A partir de las discusiones parlamentarias que comenzaron en 2024 con la Ley Bases y la desregulación del Estado, y que continúan hasta los últimos días en la pulseada parlamentaria, se volvieron a articular conversaciones sobre el vector comunicación/cultura. A través de discusiones sobre planificación, funciones y objetivos estratégicos, hasta sobre regulaciones y desarrollo, burocracias y profesionalización, estructuras, contrataciones y gasto –por mencionar algunos de los segmentos funcionales–, se desplegaron y reactivaron fundamentaciones que quizás venían un tanto cristalizadas a la luz de los últimos treinta años del proceso de tecnologización de las mediaciones, con su consecuente impacto en todo el campo productivo y los mercados globales, así como en el acceso, el trabajo y el consumo en la vida cotidiana de las poblaciones.
Aprovechamos esta coyuntura para conversar con Natalia Calcagno, socióloga especializada en economía cultural, quien fuera directora nacional de Industrias Culturales del Ministerio de Cultura y coordinadora del Sistema de Información Cultural de la Argentina. Una protagonista quizás privilegiada de uno de los últimos momentos en los que la política le dio músculo en nuestro país a la discusión comunicación/cultura en términos de inversión, modernización y gestión creativa, hasta llegar a articular –con aciertos y errores– un significativo nivel de planificación estratégica.
En estos casi dos años, el embate del actual gobierno nacional contra la comunicación y la cultura, en términos generales y al mismo tiempo enfocado en concreto contra numerosos organismos, ya sea hacia su desmantelamiento (TELAM, ARSAT, entre otros) como hacia su directa eliminación (el Instituto Nacional del Teatro o el Fondo Nacional de las Artes como ejemplos más extremos del objetivo desguace general en el área), ha abierto una discusión con mucho de carácter defensivo. Sin embargo, el debate acerca de la cultura y la comunicación, siempre caro en nuestro país, habla de una disputa en términos históricos, ya que los procesos políticos proyectan sobre esos ejes identidades, grados de colonización, improntas industriales o de servicios, horizontes de desarrollo y modernización o de ausencia, absoluta incluso, de regulaciones y de producción de contenidos. En ese sentido, nos interesaría saber tu mirada actualizada, teniendo en cuenta que fuiste parte del último proceso político que, hace ya más de veinte años, sostuvo una idea y una proyección sobre el qué hacer en relación con el vector comunicación/cultura.
Efectivamente, mi experiencia concreta se asienta en el proceso que se inició en Cultura en 2005 y culminó en 2015: una década de planificación de políticas culturales muy potente, al menos con un muy buen diagnóstico de la coyuntura tecnológica que se atravesaba a nivel global. Donde los resultados los podemos discutir, pero la decisión, el diseño y la planificación que hubo se tradujo en un marco de creación de organismos, leyes nuevas, programas, seguimiento y promoción de mercados. O sea, hubo un buen diagnóstico que se concretó. Porque hay diagnósticos excelentes que no llegan a concreciones políticas. Vos mirás los informes de organismos internacionales, del BID, el proyecto de Ivan Duque con su libro La economía Naranja, y tenés un montón de análisis respecto a la potencialidad de la cultura; pero en la mayoría de los casos no se traducen en una política cultural. En cambio, durante las presidencias de Néstor y Cristina sí hubo concreción de un montón de líneas que hacían al desarrollo cultural y comunicacional. Organismos, leyes, normas, programas, festivales: todo eso fue parte de una planificación de política cultural, que después el macrismo no desguazó pero achicó. Intentó usar algunos cargos y lugares, pensando más en la caja chica –el auto, el chofer, la oficina–, más para el poroteo que para la política cultural. Y después, con Alberto, la producción cultural y audiovisual fue afectadísima por la pandemia: tuvimos los primeros dos años de asumir esa situación, atravesarla, y después yo siento que no se pudo salir de ese desmoronamiento que hubo a nivel general. No se pudo planificar, solo se sostuvo lo que había, pero mientras los resultados se sedimentaban con menos alcance.
Y ahora, bueno, llegamos a este experimento espectacular de la “batalla cultural”. No viene mal recordar que fue una expresión que se puso en uso –en lo personal creo que erróneamente– durante la crisis del campo, y que apelaba al sentido de convencer y entender el poder de los símbolos, el poder de la cultura y la comunicación en la construcción de sentido, la construcción de realidad. Entonces teníamos que discutir de eso, batallar porque no estábamos discutiendo sobre la misma realidad. En ese momento, la “batalla” era enseñar a comprender el problema del dólar, el campo, la concentración económica, la corrupción, porque estábamos como sociedad entendiendo que había problemas distintos sobre esas construcciones de sentido.
