¿Qué nos pasa a los argentinos? ¿Qué nos pasó, qué nos pasaba? ¿Cuándo fue que nos dimos cuenta, realmente cuenta, de eso, o sea, de lo que (nos) estaba pasando?

Por cierto que no todos a la vez. Algunos lo supieron enseguida. Cuando, el 24 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh escribió su Carta Abierta a la Junta Militar, una pequeña obra maestra con un cierre extraordinario –“sin la esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que he asumido hace tiempo, de dar testimonio en los momentos difíciles”–, tenía todo muy claro. Cómo funcionaba la represión, cómo se vinculaba con la miseria planificada y todo lo demás.

La mayoría no lo supo o no lo quiso saber hasta mucho tiempo después, hasta que no tuvo más remedio que saberlo: recuerdo, por ejemplo, el show del horror con que se complació buena parte del periodismo durante los primeros dos años del gobierno de Alfonsín: competían para ver quién contaba los actos represivos más atroces.

Pero antes habían saludado a la dictadura y la habían acompañado: recuerdo también, en plena represión, una nota de la revista Gente –dirigida por Chiche Gelblung–, en la que se hacía un reportaje a una detenida desaparecida, Thelma Jara de Cabezas, a quien sus torturadores habían obligado a desmentir su condición de tal. La sacaron del chupadero para ese reportaje y luego la volvieron a llevar. Gente lo hizo, y no creo que tenga perdón.

Y una buena parte de la sociedad –no me gustaría decir la mayor parte, pero tampoco me animaría a negarlo– daba su apoyo a los asesinos que habían tomado el Estado por asalto. Un apoyo más o menos culpable o más o menos inocente, cada uno sabrá, pero apoyo al fin, en general bajo la justificación de que aquello, vale decir el gobierno anterior, no se aguantaba más. Pobre, cobarde justificación, que está presente en el apoyo a todos cuantos prometen poner orden a cualquier precio, se hagan del gobierno o no, por medio de elecciones o no. Sobran los ejemplos históricos y actuales; no los aburriré con esa enumeración. Hace poco, un amigo me contaba una anécdota situada en la primavera de 1976. Había ido a almorzar a un restaurante con su familia y se encontró con que allí estaba también Videla con la suya. Y que, al retirarse Videla después de comer, la mayoría de los comensales estalló en un aplauso espontáneo…

Pero volvamos a cuándo y cómo uno se dio cuenta. No es tan fácil de establecer, y no fue una revelación de un solo momento, de un día para otro. La primera dificultad proviene del hecho de que, ante un fenómeno nuevo, uno tiende a identificarlo con situaciones ya vividas, que son las únicas que conoce. Más claro: uno creía, cuando comenzó la dictadura del 76, que era una más. Quiero decir, una más parecida a las que ya conocíamos. Pensábamos que, si te detenían por estar haciendo una pintada, pongamos por caso, a lo sumo un par de sopapos y una noche en la comisaría, antes de que papá o mamá o un boga amigo vinieran a buscarte. No fue así, y al principio no sabíamos que estaba siendo algo tan completamente diferente.  Entonces, otra vez, darse cuenta de la dimensión de la represión… ¿cuándo y cómo fue?

¿Cuando habían llevado detenida a una compañera del colegio secundario y pasaban los días y los días y no se sabía, nadie sabía, dónde era que estaba detenida?

¿O cuando estaba haciendo la instrucción en el BIM 3 y se sabía –no sé cómo lo sabíamos, todos los colimbas, porque nunca los vimos y acaso eso era lo peor, pero todos sabíamos– que en cierta parte del cuartel había detenidos?

Quizá fue luego, durante 1978, en el Edificio Libertad, en una ominosa comprobación que se fue abriendo paso de a poco en mi conciencia, no queriendo primero aceptarlo y rindiéndome luego, despacio, ante la evidencia, cuando veía salir, cada tanto, a oficiales y zumbos pero también a colimbas, en camionetas, a patrullar, vestidos de civil. Nunca nos animamos a preguntarles a esos colimbas, compañeros nuestros, en qué consistían esas benditas patrullas y por qué diablos iban vestidos de civil; pero, si no eran grupos de tareas, no sé qué otra cosa podrían haber sido.

Es así: de a poco se va construyendo el convencimiento del horror y asimilando la trabajosa idea de que ese horror es posible y que está ocurriendo aquí y ahora –allí y entonces. Para esa tarde de 1979, cuando mi amigo Juan Pablo me tomó del brazo en un pasillo de la Facultad de Derecho y me dijo “hay campos de concentración en la Argentina”, citando el caso de un cura que había sido liberado de uno de ellos y le había contado la historia a su padre y exdiputado demócrata cristiano, estaba perfectamente preparado para escucharlo y no me sorprendió ni un poco. Lo estaba temiendo, lo estaba esperando.

Pesadilla de la que uno no conseguía despertar, no era, por lo tanto y lamentablemente, un sueño: tener pleno conocimiento de que algo atroz estaba sucediendo y continuaría haciéndolo y que la mayoría silenciosa no te diera crédito.

Se hablaba mucho de la “campaña antiargentina” que estarían fomentando los medios de prensa extranjeros. Cuando la Comisión de Derechos Humanos de la OEA visitó el país en 1979, coincidiendo con el Mundial Juvenil de Japón (nos quedábamos despiertos hasta la madrugada para ver a ese gran equipo campeón de Maradona y de Ramón Díaz), mal momento para venir, Comisión, falta de timing, muchos automovilistas, comerciantes, kiosqueros, colectiveros, taxistas ni hablar, gente del común, muchos de ellos, muchos más de los que uno podía soportar, exhibían orgullosos una calcomanía con una leyenda que decía “Los argentinos somos derechos y humanos”, ingeniosa respuesta de algún publicista de la dictadura.

Contemplar esa leyenda me sumía en la desesperación y en la vergüenza. Mis compatriotas… Pensaba: ¡Somos pocos pero no locos! Pensaba: ¡Los locos no somos nosotros, son ustedes!

Pero, naturalmente, pensaba en minoría y, la mayor parte del tiempo, en silencio.

Digresión: otra leyenda que, en esos años, en forma de calcomanía, recuerdo, solía habitar la luneta de muchos autos, decía “Achicar el Estado es agrandar la Nación”. Los publicistas de la dictadura, vuelvo a reconocer, ingeniosos, querían convencernos de que la madre de todos los males no eran ellos, esa pandilla de torturadores y asesinos que nos gobernaba, sino la mucha cantidad de empleados públicos. No les bastaba con haber tomado el poder a sangre y fuego, querían nuestras conciencias también. Esto último, creo, no lo lograron entonces. No tanto como hoy en día, por lo menos, cuando, para instilar semejante discurso, no veo que haya hecho falta ni sangre ni fuego. Sí, acaso, una buena dosis de TikTok.

Vuelvo: luego fue pasando el tiempo, como siempre pasa, luego terminó la dictadura, luego vino el Juicio a las Juntas y todo lo demás y, en algún momento, la conciencia de que lo que nos había ocurrido no era otra cosa que terrorismo de Estado se hizo, sino unánime, por lo menos mayoritaria. Uno creía que incuestionable. Uno creía que nadie jamás podría ya reivindicar aquello, y que, si lo hiciera, iba a ser repudiado por la gran mayoría de la sociedad, y nunca, jamás de los jamases, podría haber ganado una elección presidencial. Uno creía que ni en la puta vida…