El pasado 6 de junio, en Tartagal, Salta, a los 72 años y a causa del Covid-19, falleció Francisco Pérez, maestro, referente y vocero de la comunidad wichí, fundador y coordinador de la asociación Lhaka Honhat (Nuestra Tierra) e histórico luchador por los derechos y la cultura de los pueblos originarios en Argentina. Como homenaje, traemos esta crónica escrita al inicio de la pandemia, pero que reconstruye algunas de las tramas de recuerdos, consideraciones sobre el pasado y el presente de las comunidades del monte salteño, y la indeclinable vocación de defensa, reivindicación y pelea por la dignidad de las comunidades indígenas y campesinas que expresó Francisco Pérez.

El hacha golpea el árbol elegido y abre su tronco hueco. Los golpes suenan en el monte chaqueño con eco. Un hombre wichí y su hijo de trece años hacen una fogata. Van sacando palos del fuego, los apagan y los apoyan, humeantes, en la boca de la colmena silvestre alojada dentro del tronco. Las abejas se aturden, y el padre y el hijo se entusiasman con la miel que están por cosechar. La miel es importante en la dieta de los wichí y es muy valorada por la familia que la espera en la comunidad. Aquí el coronavirus asusta y mata, pero el monte sigue siendo símbolo de protección.

El pueblo Wichí es un pueblo cazador, recolector y pescador, que necesita grandes extensiones de territorio para subsistir. Su forma de vida tradicional es muy vulnerable porque necesita que se reproduzca todo el ecosistema de bosque chaqueño. Los nueve niños y niñas muertos en los primeros sesenta días de 2020 son el punto más alto del ataque a su forma de vida. Las condiciones de salud de esta población, en los departamentos Rivadavia y San Martín, son el mayor peligro frente a la pandemia.

Un disparo de carabina sonó a 80 metros. “Andate de acá, mataco de mierda, esta tierra es mía, si te vuelvo a ver, te cago a tiro’”, grita el criollo. El padre habla en un wichí urgente a su hijo, que sale corriendo por la senda por donde vinieron. El padre recoge su hacha, su machete y su yica. No tiene más remedio que irse y dejar los panales. Mastica la injusticia y piensa que la miel –y la tierra– no debe ser de nadie.

Las sendas wichí (näyij) vinculan a las comunidades con los lugares de caza, recolección y esparcimiento, y condensan la cosmovisión de esta forma de vida amenazada.

En Santa Victoria Este, departamento Rivadavia, Salta, el empobrecimiento de los recursos del monte tiene que ver con la ocupación y el ganado de la población criolla, que llegó a principios del siglo XX. El sentido de propiedad privada de la tierra es ajeno a las culturas indígenas de esta zona. El ganado criollo destruye los cultivos de los wichí y los cercos que ellos pueden construir. Diezma los pastizales de los que se alimentan los animales silvestres que cazan los indígenas. En este contexto, la pandemia impacta de manera particular.

La senda negada

El territorio es un tejido de recorridos y relaciones. Las sendas wichí (näyij) son pequeños caminos en los que no cabe más que una bicicleta, que el monte rápidamente haría desaparecer si las comunidades no los usaran. Los han usado ancestralmente. Allí encuentran alimento, medicina, materiales de construcción y para artesanías. Allí aprenden y se divierten en familia. Cada comunidad accede a variados sitios de aprovechamiento, y cada sitio es aprovechado por varias comunidades. Las sendas wichí recorren el monte como una malla y su presencia constituye una de las evidencias en litigios legales de la pertenencia de un pueblo indígena a un territorio. La senda wichí condensa el destino de una forma de vida sabia y respetuosa, atacada por otra, la occidental, y como en las guerras tradicionales, los principales muertos son los niños y las niñas. Un genocidio silencioso, que nunca se detuvo.