Incluso algunos ubicaron allí el inicio de lo que luego llamaron “grieta”.
Claro, y es sorprendente, ahora, notar la eficacia del término usado con distinta semántica. Para el mileísmo, la “batalla cultural” es contra la cultura nacional, que es gasto, y por lo tanto es malo, entonces se batalla. Sería algo así, lineal, simple, sin representación subjetiva real: “Hay gente mala, chanta, ladrona, que no trabaja, que es violenta, que se robó todo, y obvio, son kuka, por eso hay que batallarlos”. Y empieza una situación inédita de destrucción de los institutos, las normativas, las áreas, que se sostiene también sobre una fantasía de ser el yin-yang del kirchnerismo. Así arman sus “eventos” como servicio de color, la cultura como evento, como vernissage, la copita, las luces, la música, el show en el Luna Park donde va Milei a cantar. Ni siquiera estamos hablando de una propuesta artística donde tenés que discutir qué decir.
A la vez, es un momento de tanto achique, de tanta merma, que se abre a las posibilidades para pensar un nuevo punto de partida. Pienso en las discusiones sobre comunicación/cultura que nos debemos, tanto desde el punto de vista regulatorio que quedó anclado en la discusión de la Ley de Medios como en la actualización al dispositivo de producción tecnológica de la comunicación y la cultura.
Lo que está pasando ahora, tan aniquilador, nos puso en una actitud defensiva. Tiran bombas y, lógicamente, nos ponemos a ver cómo llegar al bunker para que no nos maten. Yo entiendo eso, pero esta situación política se da sobre una crisis económica y tecnológica de la cultura y la comunicación de larga data y que es global, o sea, su impacto está mundializado. Atravesamos una crisis que no necesariamente es un final; es una crisis provocada por la adaptación a los cambios tecnológicos, sobre todo a la digitalización, que operaron cambiando todo. Como sector cultural y de la comunicación, estamos entendiendo esa situación, medio atrasados también por la pandemia, y de repente este bombardeo.
Como decís, por un lado está el sujeto de acción, su defensa; pero, por otro lado, la situación interpela a quienes trabajamos en el sector, estudiamos, investigamos, analizamos. Y tenemos que trabajar las propuestas, porque si solo nos quedamos en lo defensivo, cuando esta coyuntura culmine, ¿qué vamos a proponer, desde dónde partiremos? No se sostiene mas que el rol de la comunicación para el Estado sea el de armar las agendas, trabajar las conferencias de prensa y manejar la pauta, y que el rol de la cultura se reduzca a la administración del patrimonio y los elencos estables, por decirlo a grandes rasgos. Hasta el 2015, habíamos llegado a comprender que esa visión atrasaba conceptualmente. Incluso llegamos a plantear la discusión programática en torno a la cultura y la comunicación asumiendo en pleno el concepto de convergencia, rompiendo con esta idea previa al análisis de la cultura de masas donde la comunicación era considerada el medio y la cultura el mensaje. Hoy ya esto se palpa en todas partes, se vive, como ciudadanos nos damos cuenta en las prácticas culturales que no existe tal separación.
Sin embargo, por una cuestión, hasta te diría “gremial” o “purista”, en algunos casos, insistimos en no pensar seriamente la cuestión. Recuerdo en la campaña de Alberto Fernández, estábamos con María Seoane pensando algunos modelos como el Ministerio de Cultura y Comunicación francés y nos respondieron: “Los periodistas que se ocupen de lo suyo, no hagamos que algo tan hermoso como es el arte y la cultura se disminuya al berreteo del periodismo”. El foco, evidentemente, debía ser poco mas amplio. No sé, como que no estábamos entendiendo ni el origen de las cuestiones que poníamos en discusión, los conceptos, los procesos. En fin, sin esa discusión saldada, no se entiende sobre qué regula el Estado, incluso desconoce el por qué no se pudo implementar la Ley de Medios. Por ejemplo, ¿el streaming no es comunicación porque no está dentro del espectro radioeléctrico? Entonces no hay tercio, no hay que distribuir, no hay pauta, no hay contenidos locales, no hay nada, porque “no es espectro radioeléctrico”. Dale…
Entonces, hay ahí una una cuestión política, porque no siempre estuvimos en este lugar. Entre avances tecnológicos y pandemia, que fue como el acelerador violento hacia la digitalización, nos taparon el bosque en el que nos habíamos metido. Porque habíamos empezado a construir la oportunidad de acompasarnos a la tecnología en términos reales. Tanto la política de la TDA, el apagón analógico, la inauguración de ARSAT, abrían a otro nivel la discusión; incluso la creación del COMFER (Comité Federal de Radiodifusión) era empezar a pensar cómo regular el vector comunicación/cultura pero con inversión, con estructura, equipos y regulaciones. Todo eso que quedó “suspendido” hace diez años. Así que no vendría mal volver a preguntarse: ¿Qué queremos que pase? ¿Queremos regularlo? ¿Queremos contenidos locales? ¿Queremos aplicar en todos los medios, en las plataformas? ¿Incluiremos el arte? ¿Cómo miramos el exterior o la región? ¿Qué pasa con el resto del mundo?
