Mi barrio está rodeado de iglesias raras, tanto como la Argentina de Michetti está rodeada de pobres. En mi barrio hay más testigos de Jehová que personas normales.

La cercanía con ellos me excita un poco. Sobre todo las testigas, con los dobladillos de las polleras de paño descosidos. ¿Sabés lo difícil que es descoser un dobladillo siempre en el mismo lugar?

Ojo, los tipos no se quedan atrás, con sus sacos que siempre son azul marino, o gris ratón, porque esos colores resaltan más la caspa, y la caspa forma parte de una estrategia secreta de penetración cuyos fundamentos, claro, solo conoce Jehová. Lo mismo con esas bolitas que se forman en el pliegue de los brazos de paño, ay, esas bolitas, las bolitas de Jehová.

Ni siquiera en mi época punk fui tan intenso como ellos.

Pero, además de excitación, siento amor por ellos. Un amor superficial, puede ser. Pero un profundo respeto. Siento un profundo respeto por personas que aceptan ser maltratadas sin que nadie les pague; qué digo aceptan: buscan ser maltratadas.

Encima trabajan domingos y feriados, tienen servicio delivery, y siempre con una sonrisa.

En general, los que trabajan domingos y feriados están de mal humor, alguna vez te habrá pasado. Pero ellos no, y hasta parecen agradecerte que les contestes que no, que los eches, que no.

No será la mejor de las sonrisas, pero la de los testigos de Jehová es una sonrisa y solo por eso vale. Pero es, también, la sonrisa de alguien que le vio la cara a Dios.

Quizá les falte modernizarse. Poner un 0800 puteame mientras te maldigo. Todos tenemos cosas por mejorar.

Además, siempre vienen a proponerte temas de conversación interesantes. No son como los tipos que vienen a hablarte del nuevo filtro de agua. Ni como los bomberos voluntarios. Ni como la cuadrilla de poda. Ni como los que vienen a pedir algo de ropa (todos esos son farsantes, son enviados de la AFIP que vienen a espiar qué estás haciendo con los millones de dólares que lograste comprarte desde que terminó el cepo y Argentina volvió a ser un país libre). No. Ellos son distintos. Vienen porque quieren verme.

 

Si a ustedes no les pasó, se están perdiendo de una experiencia hermosa.

Son las siete del domingo, me acosté hace dos horas, estoy durmiendo y de pronto suena el timbre. Abro un ojo como puedo –si hubiera un criquet de ojos ese sería el momento de utilizarlo–: descubro que mi cuarto parece una foto de Sarajevo después del bombardeo, o antes del bombardeo (no sé qué diferencias hay en Sarajevo entre antes y después del bombardeo). Mi mujer, la expresión de la cara de mi mujer desparramada en la cama, habiendo babeado sobre seis o siete almohadas. Mi hijo, atravesado como una boa constrictora; en el mejor de los casos, tratando de asfixiarme para quedarse a solas con su madre y sobre mi cadáver.

Vuelve a sonar el timbre. Ya vaa.

Mi hija en su pieza, semiconsciente, con la baba cayendo sobre su watsap, la gaseosa sin gas del día anterior que está goteando, una remera que manoteo del piso y me pongo de pantalón, seguramente como todos ustedes en estas circunstancias. Me asomo. Sí, qué pasaa.

—¿Sabés que hay un amigo al que hace mucho tiempo que no ves, está preocupado por vos y quiere hablarte?

–¿En este momento? Imposible. En este momento… mis amigos no están concientes.

Suena el timbre de nuevo. Me asomo. Una sonrisa serial y una invitación para no despreciar:

–Hola. ¿Podemos hablarte del Apocalipsis?

Pero yo ya sé todo del Apocalipsis:

–Vení, entrá, me presento y te presento mi Apocalipsis. Yo soy Gabriel Apocalipsis. Aquí está mi hijo Lorenzo Apocalipsis, mi mujer Ale Apocalipsis y en la otra pieza seguro que está reptando mi hija, Nina Apocalipsis. En el patio cagaron mis perros Apocalipsis y pronto va a volver herido el gato Apocalipsis.

–Lo tuyo no es un Apocalipsis. Lo tuyo es un quilombo— me dicen, y se van.

Pero me queda flotando la idea, gracias a ellos, de que el Apocalipsis no es algo tan malo, ni trabajoso; de que no tengo nada que hacer para mejorar mi realidad, salvo reconocer a Dios y morirme. Además, mientras me muero puedo jugar a la play o mirar la tele.

Así que sí, creo que voy a volverme Testigo de Jehová. Pero un Testigo de Jehová pasivo. Porque no me imagino pasando a la acción, tocando los timbres de todas las casas; eso no es para cualquiera. Hace falta mucha convicción, y practicar una cara de pelotudo que me llevaría varios años lograr.

Eso es lo que más amo de los testigos de Jehová. La convicción. Yo la perdí cuando a los siete me tiré de un techo jugando al hombre araña y me rompí la clavícula. No crean que a ellos les resulte gratis mantenerla. Ahí están, con marcas en el cuerpo de tanto trabajar con lo siniestro. ¿No vieron que son como zombis? Los primeros zombis alegres.

De hecho, todos los extras de The Walking Dead iban a ser testigos de Jehová; pero al final no funcionó, porque daban tanto miedo como risa.