El 2 de abril de 2020, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictaminó que el Estado argentino viola derechos a la identidad cultural, a la propiedad comunitaria, al medio ambiente sano, a la alimentación y al agua, en Santa Victoria Este, Salta. Este dictamen es, a la vez, reivindicación de derechos indígenas y denuncia de la desprotección y de la desventaja desde la que las comunidades deben enfrentar la pandemia.

El fallo responde al reclamo de la Asociación de Comunidades Lhaka Honhat (Nuestra Tierra) por 400 mil hectáreas, que fue formalizado en 1991. Luego de veintinueve años de marchas y contramarchas de los sucesivos gobiernos de la Provincia de Salta, la Corte condenó a Argentina a demarcar y otorgar un título único a nombre de las 132 comunidades involucradas, garantizar acceso a agua sana, recuperar recursos forestales, posibilitar acceso a “alimentación nutricional y culturalmente adecuada”, entre otros.

La lucha

“¿Y si el criollo saca un arma?”, dice Francisco frente al alambrado de un nuevo ocupante de tierra, a varios kilómetros de las comunidades. En la última década, se han dado intentos de ocupación por personas criollas que no son de la zona. Se escuchan las palas que golpean la tierra alrededor de los postes y la remueven. El alambrado cede y es levantado por un grupo de hombres wichí, mayormente jóvenes. Esta es una nueva modalidad de resistencia frente a las nuevas ocupaciones criollas. La Gendarmería podía llegar en cualquier momento. “¿Y si muere alguien?”, Francisco Pérez no oculta su temor, a pesar de los años de experiencia como dirigente. Como el niño que volvió por la senda con su padre y sin la miel, y como muchos wichí, conoce relatos sobre machetazos o disparos hechos por criollos. Esa memoria de Francisco se expresa en su estilo confrontativo de liderazgo, pero con su voz amable y baja.

Los wichí, acompañados por algunos criollos, resisten las nuevas ocupaciones y alambrados. Las familias criollas más antiguas en la zona también reclaman títulos de tierra y confluyen en algunas medidas de fuerza con la Asociación Lhaka Honhat. La acción, como esperaban, desató la llegada de dos efectivos de Gendarmería, acostumbrados a proceder como si se tratara de una propiedad privada, de una vulneración de sus límites. Inmediatamente, Francisco, presidente de Lhaka Honhat, explicó a los gendarmes la situación patrimonial de estas tierras y les mostró documentación. Francisco domina toda la historia legal y política del reclamo territorial. Explica a los gendarmes que la tierra que pisan no es privada, sino un lote fiscal reclamado por las comunidades, y que el conflicto con el Estado argentino está ante Tribunales Internacionales. Según los tratados incluidos en la Constitución Nacional, los indígenas tienen derecho a un territorio unificado, sin obstáculos en sus sendas tradicionales, debido a que los pueblos indígenas son “preexistentes” al Estado Nacional. Los criollos tienen derecho, por haber vivido allí más de veinte años, a una parcela apropiada para criar animales, que no entre en conflicto con el derecho indígena. Paradójicamente, en la zona se dice chaqueños a los pobladores criollos, no a los pueblos originarios.

Finalmente, los gendarmes informaron a sus autoridades, aceptaron los argumentos de los indígenas y se completó el retiro del alambrado pacíficamente.

Los pies en la tierra

La casa de Francisco Pérez, el líder wichí, en la comunidad de Cañaveral queda cerca del río Pilcomayo, en el municipio de Santa Victoria Este, al norte de la provincia de Salta. Yo acababa de llegar el domingo 29 de abril de 2012 desde Tartagal, la ciudad más cercana, que hoy es foco de coronavirus. La temporada de lluvia había terminado pero seguía lloviendo. El camino estaba cortado, así que no me esperaban en Santa Victoria. Pero el colectivo logró pasar de todas maneras. Cuando llueve, si se toma transporte, hay que llevar comida y agua porque el recorrido de seis horas puede extenderse hasta veinticuatro.