Pensando en este antecedente de modernización que se hizo desde el Ministerio de Planificación, creo que la jerarquización de las cuestiones a definir tuvo mucho que ver con la escala tecnológica sobre la que se decidió operar en todos los ordenes.
Si, el tema tecnológico es el hilo con el cual comienza esta conversación. Acordate que cuando se discutía TDA te decían “no, pero eso es televisión”, y en realidad era mucho más, era la alternativa al cable, lo digital avanzando, y era la fibra óptica con su tendido y era lo satelital, todo junto. Era tecnología y la discusión que venía con ella. Por un lado, en cuanto soporte, porque no es que nos cae un celular del cielo y empezamos a mirar cosas: hay paquetización de servicios, plataformas y contenidos que condicionan absolutamente todos los procesos culturales y la soberanía, porque en el espacio digital las fronteras no están delimitadas. No hay manera de que vos como Estado soberano digas, por ejemplo, “sobre mi territorio vamos a tener cuota de contenidos locales”. ¿Qué territorio, dónde está tu territorio? Esas son discusiones que hay y que se están teniendo en otros lugares del mundo. El tema es que el trauma-pandemia seguido de desguace es tan duro que parece fantasioso hablar de estas cosas. Pero yo creo que al revés: quizás, aprovechando esta situación, sea el mejor momento, porque está todo roto y hay que armarlo de vuelta.
Hay algo que dijiste, medio al pasar, que tiene que ver con el acompañamiento de la fuerza de trabajo a este proceso, los gremios. Si bien por raíz política entendemos que el diálogo con cada uno de los estatutos de los gremios que representan a las distintas profesiones que componen la producción, tanto en comunicación como la cultura, es sagrado, eso no implica que se retrasen discusiones políticas mientras se van diluyendo las profesiones.
Si seguimos abroquelados a nuestros estatutos, en nuestros gremios, nos vamos quedando afuera de la economía: lo ves en las estadísticas, en los datos de empleo, en las formas del empleo cultural. Porque es nuestra primer reacción conservadora. Casi todas las maneras del empleo cultural tradicional ya están desapareciendo, y lo que aparecen son estos fenómenos de pluriempleo al estilo Rappi, MercadoLibre, Uber, o sea, de autoexplotación, que es esta idea del “trabajo creativo”, el “emprendedorismo” y demás. Ahí no corre ningún estatuto, ningún derecho, casi ningún tipo de organización gremial, de colectivo que te ampare, te organice, te sirva para pensar eso. Porque estamos en un fenómeno total del trabajo.
En el campo que más manejo, que son los datos sobre el trabajo cultural, me pasa hablar con los ilustradores o los locutores, que están con la problemática de la utilización de IA para realizar el trabajo que antes ellos desarrollaban. Para la IA no hay matrícula, no hay trabajo, por eso “nos robó trabajo”. Tenemos, ahí, otra reacción conservadora. O sea, la primera reacción conservadora es decir, “nosotros trabajamos así, en estas condiciones, si no, estamos traicionando nuestros principios”, y encima le sumamos “lo nuevo es malo”, tal luddistas en la revolución industrial. Otra vez, la tecnología no es neutral, ni es buena ni es mala. Sí, por supuesto, tiene una intención de neutralidad, pero tenemos que discutirla, entenderla, incorporarla y regularla. Tenemos que darnos el espacio para la reflexión. Si no te lo das, otra vez te gana el mercado, que sí obviamente lo tiene pensado y repensado para generar ganancia.
Los dueños de las infotelecomunicaciones, que son los grandes que están empezando a manejar el espacio de la cultura y la comunicación, que de cultura y comunicación saben casi nada, sí usan a su favor la IA, sí piensan cómo organizar eso y sí manejan los fierros, los contenidos, los tiempos, mientras nosotros no lo estamos discutiendo.
