El pensar únicamente aprende a evitar el ataque
cuando descubre que quien lo ataca es él mismo”.
Nicolai Hartmann
En 1999, Elisabeth Roudinesco decía: “La era de la individualidad sustituyó así a la de la subjetividad: dándose a sí mismo la ilusión de una libertad sin coacción, de una independencia sin deseo y de una historicidad sin historia, el hombre devino lo contrario de un sujeto (…) se imagina cómo el amo de un destino cuya significación reduce a una significación normativa. Por eso se liga a redes, a grupos, a colectivos, a comunidades sin alcanzar a afirmar su verdadera diferencia”.
Parece apologético, pero no lo es, puesto que la afirmación se sustentaba en una crisis que despuntaba en la sociedad europea de los noventa, inscripta en la sociedad occidental que ya desbarrancaba, y que además no significaría un hecho aséptico y menos focalizado: basta tener memoria –y no demasiada– de lo que pasaba en nuestro hemisferio y particularmente en nuestra sociedad del “lobbie y del hobbie”; no es necesario un esfuerzo sobrehumano para recordar la mercantilización que se intentó imponer y que hoy tiene no ya estertores, sino un poder significativo.
Quizá el “aire tercermundista” de Néstor, Evo, Lula, Rafael Correa y otros surtieron un efecto encantador casi eterno, pero la sociedad y sus actores no son más que parte de procesos históricos, sociales y culturales, y además evolutivos cuantitativa y/o cualitativamente. Me detengo un minuto aquí: el “y/o” no es un mero error, sino algo casi performativo, los últimos años de nuestra historia lo demuestran con creces: aquellos tiempos de una identificación mayoritaria con los significados imaginarios de “nuestra sociedad” que supimos concebir, y que indicaba la presencia profunda del otro de la “otredad”, multicultural, multirracial, multiétnica, se transformaron en una herencia sin herederos; al menos es lo que me permito vislumbrar. La síntesis de la sociedad política con la sociedad civil hoy es una quimera; lo que no quita que no exista un devenir, puesto que siempre existirá, pero ¿de cuál devenir estamos hablando?
Que el individuo trastoque los cimientos del sujeto no es un hecho contingente, y como tal merece un análisis crítico que escapa a una coyuntura y, más aún, a una “lectura” preelectoral. Y este acto intelectual comprensivo necesita de un nuevo objeto: la política, hasta donde la hemos practicado, ha contado con ese “sujeto/objeto”, que, más lejos o más cerca, tenía un “hilo rojo” irrompible con la sociedad. Esta última, si bien no interpretaba la totalidad de las expectativas vitales, resumía las más necesarias como elemento contenedor. Aun así, se era consciente de que existía un afuera y de que solo era una interdiccion pasajera; siempre se aspiró a que ese afuera no exista más, pero he aquí la pregunta que me hago y les hago: este individuo nuevo que quedó de manifiesto en estas últimas elecciones, ¿aspira a una sociedad? Y, si es así, ¿a qué tipo de sociedad? Y nosotros ¿a qué sociedad aspiramos?
Si aquello que Roudinesco percibía de la sociedad europea es lo mismo que lo que percibimos de los resultados de esta última contienda electoral, no estamos frente a un problema, estamos ante un gran problema. Pensar el individuo como entidad sin sujeto es pensar en el hombre abstracto, ese hombre con el que soñó el capitalismo, ese cuasihombre liberado a una libertad que lo martiriza en un mundo de las insignificancias: aunque sea un slogan de los libertarios, la libertad por la libertad misma es la figura materializada del vacío. No se puede trascender sin sociedad; es como montar un drama o una comedia frente a un espejo.
Ahora bien, este gran problema no es unívoco, ni es una tesis abierta a una dialéctica inexistente. Hay otro grado de libertad a analizar –y a hacerlo descarnadamente– y es el costado de la sociedad política. Ya Castoriadis lo veía y escribía en los ochenta, cuando analizaba la burocratización de los partidos occidentales y alertaba dos cosas: la primera, sobre la forma de selección de los más aptos para la gestión, de la cual decía que “la selección de los más aptos es la selección de los más aptos para hacerse seleccionar”; y la segunda, que “la elección de los principales líderes está relacionada con la designación de los más vendibles”. Quienes abrevamos en el campo popular y en particular en el peronismo nos debemos algo más que la revisión de nuestros dogmas, y es una deconstrucción profunda; lejos está de mi preocupación la actividad destructora pero también lejana de la autocomplacencia, solo se es heredero si se es capaz de transformar esa heredad con una visión de una sociedad en un proceso histórico.
Lo discursivo es un paliativo; lo sintomático de la realidad partidaria, movimentista y sintética de la expresión popular muestran señales inequívocas: hay una fuente que no se ha secado, pero estamos bebiendo de bidones; nos está resultando más fácil comprar fórmulas por delivery que deliberar sobre el manantial. Creo que la repetición abúlica, sectorial y sectaria es más representativa del por qué estamos donde estamos; para ejemplo, sobra un botón: en la apertura de las legislativas de 1974, Perón dedicó un capítulo a la cuestión medioambiental, un capítulo a las tecnologías incipientes, otro a geopolítica y todavía estamos en deuda con el para qué y para quiénes no ya de un programa político referencial sino de una rémora de aquel discurso magistral del General. Salvo contadas excepciones, me animo a decir que en estas últimas elecciones fueron a votar pibes que no son peronistas; ¿de verdad nos vamos a quedar con que ha sido la expresión de un inconformismo? Que haya surgido un individuo más que un sujeto nos puede privar a futuro de lo más preciado: de una comunidad organizada.
Pensar en una comunidad hoy es pensar no en algo cerrado –resulta hasta mítico o mitológico el resumen o la identidad identitaria–, la comunidad debe estar inscrita por ese otro que no es el mismo que aquel otro de nuestros tiempos, pero sí que aquel otro que supimos conocer y que aún en las antípodas era consciente de ser sujeto transformador.