Estaba haciendo mi tesis en España y necesitaba entrevistar jóvenes wichí de comunidades del Chaco salteño para saber qué educación recibían. Quería saber cómo se forma una persona wichí de estas comunidades en el siglo XXI. Quería la aprobación de Francisco para hacer las entrevistas. Se considera que esa información pertenece a las comunidades. No tenía motivo, pero no dejaba de producirme ansiedad ese permiso y el reencuentro después de cinco años, cuando estuve trabajando en la zona.

Ese día, Francisco estaba de viaje en Tartagal. Encontré a Liliana, su esposa, fuegueando en el patio con dos de sus hijas. La mayoría de las tareas domésticas se hacen al aire libre, sobre la tierra calva, a la vista de la comunidad. Desde que hay registro, las casas se usan solo para dormir. En los últimos años, también para ver televisión. Los techos de los ranchos son de tierra, muy frescos: allí crece pasto. Es el único lugar del Chaco donde ocurre, porque allí las cabras no llegan y las vacas no se acercan.

Liliana se acordaba poco de mí. Frente a ella, volví a sentir esa experiencia que me ubicó –incluso posturalmente– en este territorio, la de hablar con una mujer wichí. Su voz muy baja, susurrante, en un wichí sin concesiones al castellano, diferente de los hombres, que intentan hablar en la lengua del criollo.

La radio de una casa cercana crepitaba, el locutor leía los mensajes rurales. Liliana tejía un gran paño de chaguar. El mes que viene llega la mujer de Buenos Aires que compra artesanía a mejor precio que los criollos locales o los visitantes. Doscientos pesos (45 dólares) por un manto de 40 centímetros por 40 centímetros, que le lleva tres meses confeccionar. La fundación Silataj es una de las organizaciones que trabaja con la idea del comercio justo. La última vez que vinieron fue hace cuatro meses. Hoy, con la pandemia, no se puede vender ninguna de las artesanías que hacen los wichí.

Una de las hijas de Francisco y Liliana, Cristina, es tutora intercultural en la escuela, un programa del Instituto de Asuntos Indígenas. No sabía que existía esa figura. Hay seis tutores de primaria y secundaria para todas las escuelas en las comunidades de Santa Victoria. Ella trabaja con los libros en lengua wichí que hicimos hace años, en 2006, desde la Fundación Asociana: Ojcha t’iwokoy (Papá va a pescar), Oko lechumet (El trabajo de mi mamá), y otros. Fueron tres años cruciales de mi vida.

Mientras conversaba con ellas, apareció José Pedro, un hombre mayor de la comunidad de San Luis que estaba de paso. Se apoyó en uno de los postes del cobertizo y colgó sus brazos del tirante. Se acordó de mí. Charlamos un rato sobre mi visita. La charla era en wichí, pero en un momento cambió clara y abruptamente al castellano y me preguntó: “¿qué novedades hay sobre (el proceso de) tierras?”. El castellano es la lengua del conquistador, pero también es la lengua del reclamo. Para los wichí son ajenos el castellano y el poder de decisión sobre cuestiones vitales.

Me fui alegrando a medida que caminaba la comunidad y lograba hablar con la gente. Recién entonces me di cuenta de mis expectativas y ansiedades sobre esta vuelta al Pilcomayo.

Cuando llegó Francisco de viaje, entrevistaba a su hija y no pude evitar sentir incomodidad. Hubiera preferido que él estuviera avisado, no solo por la importancia de Francisco como dirigente, sino por mostrar respeto a la gente a través de él.

Francisco es un corpulento hombre wichí, de abdomen prominente y cabello entrecano, en ese momento con 64 años. Es el único wichí que conozco con prótesis dentales. Al contrario de mis fantasmas, me saludó con un abrazo que fue un festejo. Estaba claro que no le habían dado el mensaje sobre mi visita. Inmediatamente pasó a relatarme de qué se trató la reunión en la que acababa de participar en Tartagal. Relatar a los visitantes lo que está pasando en las comunidades es una forma de hospitalidad que Francisco cultiva como una destreza de artesano. Comparte generosamente anécdotas, costumbres de la gente, o su aguda visión sobre la política indígena. Me recomendó que entreviste también a otro de sus hijos y me prestó una bicicleta para que yo use durante el mes y medio que estuve por la zona.