También hay una ausencia de inteligencia respecto a un diagnóstico real y un mapa del vector productivo comunicación/cultura…
Si no sabes cuál es tu sistema cultural y tu sistema de medios, es como estar siempre ciego. Ponele que, en términos más ortodoxos, sepas sobre la red de teatros, librerías, canales de tv o radios, pero también la actuación, la lectura, la mediación: todo lo tenés que leer en el proceso de hibridización con otros formatos, con otros servicios, con lo digital. Coincido con vos: el diagnóstico es viejo y le falta incorporar nuevas definiciones. Por ejemplo, ¿qué es un un empresario? ¿qué es un trabajador? Porque no todo productor cultural es un empresario, por ejemplo; ni los trabajadores de comunicación son exclusivamente los que están agremiados en SICA, la SAL o los gremios tradicionales e históricos que bien conocimos, como COSITMECOS, con visión mas convergente pero aun así insuficiente, porque estamos iluminando solamente a quienes están contemplados dentro de las definiciones estatutarias previas a las transformacionales productivas. Así es como se achica: porque contamos a los de televisión afiliados de canales tradicionales, a los de cine que registra el SICA, a los de radio con sus profesiones, a los actores, y decimos “esto representa al trabajador cultural” –porque está formalizado y registrado–, pero es un número que en los últimos cinco años bajó a menos de la mitad. O sea, lo que era 100, hoy es 40 y pico. Ahora bien, el otro 60 por ciento que se fue, ¿no es más parte?
Hay dos lecturas que se desprenden de esto: la primera es que, obviamente, hay poco trabajo cultural; pero la segunda es que el lente que usamos para ver nos deja afuera maneras del trabajo cultural y de la comunicación, nuevas actividades que no estamos contemplando. Creo que esto segundo pesa más en este momento para hacer diagnóstico. Luego, obviamente, terminadas las nuevas definiciones, hay que determinar núcleo productivo, quién es y quien no. En lo editorial, que ni lo mencionamos, está pasando de todo, es un sector que, sin compras del Estado, hoy no existe. Eso es lo que nos están mostrando los datos. Nunca pasó algo así: era una industria consolidada. Y me parece fabuloso que el Estado le compre en vez de hacer su propia editorial; pero no es una industria que pueda sostenerse con un solo comprador. Porque eso no es eficiente en términos económicos, y es una actividad económica, por lo tanto hay que pensarla en cuanto tal. El tema es que, quizás, la industria editorial tardó un poco más en digerir la digitalización; para el audiovisual ya es un idioma que habla hace mucho tiempo, y la música como sector fonográfico que supo ser no existe más, pero lo asimiló ya a esta altura. Bueno, todo este tipo de definiciones, de conceptos, hay que rediscutir y después planificar. Porque no estamos manejando un diagnóstico común, no estamos manejando una situación en común. No se puede volver a financiar de manera ciega, porque, al igual que en cualquier política, en cultura y comunicación la eficacia de inversión tiene que dejar el saldo de un vector productivo de pie.
¿Conoces instancias institucionales, ya sea académicas, empresariales o provinciales, donde se esté trabajando en el orden de esta inquietud?
Yo estoy participando en algunas reuniones del sector cultural. Pero esto que hablábamos se trata de una discusión que uno augura que la encabece el Estado. Quiero decir, aún hay algo que se instituye desde ahí: porque las discusiones con los gremios, con las cámaras empresariales, con todo lo que es el sector, es una discusión pública. Como en Brasil y en otros países, el sector público debería sostenerla en cuanto conversación sobre cómo nos adecuamos a un cambio global desde el vector productivo. Por ejemplo, conozco bastante el mundo del teatro, porque es desde donde me están convocando: hay tensiones y discusiones entre empresarios y actores o autores por distintas cosas que dan la sensación de empantanarse. En muchos casos, el conflicto sectorial tapa el bosque del cambio tecnológico, de la adecuación mundial, por lo que pienso que es el sector público el que tendría que estar llevando adelante una discusión para regentear la discusión hacia un horizonte más amplio.
Es verdad que, en esta coyuntura, el Estado eligió a la cultura y a la comunicación como sus enemigos, así que imagínate qué podemos pedirle al sector público. Entonces, lo que pensamos, un poco como pasó en los noventa, es apoyarnos en el tercer sector para funcionar como un espacio de pensamiento. El sector privado sin fines de lucro es el que tiene que tomar, en este momento, la iniciativa de comenzar ese diagnóstico ausente. Al menos, mientras este estado de la discusión pública no vuelva a hacerse amigo del pensamiento y del desarrollo de este país. En ese sentido, hay mucho para hacer.