“La chusma, dijo para tranquilizarse, hay que aplastarlos, aplastarlos, dijo para tranquilizarse. La fuerza pública, dijo, tenemos la fuerza pública y el ejército, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”. En 1962 fue publicado el cuento “Cabecita negra” de Germán Rozenmacher, al que la crítica literaria ubicó como la cara opuesta de “Casa tomada” de Julio Cortázar. El “señor Lanari” representa a esa elite ofendida por la irrupción del peronismo en la escena política que eclosionó, ante la mirada atónita de la burguesía, el 17 de octubre de 1945.

Esa marea humana parecía sumergida, pero agua quieta, corre profunda, y de esos fondos argentinos salió gutural, espontánea, natural, inédita, sin precedentes, la voz del pueblo rectificando la historia.

“Era el subsuelo de la patria sublevada. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto”, describió el escritor y periodista Raúl Scalabrini Ortiz. “Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de la Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor mecánico de automóviles, la hilandera y el peón (…) Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón”.

Apenas un mes antes de este suceso bisagra en la historia argentina llegaba sin aspavientos a la capital Spruille Braden, poderoso empresario del sector petrolero, para fungir de embajador de los Estados Unidos en el país con el objetivo de conspirar contra el presidente Edelmiro Farrell y el influyente coronel Juan Perón, que ejercía entonces los cargos de vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo. Ese agente extranjero aglutinó a los partidos políticos en una sola voz, en un solo espectro y con un único fin. “En los años 1943-1945 los gremios obreros experimentaron los más notables cambios cuantitativos y cualitativos de su historia. El número de afiliados a la CGT pasó de ochenta mil a medio millón. Decenas de sindicatos se constituyeron en todo el territorio nacional, inclusive en las zonas donde hasta entonces se desconocía la organización obrera y se perseguía a muerte a quienes intentaban introducirla”, contextualiza el intelectual Rodolfo Puiggrós.

El 8 de octubre –mientras Perón cumplía 50 años– el gobierno cayó. “¡Vayan a reclamarle a Perón!”, le espetaban los patrones a los obreros cuando éstos pasaban por ventanilla a cobrar la primera quincena de octubre. Es que, por decreto, el “coronel de los humildes” había establecido que se pagara el salario el feriado del 12 de octubre.

Quince años atrás, dialogué con dos protagonistas de aquellos tiempos.

Miguel Gazzera, dirigente sindical histórico del peronismo, me contó: “La fricción entre los dos proyectos terminó en un enfrentamiento cuya conclusión fue el apresamiento de Perón, y este debió dejar todos sus cargos y fue confinado a la Isla Martín García. Parecía imposible que solo nueve días después estaría en el centro de la escena política nacional, de la mano de uno de los hechos más fantásticos de nuestra historia. Ese día se quebró la historia argentina. Ese fue un día bisagra”.

Alicia Fondevilla, tenía apenas catorce años. Anónima protagonista de aquel día. La evocación de aquel 17 de octubre la hacía emocionar: “Yo trabajaba en un imprenta que quedaba en Hipólito Yrigoyen y 24 de Noviembre, por Once, y ese día hicimos una asamblea y allí decidimos ir hacia Plaza de Mayo y en el camino fuimos parando en otras fábricas para sumar a los compañeros. Y uno de los recuerdos más hermosos que tengo es el poder haber estado en esa Plaza. Aunque parezca extraño, era como algo que nos llevaba, que nos impulsaba, fue una sensación muy fuerte, sentíamos que era una obligación. Era ir a pedir por nuestro líder, aquel que nos hablaba con un lenguaje llano que permeaba hacia abajo, aquel que nos había renovado 300 convenios colectivos de trabajo”.

Ese 17 de octubre dejó a todos los sectores al desnudo, señala Gazzera: “Acá existen dos posiciones distintas, una de ellas asumida por los trabajadores y la otra por los dirigentes sindicales de la CGT. En tanto los trabajadores fueron incorporando a su intuición la información del protagonismo de Perón en la escala social, lo contrario ocurría en la CGT, que desconfiaban de Perón al punto que discutían en la noche del 16 qué decisión adoptar frente a su apresamiento”.

En los días previos al 17 ya era innegable el creciente murmullo por Perón. El 16, en zonas del Gran Buenos Aires y la Capital Federal se arrojaban volantes reclamando la libertad del coronel. Uno de ellos, firmado por la Unión Obrera Metalúrgica, azuzaba: “La contrarrevolución mantiene preso al liberador de los obreros argentinos, mientras dispone la libertad de los agitadores vendidos al oro extranjero. Libertad para Perón. Paralizad los Talleres y los Campos”. La huelga general declarada por la FOTIA el 15 ya se hacía sentir en Tucumán. En tanto que las fábricas del sur bonaerense desde Avellaneda a La Plata comenzaron a paralizar la actividad. También Arturo Jauretche recuerda aquellas jornadas, cuando Pedro Arnaldo, un obrero de la construcción de Lanús, le avisó el 16: “Doctor, mañana nos venimos todos al centro”. “¿Quiénes?”, respondió intrigado Jauretche. “Nosotros, todos los obreros, los bolicheros, la gente del barrio, los maestros de escuela, todo el barrio se viene al centro”.

Nada se parece a aquel día que Buenos Aires asistió estupefacta a la “invasión” de los “cabecita negra”. Para Miguel Gazzera, “a esa marejada de hombres y mujeres, que al grito de ¡Perón, Perón! se dirigió a la Plaza de Mayo, los guiaba el radar de su intuición y gestaron el amanecer de la patria libre”.

El recuerdo del escritor Leopoldo Marechal da cuenta de ese arroyo conmovedor: “Era muy de mañana… El coronel Perón había sido traído ya desde Martín García. Mi domicilio era este mismo de la calle Rivadavia. De pronto me llegó del oeste un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia: el rumor fue creciendo y agitándose, hasta que reconocí la primera música de una canción popular y en seguida su letra: `Yo te daré / te daré, patria hermosa / te daré una cosa, / una cosa que empieza con P / ¡Peróoooon!’ Y aquel `Perón’ periódicamente como un cañonazo… Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí y amé a los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina `invisible’ que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista…”.

“Queremos a Perón, queremos a Perón”. Unos minutos después, la figura aclamada se asomaba al balcón de la Casa Rosada. Dicen las crónicas de la época que la ovación del pueblo en la plaza cuando percibió la figura de su líder se extendió por más de quince minutos. El pueblo, ese día, había rectificado la historia.

Mientras tanto, el “señor Lanari” sigue horrorizado por las patas en la fuente.