Desde fin de 2019, Cristina lleva adelante la radio de las comunidades, junto con otras dos jóvenes mujeres wichí y chorote. Un proyecto deseado por más de quince años. Hoy es una herramienta muy importante para la promoción de las lenguas y de la salud. Hace unos meses, Cristina me comentó con amargura sobre las muertes de bebés de principio de año: “la gente wichí se siente triste y preocupada. Son parte del avasallamiento de nuestro territorio. Sin territorio no somos nada. Por eso nos tratan así. Más allá del asistencialismo, el problema es que las decisiones no las toman las comunidades, sino que las toman afuera”. Desde la radio emiten los mensajes en wichí para cuidarse del Covid-19, pero saben que las comunidades no tienen alcohol, barbijos ni agua apropiada. Cristina señala que la situación de salud sigue igual, solo que aumentó la discriminación. “En el hospital local solo atienden emergencias; si uno tiene fiebre, la enfermera no quiere atender porque tienen miedo que sea el virus. Y ha habido muchos agentes sanitarios criollos que no entran a atender a las familias indígenas”, relata con indignación contenida.

“Coronavirus es un nombre científico que escuchamos, pero no sabemos cómo es”, dice por su parte Francisco. “Solo que es diferente de las enfermedades que conocemos. Nosotros lo asociamos con el cólera. En el municipio de Santa Victoria murieron cuatro personas, aquella vez. Alguien viajó a Villa Montes (Bolivia), se quedó en la comunidad Santa María y fallecieron dos personas. Únicamente podemos tener esperanza que no nos va a llegar”. El tiempo wichí se rige menos por el calendario o las noticias y más por la memoria. Elena Corvalán, periodista de Salta 12, señala que en las comunidades no hay casos de Covid-19, pero el temor y la atención es grande porque en Villa Montes hay comunidades wichí con infectados y el vínculo es fuerte. En Morillo, un pueblo sobre el río Bermejo, familias wichí decidieron retornar a vivir al monte por miedo al coronavirus. Aquí en el Pilcomayo no se observaron movimientos, pero el monte siempre simboliza un refugio para los wichí en todas las zonas.

La senda de muerte

Sentados, Francisco y yo, en su patio, vemos las casas cercanas. La gente no ha puesto empalizadas ni delimitaciones de ningún tipo, a diferencia de otras comunidades como Santa María, donde la nueva fisonomía del lugar me desorientó en esta última visita. La distancia social no es el problema para el cuidado frente al Covid-19 en las comunidades rurales. Tampoco hay superficies planas ni pasamanos en los que se pueda transmitir el virus.

Francisco me ofrece puré, “ochuyiu”, dice (tengo hambre). Yo digo “okofwa” (tengo frío) y me acerco al fuego. Su hija Cristina pone chorizos en la parrilla, y cuando están listos, Francisco me ofrece uno.

Alrededor nuestro correteaba, a los tumbos, un niño de unos quince meses que fue adoptado por Francisco. Casi la edad de la mayoría de los niños que murieron en enero y febrero de 2020.

“Yo tengo casi cincuenta nietos”, cuenta él. “Estamos sufriendo para ver cómo hacemos, uno de ellos casi fallece porque no estaba el padre (para conseguir alimento). Antes no pasaba tanto. Sí, todo el tiempo van y vienen epidemias de diarrea. Anoche (23 de marzo) murió otro chiquito en Santa María. No es que no tienen comida, sino que es solo de almacén, comida de criollo. Ahí uno se da cuenta que no estamos acostumbrados a comer comida de almacén. Mis nietos comen muy poca comida comprada, pero sí comen conejo, comida de antes. Lo que hace falta es los recursos naturales que comemos nosotros”.

