos, las pulsiones deseantes de este presente. Hoy, más que estallar en las estructuras, implosionan las prácticas. El terreno de la acción social se estructura más en el plano de las afectividades (lo que en muchos casos se da en llamar “economía libidinal”) que en el de la institucionalidad. Esto no quiere decir de ninguna manera que no se reconozca el plano de la injusticia social desde la economía y la relación capital-trabajo. Muy por el contrario, debemos comprender el nuevo diagnóstico de la guerra molecular que el Capital ha planteado a la sociedad, la serie de operativos que en base a la propaganda ha enmudecido los enunciados de la emancipación culpando a las víctimas. Deberemos poder articular ese poder de la propiedad con la lucha en el día a día por la existencia, lo que implica que en cualquier planteo de construcción política se necesite más de una fenomenología de comportamientos concretos, sentimientos acumulados, y dramas no contabilizados que de una narrativa significante o identitaria para aportar a la conformación de la representación político-social.
En este campo de batalla nos encontramos. Creemos que es saludable, que hace falta unirnos y plantearnos colectiva y autónomamente qué hacer. Creemos también que hay una responsabilidad política con nuestro tiempo, tanto de clarificar colectivamente cuestiones, como de transferir intrageneracionalmente saberes experienciales, como de actuar ética y políticamente en este tiempo. En principio porque consideramos que la época, el mercado, el pacto de la Política con el Capital, lo que necesita es de nuestra inacción, de nuestra soledad y apatía: nos quieren solos, inermes, frustrados y doblegados.
Este pacto de la Política con el Capital es, en el presente, de tal envergadura que, por otro lado, las fuerzas en términos de aquella organización de fines de los noventa o inicios de siglo de las que pudimos ser parte algunos de los que hoy estamos aquí –como las del FreNaPo o la resistencia universitaria al ajuste presupuestario de las universidades que llevó a la renuncia de López Murphy o la organización piquetera y gremial articulada en todo el territorio nacional– han desperdigado su vigor. Muchas son las causas de ese declive: tecnológicas, sociales, económicas y políticas. Pero a algunas cuesta mucho mirarlas cara a cara, porque al fin y al cabo implica observar que nuestras propias organizaciones intermedias son un obstáculo para la discusión y la acción, más que un medio conducente y organizativo de la renovación y el crecimiento de las fuerzas emancipadoras y comunitarias. Lógicas de sumisión y de obediencia, poca empatía con la propia militancia, procedimientos del aparato y burocracias basadas en jerarquías y grados de la política han dejado saldo deudor, sabor a poco. Pero, ante la incapacidad de esas estructuras –sea de establecer un verdadero debate estructurante o de llamarnos a la tarea en términos más transversales–, callamos o dejamos hacer. La consolidación del silencio nos aleja de la acción, de las verdaderas víctimas de estos tiempos y de las causas justas por las que queremos luchar. Y el “dejar hacer” sin discusión, intuimos, puede terminar de encerrarnos en el lugar de tropa o de espectador, de decisiones inconducentes, trampas que intentamos esquivar.
Uno de los planos de discusión, entonces, podría remitir a saber si esas orgánicas –sindicales, partidarias, comunitarias– ampliarán su convocatoria a instancias de agregación social más allá de sus reivindicaciones sectoriales para discutir umbrales más transversales de justicia social. Una pregunta lícita pero cómoda. Nadie puede ocultar a esta altura la certidumbre sobre la inutilidad de esperar tal llamamiento orgánico: nadie nos llamará para nada que no sea un acto. Pero otro plano, que quizás resulte de la productividad especular de este primero, y que hace a la reflexión sobre la militancia misma, es por qué deberíamos nosotros sentarnos a esperar una convocatoria a nuestra medida, en lugar de recrearla. La militancia popular de corte peronista y movimientista, y en honor a la tradición que narra, tiene siempre una potencia a la que volver: saber reconocer el valor de la autonomía ante situaciones de decadencia.
Como hijos del 2001 que quizás nos acercábamos a un sindicato o a la Universidad o a alguna organización –territorial, barrial, cultural, deportiva– como una forma de acercarnos a nuestra clase –afiliados directos, estudiantes, motoqueros, universitarios, artistas, escritores, murgueros, putas, poetas, HIJOS–, supimos a tiempo que la “clase trabajadora” ya no tenía las características de la gesta popular de los años 40 ni las estructuraciones de la organización política de los 70, pero sin embargo se volvía a reorganizar y recuperar discusiones, establecer músculo político desde abajo y con formas inaugurales. Hoy –como en aquel momento– ese saber no es poca cosa: pensar la acción política en una sociedad que no es la misma que atravesó la crisis del 2001 ni los festejos del bicentenario, tener la capacidad de deshacernos de las idealizaciones consecuentes y desandar las estructuras institucionales para desarrollarlo es un potencial punto de partida. Aquellas temporalidades, tanto en su versión de crisis como de reafirmación nacional, tienen una ruptura con este presente: las formas estructurales y organizativas de la sociedad se han erosionado en gran parte de las prácticas, la forma de habitar el aula, el trabajo, la familia, el barrio, no son bajo ningún punto de vista las mismas. Y también tienen una continuidad: las formas políticas –estructuras partidarias, sociales, dinámicas internas– han vuelto a quedar muy alejadas de los sentimientos y las demandas populares.
Hoy, celebramos nuestra opción de militar. Nuestra reafirmación por la justicia. Abrimos el espacio conversacional como homenaje a las militancias de todos los tiempos. Quizás los que nos convocamos acá no seamos el prototipo de la MILITANCIA en términos de las figuraciones del SOLDADO, sino más bien las que remiten a las imágenes del SOLDADOR. Somos militantes que operan por fuera de la lógica del aparato, tenemos tendencia a producir de manera diferencial, y tampoco tenemos demasiados problemas a la hora de encuadrarnos ni de bajarnos de las estructuraciones. Tanto para realizar este tipo de aporte, como para pensar en llamar a compañeros que hoy por hoy no están participando en las estructuras convencionales, nuestra situación es privilegiada.
Hemos aportado todos de las maneras más diversas y creativas a los procesos convocantes que nos comprometieran con el bienestar colectivo. Nos hemos cruzado en marchas, bares, charlado sobre otros conocidos, reído de los que quedaron entrampados en la lógica del carguito, escrito miles de palabras en busca de algo que nos ayude colectivamente a construir en un futuro una forma de hacer política que comulgue con las mejores tradiciones de nuestro pasado. Hoy, el acto de memoria y conversación parece más lícito que en cualquier otro momento. También el espacio para lo fraterno, lo interpersonal y lo interviniente. Porque no se esgrime como una memoria ingenua o desentendida de lo que nos ha pasado, sino más bien como el ejercicio de responsabilidad política que necesitamos para dejar de discutir con el televisor, para pensar colectivamente sin caer en un diagnóstico crónico de la derrota, para asumir las acciones políticas que exige este tiempo incluso a coste de reconocer la precariedad de las mismas.
Acá estamos y no es poco. Soldar significa unir de forma sólida. Las heridas que nos causamos, como los huesos, también pueden soldarse. Trabajemos, unámonos para la tarea, cuidémonos, llamémonos y caminemos juntos hacia el mundo fraterno que soñaban nuestros compañeros rumbo a Ezeiza en el 73, rumbo a la Marcha Obrera del 82 o a la Marcha Federal del 94, nuestros propios sueños rumbo a la Plaza del 2001 o a la ESMA en 2004… La fuerza está en nosotros.