Argentina, 2024, y el mercado ha llegado finalmente a hacerse de las riendas del Estado a cara destapada. La situación que esta contingencia abre es sencilla: las intenciones son de exterminio social; las formas, de guerrilla espectacular.

La importancia que le concedemos al artífice/protagonista de esta tarea, así como a cualquier otro empleado –solo o en grupo– del gran empresariado y del capital financiero que pudiese hacer pie en la política argentina es, por el momento, proporcionalmente inversa a la multiplicación incansable de su rostro en las redes extractivistas de la discursividad social. Creemos que solo así es posible llevar adelante algún intento de reflexión sobre las formas de sumisión que se pretenden instalar en estas tierras.

La escalada de sentido destituyente –“esto no es un país”, “esto no es una sociedad”, que termina habilitando el tan temido sentido de “estos no son hombres y mujeres”– ha comenzado su andar hace varios años, y para los que suscribimos no se explica linealmente ni por la ya demasiado mentada “crisis de representación democrática”, ni mucho menos por la apertura de una “revolución pos-alberdista”. Ni la proliferación de lecturas seudoconceptuales –que se esfuerzan por “clarificar” los sentidos “correctos” de términos de los más variados, de “libertad” a “hegemonía”, de “casta” a “fascismo”– ni los ejercicios de sobrelecturas históricas tiradas de los pelos –que entreveran siglos, procesos sociales y personajes políticos como plafón de supuestas “novedades” y “revoluciones”– nos parecen convincentes o mínimamente orientadores para comprender algo que no sea la vana vocación augural de sus autores.

A este orden de acumulación no le importa el sufrimiento de las mayorías argentinas. No necesita reinterpretarlo: apenas desliza un “aguanten”, un “hagan un sacrificio” y sigue en su tarea. Lo novedoso quizás no sea tanto ese programa negador del padecimiento masivo impulsado por el capital –un sistemático negacionismo del costado trágico de lo vital y de los saberes, de las experiencias y de las prácticas de producción de sociedad– como lo disponible argentino a co-sentir sus intenciones y consentir sus perversidades, asimilar sus perforaciones de crueldad y repetir de manera boba su verba desbocada, a la par de la admiración babeante de lo que aún es conocido como periodismo.

¿Novedoso? Dirán, no tanto. Hay una historia de la subjetividad de derecha en Argentina. Con solo rememorar las expresivas masas “libertadoras” del 55, de los mutismos del 76, de las plumas “democráticas” del 83 y de las indignaciones variopintas que fueron creciendo desde los ahorristas de 2001 a la quema de barbijos escenificada en 2020 por estas latitudes, no nos asombraría el desencadenante de hambre y recesión. A esta altura de la historia la operación se vuelve obvia: cuando –dirigiéndose a los sujetos del trabajo– los poderes fácticos del capital publicitan “libertad”, promueven esclavitud; cuando exigen “paz social”, anuncian guerra irrestricta; cuando cacarean “experiencia”, esta se abre paso a condición de nulidad, parálisis y quietud traumática. Como sea, testimoniar una vez más no nos daña.

El correlato de este modus operandi puesto una vez más en marcha es que los hombres y mujeres de esta tierra, como de cualquier otra, multitudes, dejan de ser enunciativos y (en buena medida) efectivamente humanos: así es que hoy nuevas creatividades proposicionales –los orcos, los zombies– hacen cuerpo con epítetos de una brutalidad atávica llamativa –del mogólico y la burra a la ceguera pretendidamente vergonzante del no la ven, pasando por el alucinado macartismo que todo rojo pretende que existe frente suyo–, siempre de la mano del sarcasmo y la ironía aparentemente imprescindibles en el ejercicio de existir y producir efectos en la esfera mediática.

Entendemos que allí, en la sobreactuación de un lenguaje atorado en una reactividad siempre indignada e insatisfecha, en la cristalización del resentimiento y su limitado repertorio de muecas torpes y pasiones tristes, es donde quedó suspendida la memoria de la carga violenta que nos arrastra a este lugar del que cada vez cuesta más volver. Una vez más, somos la Argentina que ha dejado de reconocerse como sociedad. Nos fuimos en carga negativa, verbal. Nos zarpamos. Ahora, como en una mañana de resaca, nos están llevando puestos y bueno, hay culpa, hay deuda, hay dolor, hay hambre y hay tragedia. Todos estamos derrotados.

A pocos meses del desenlace electoral, los que creen que han ganado –en poder, en racionalidad, en consumo– apagan el televisor y no saben cómo desembarazarse de ese llamado diario a la violencia como fundamento del lazo social. Los que bancan el fundamentalismo seudoeconomicista manotean tecnicismos huecos y repiten como loros la falacia del “sacrificio” para que el país salga a flote; hoy están tan expropiados como la mayoría absoluta de los integrantes de esta sociedad de su capacidad de intervenir sobre lo que les concierne –su propia subsistencia– y sobre lo que los somete a la dictadura del régimen de la propiedad privada.

La época abierta por la vocación libertarista se ha inaugurado dictatorial, ya que vino a censurar y reprimir la memoria sobre el verdadero origen de la propiedad en cuestión: Argentina era nuestra. Ya no lo será, puesto que, según el capital concentrado y sus predicadores, ni su tierra, ni su energía, ni el excedente de su productividad nos pertenece. Ahora bien, esta última es una verdad que, contra todos los males de este mundo, incuba dentro de sí una eventualidad insoslayable: puede volver a serlo. Esto es: en la medida que la ilusión le gane al cálculo, que lo común se vertebre en términos materiales frente a la expoliación a gran escala, que la imaginería criolla no se esterilice en un sueño ruin y probadamente fracasado.

En esta coyuntura, el cuerpo y la sangre –que hierve y se congela, fluye, merma– son un milagro. Mientras intentamos nuestro poder-decir, buscamos una forma de enhebrar el reconocimiento recíproco; soportamos y afrontamos el desquicio, hacemos el ejercicio de pensar el nuevo orden con un sistema ético en espejo, para disputar el terreno y las propias reglas de un partido que está para cualquiera de los lados.

Para nosotros todavía Argentina todavía es (nuestra).