Francisco me cuenta que hubo más casos de niños fallecidos que los publicados:

“Conozco uno de la comunidad Pozo el Toro que no salió en el diario. La madre tuvo problemas en el hospital de Santa Victoria porque no habla castellano y está sola. Salió del hospital y vino a mi casa. Estuvo unos días, el chico mejoró un poco y entonces se fue a Pozo del Toro, pero allá murió”.

Muchos tienen un pequeño cultivo familiar en medio del monte, pero las vacas rompen los cercos de palo que los wichí pueden construir. En muchas familias hay por lo menos un ingreso monetario –mayormente asignaciones sociales–, lo que permite comprar alimentos en el puesto del criollo. “Sí, hacen capacitaciones de comida, pero es peor todavía porque enseñan a comer comidas, sabores, que no tienen nada que ver con nosotros”, dice Francisco. Para él, y para muchos wichí, ahora hay alimentos, pero generan malnutrición porque no son culturalmente apropiados. La descomposición de la dieta wichí se da por un movimiento de pinzas: por un lado, los recursos del monte se empobrecen y hay que buscarlos cada vez más lejos. Por otro, acceden a alimentos industrializados, de contenido nutritivo desconocido para ellos. Los conocimientos sobre los alimentos son culturales y se demora generaciones en construirlos.

Pregunto a Francisco si la gente está dejando de ir al monte.

“Sí, se va al monte, pero no es como antes, dos días, tres días. Ahora no. Va por medio día. Por ejemplo, mi hijo está en el monte ahora, y es maestro bilingüe. No es por hambre, es porque a uno le gusta. Y uno quiere comer algo del monte. Antes había que salir porque, si no, no había qué comer. Pero en el monte antes había mucho, la gente vivía (del monte). Por eso, la tierra es importante para el futuro”.

El perro y el hambre

El niño que corretea en la casa de Francisco se llama Edgar. Edgar agarra un pedazo de chorizo de mi plato y lo come. Francisco juega con el niño, lo provoca. Entiendo a medias: “sos un…”, y el niño responde “no soy…”.

El niño fue inscripto en el registro civil como hijo de su abuelo, no me quedó claro por qué. La relación de muchos wichí con los documentos me ha dejado muchas veces perplejo. En ellos se sintetizan dos instituciones tan propias de nuestra civilización como ajenas y violentas contra las culturas tradicionales de muchos pueblos indígenas: la escritura y el Estado.

El niño es bisnieto de Cuco, el carpintero de la comunidad Santa María que, en 2004, cuando me instalé allí, hizo mi mesa, mis sillas y catre de tientos que dieciséis años después conservo. Cuco cortó tiras de cuero y las dejó en remojo para que se ablanden. Luego, ya blandas, las estiró y las clavó en las sillas. A la noche subió las sillas al techo del rancho para que se sequen allí, porque, de otra manera, los perros se hubieran comido el cuero mientras estuviera reblandecido. En los esqueléticos perros de los wichí, en ese signo desesperado de comer cuero, siempre vi las dramáticas condiciones de vida de sus dueños que me estallaban en la cara.

Pero en el patio de Francisco me ofrecen usenhay, una variedad nativa de zapallo. Caliente es delicioso, las semillas tienen mucho aceite. Me quedo pensando que yo les llevo pan para acompañar el mate, fideos o arroz, cosas que consumen mucho. Pero ellos me convidan algarroba, miel silvestre, anco. Pienso en la relación con unos y otros alimentos y en su calidad, en la degradación de su dieta y de su salud, y en el deseo de que una y otra se vuelvan a enriquecer, si les devolvieran la tierra y el monte se volviera a desarrollar.

Orgullo y prejuicio, la fórmula del genocidio

Aquel día de 2012, a principios de mayo, salí de mi hospedaje en el pueblo de Santa Victoria Este a averiguar por otra habitación, porque no me querían alquilar por más de veinte días. Venía el festival de Jorge Rojas y mucha gente iba a pagar por esos pocos días mucho más que yo en un mes y medio. Jorge Rojas, como el Chaqueño Palavecino, nació en la zona y sus festivales son muestras de orgullo criollo en territorio indígena.

Frente a mi hospedaje están armando “el cobro”. Así llaman a la feria que se monta una vez al mes los días de pago de las pensiones. La población de Santa Victoria se multiplica durante estos días: Puesteros que vienen de las ciudades cercanas se instalan junto al lugar de pago. Puestos de comida, vestimenta, bazar, herramientas, televisión satelital y hasta concesionarios de motos de Tartagal. También ANSES monta allí una oficina al aire libre, con varios escritorios, computadoras y fotocopiadora. Muchas escuelas de las comunidades cierran porque los docentes se ausentan y transforman sus vehículos en remis para familias enteras de wichí que vienen a cobrar.

En el año 2008, cuando en el resto del país se hacía importante la Asignación Universal por Hijo, aquí niñas, niños y jóvenes indígenas no cumplían con los requisitos para la renovación. La política social que tuvo impacto fueron las pensiones por discapacidad, a las que accedieron de forma masiva hasta los jóvenes ($11.124 a febrero de 2020). Esto hizo visible las dramáticas condiciones de salud de la población indígena: chagas, enfermedades respiratorias e infecciosas relacionadas con los animales.

Por un lado, la gente de las comunidades comenzó a comprar por primera vez motos y televisores, y regularmente alimentos y vestimenta. Tienen más movilidad para las reuniones y para llevar al pueblo la goma brea que cosechan. Pueden hacer aportes mensuales para la Asociación Lhaka Honhat.

Por otro lado, y con más nitidez en contexto de Covid-19, esto significa que poblaciones enteras son un grupo de riesgo. Es turbadora la realidad de que ser indígena signifique estar en riesgo de muerte. Bajo esta luz, toma real dimensión el fallo de la Corte Interamericana: los derechos violentados son derechos a la identidad cultural, a la propiedad comunitaria, al medio ambiente sano, al agua y a la alimentación nutricional y culturalmente apropiada.

La pandemia es, paradójicamente, oportunidad para que pueblos y organizaciones indígenas sufran y denuncien la profundización de los acostumbrados atropellos. El informe conjunto sobre Efectos Socioeconómicos y Culturales del COVID-19 en los Pueblos Indígenas en Argentina, presentado por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas y el CONICET, el viernes 14 de agosto de 2020, muestra un aumento del racismo, de la violencia institucional como en Fontana, Chaco, de la violencia de género como los casos de Margarita Mamaní en Tucumán, Moira Millán en Chubut, atropellos múltiples de los territorios, falta de conectividad, que ahora impide la tramitación del IFE, indígenas indocumentados, la falta de un modelo intercultural de salud, entre muchos otros.

Género, etnia y conflicto

La noche anterior fui al boliche bailable del pueblo. Son muchos y permanentes los relatos de los adultos que unen a los jóvenes wichí con el boliche, el alcohol y la violencia. Tenía interés de ver qué ocurría allí. Cuando llegué, me absorbió un grupo de hombres jóvenes wichí entre los que había algunos conocidos a quienes intentaba entrevistar. Me pidieron dinero para bebida, intentaron enseñarme palabras en wichí, e hicimos algunos comentarios sobre las mujeres de Buenos Aires y las mujeres wichí. El mayor de ellos, me llamó aparte y me ofreció a su hija de catorce años como mujer.

Al día siguiente, tenía la urgencia de pedir la opinión de Francisco sobre la propuesta de aquel hombre, y fui a su casa. Tenía que saber qué había significado aquello, tenía en la cabeza las peores historias que se escuchan en la zona, sobre prostitución, sobre corrupción de menores. Pero me daba pudor preguntarlo delante de las hijas de Francisco. Cuando quedamos solos con Francisco y Liliana, su esposa, le relaté el hecho, tratando de no valorarlo y sin dar nombres.

Liliana se reía pero Francisco, no.

—Lo que tenés que hacer es decirle que traiga a la chica, conocerla, conocer a la madre, conocer a la familia.

Francisco pasó a contarme un caso similar con un ingeniero, en la comunidad cercana de Padre Coll. Las hijas de Francisco preguntaron algo en wichí. La madre les respondió. Alcancé a entender la palabra atsinha (mujer). Todas se rieron con una risa ávida.

—¿Entonces se trata de un arreglo de matrimonio?
—Sí.
—¿Se acostumbra a hacer así?
—Sí, entre nosotros (wichí) también.

Es difícil de tragar, para la sensibilidad urbana cosmopolita y progre, un matrimonio acordado de una chica de catorce años, aunque Liliana usó la palabra atsinha (mujer). Pero las distancias culturales son tantas que es fácil equivocarse. Por ejemplo, hay que saber que tradicionalmente las jóvenes tienen permitida una etapa de experimentación sexual, que la iniciativa es casi siempre de la mujer, y que en los arreglos todas las partes deben aceptar. Pero dejo esa polémica para otro momento, y abro otra sobre la función política del matrimonio.

José Braunstein, referencia en antropología de pueblos chaqueños, escribió que en otros tiempos, para los wichí, como para otros pueblos indígenas, “buscar matrimonio lo más lejos posible” de la propia aldea permitía conjurar los potenciales conflictos con los potenciales enemigos. Sin embargo, las parejas con los criollos locales no suelen durar y dejan desamparados a hijos e hijas. Para que haya una alianza hacen falta dos partes.

La senda wichí

A la vuelta de una entrevista, la rueda de mi bicicleta parece pinchada. La casa de Francisco queda de camino a mi habitación en el pueblo. Él está en su casa y le pido elementos para reparar la pinchadura. Le dice unas palabras en wichí a su hijo adolescente, quien un momento después me trae un inflador, solución, parches y papel de lija. Francisco me da indicaciones varias veces y me quita de las manos la rueda para colocar la cámara sin arrugas. Desde chico armé mis bicicletas con mi padre y reparé muchas pinchaduras, pero reconozco la destreza de los wichí. Detectan los lugares precisos de las pinchaduras sin sumergir las cámaras infladas en agua. Acercan los labios para percibir los escapes de aire. Cuando termino con la bicicleta, me siento con ellos.

En esos días no había pescado debido a una obra hidráulica inconclusa denominada pantalón –por su forma de bifurcación– que interrumpía el cauce del Pilcomayo río abajo, a la altura de María Cristina, provincia de Formosa. Consistía en un canal para llevar agua a Paraguay y uno para Argentina. Por la desviación del río, los peces no podían subir. Es común escuchar de los wichí que hay poco pescado, pero esta vez no había nada. La palabra pantalón se escucha en el curso de las conversaciones wichí, como se ve flotar un tronco, distinguible del agua en el curso de un río. Como las palabras ingenio (azucarero), dios, papel, políticos, también pantalón es tomada del castellano porque señala una intervención en un aspecto central de la vida wichí. La organización, las relaciones y sobre todo la dieta de todas las comunidades ribereñas estaban atacadas por esta obra hidráulica.

En la casa de Francisco comemos pescado. Lo trajo un grupo de jóvenes de Santa María, río arriba. Lo pescaron en Formosa, más abajo de la interrupción del cauce del río, a 90 kilómetros de Santa Victoria. Viajaron de vuelta todo el día en varias motos, con el pescado a cuestas y tuvieron que pasar la noche en Cañaveral, debido a los caminos interrumpidos por la lluvia. Traían dos bolsas de papas llenas de pescado, que regalaron a Francisco, antes de que se ponga en mal estado. La senda wichí como forma de vida tradicional se actualiza con los recursos que las comunidades van adquiriendo. Busca rodear los obstáculos externos, aunque a veces no logre aprovechar el esfuerzo.

Desde el patio, Francisco levanta la voz y pregunta, a quienes están dentro de la casa, para qué es el agua que está hirviendo en el fuego. Estoy comiendo pescado bajo el cobertizo en una de las dos mesas pequeñas, los demás ya habían comido. Quedan tres pescados en la parrilla. Me estoy poniendo nervioso porque muchas abejas se posan en la mesa y me rondan. Francisco hace lavar la otra mesita y ponerla fuera del cobertizo. Se ve que no escuché algo que Liliana me dice, porque luego le dice a Francisco “iläthiyet’a” (no entiende), y Francisco dice “a veces”. Entonces me avisa que use la mesa limpia. Me ubico allí, junto a Francisco, frente al fuego, con la mesa para mí solo y en paz con las abejas.

“Los jóvenes wichí… no hay cambios”, me comenta Francisco. “Algunos quieren, sí, cambiarse (la forma de vida). Hay más borrachos, pero cuando no había vino, igual la gente tomaba (cerveza de) algarroba, la aloja. El cambio es que lo que está tomando es alcohol puro. Eso perjudica a la salud”.

La escena se va armando. La novedad es un anciano wichí de visita. Francisco le ofrece pescado. Le ponen sobre la falda un bol de acero con los dos que quedaban en la parrilla. El hombre quiere agarrar uno pero se quema. Todos reímos, yo soy más ruidoso. Francisco comenta mi risa: “ischeyej ahätäy” (se ríe el blanco).

El mate sigue dando vueltas. Para mí, es deliciosa la vida en la comunidad, y es sorprendente la amabilidad y la alegría de esta gente, en especial cuando hay pescado para compartir con todo el que pasa y saluda, pero, sobre todo, a pesar de que conviven con el hambre, las enfermedades y la muerte.

***

En agosto de 2020 se declaró la circulación comunitaria de Covid-19 en las comunidades de Santa Victoria, casi simultáneamente con los primeros casos declarados positivos. Ese salto solo es posible por la ausencia completa de sistema de salud apropiado, y por lo tanto de testeos y medidas epidemiológicas. El 16 de agosto dio positivo una mujer de Misión La Paz, el primer caso en las comunidades. El 19 se decretó la circulación comunitaria y la vuelta a Fase 1, debido a que se sospecha que nueve agentes de salud de Salta se contagiaron en Santa Victoria, mientras realizaban un operativo sociosanitario. El 24 de agosto murió un bebé de nueve meses con Covid-19. El 27 de agosto FM Pilcomayo informaba 29 casos confirmados y 100 personas aisladas, y el Gerente del Hospital de Santa Victoria señalaba al aire que el Hospital de Tartagal está colapsado y responsabilizó a población de la situación. “Los criollos dicen que son los originarios quienes trajeron la enfermedad”, se queja Cristina Pérez, acusando el estigma, el último argumento del racismo local.

La colonización y desestructuración de una sociedad ha generado muerte en muchos momentos de la historia. El ganado criollo y la degradación del medioambiente, instituciones de salud inaccesibles, la imposición del castellano, los alimentos industrializados, las obras hidráulicas. Se trata de un pueblo al que han atado de pies y manos, le han quitado las formas de protegerse que había desarrollado por generaciones, y el racismo lo justifica todo. Por eso los wichí apuestan a recuperar su territorio, porque el mercado de trabajo no alcanza para todos, y porque los que han salido de las comunidades a trabajar, saben que el capitalismo les reserva solo los peores lugares.

Debido al fallo de la Corte Interamericana y a la pandemia, los jóvenes con sus padres, las jóvenes con sus madres, tías y abuelas seguirán recorriendo las sendas wichí, hoy con más orgullo, pero también con mucho más riesgo que nunca.