“La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”, afirmaba Walter Benjamin en su último derrotero de vida, mientras escapaba de una Europa sembrada de fascistas, nazis y franquistas.
Solo me permito respetuosamente hacer una observación a tan brillante reflexión, que por cierto es muy actual ya no solo en el viejo continente, y es la duda de qué es considerado “de primer orden estético” para una sociedad del micropensamiento de las redes o de los más de veinte puntos de rating de programas donde vencen los mas cínicos, los mas necios o los más violentos.
Mas allá de este dislate, quizá innecesario, retomo la frase compartida, para concentrarme en cómo es “vivir la propia destrucción como un goce estético”, repasando someramente la historia. Lo que sobran son los ejemplos: desde romanos disfrutando la muerte en el circo de la capital de su imperio hasta hombres y mujeres espectadores de las cámaras de gas. Ahora bien, esos son casos extremos, por el horror que implican, ya que no siempre la destrucción trae aparejada la desaparición física, la inanición masiva, el destierro migratorio, el ostracismo, la condena al silencio, la internación sistemática y compulsiva en psiquiátricos. A través de la historia, el hombre ha perfeccionado la significación y la dinámica del mal.
Se preguntarán ¿y esto qué tiene que ver con nosotros? Solo echar una mirada sobre nuestra joven historia es suficiente: no hemos sido precursores, pero sí una parte de la sociedad ha sido fervorosa adherente a silenciamientos de pensamientos y voces, torturas, desapariciones de personas, vuelos de la muerte, estigmatizaciones de todo tipo, hambrunas selectivas, desterramientos de pueblos originarios o adquisiciones compulsivas de tierras para siembra intensiva, por nombrar solo algunas cuestiones. Todas ellas son herramientas que sí hemos perfeccionado, y de forma tal que no solo hemos hecho uso de ellas sobre y contra compatriotas, sino que han sido –y siguen siendo, en muchos casos– instrumentos de nuestra autoflagelación.
Ser parte pasiva de la más extraordinaria transferencia de recursos desde los sectores más débiles hacia los más poderosos –con los correlatos que ello supone, en términos de alienación laboral, justificación de despidos, misoginia, estigmatización de la pobreza, banalización de la cultura, ataque a la protesta y omisión a la conculcación de derechos– es una muestra palpable de que siempre hay un mas allá, pero no metafísico, sino de concreta estupidez y necedad, en el cual una sociedad puede incursionar.
Desde Parménides, el bien y el mal eran parte de la reflexión, parte de la síntesis y los conceptos incluidos dentro del todo, en el “Uno”. Platón, por su parte, consideraba que el ser era consciente de la diferencia entre el bien y el mal. En definitiva, todo el pensamiento griego hizo una pausa en la cuestión del mal, puesto que, para una sociedad donde la ética y la moral significaban un sino teleológico, el mal era un umbral que condenaba a quien transigía a su propia exclusión, a su averno. La modernidad no solo generó nuevos cánones éticos y morales –siempre más laxos–, sino que, además, se tomó el trabajo de perfeccionar lo que hoy para un sector de la sociedad no es condenable, es decir, la cosificación del otro.
Hace unos días, alguien con quien trabajé durante mas de diez años, SD, hoy parte de los despidos masivos, me contaba: “Salí a atender a la gente que reclamaba por falencias en el servicio de telecomunicaciones en una de las delegaciones de Enacom, a explicarles que deberían tener paciencia, puesto que todavía no se sabía dónde se analizaría y cursaría el reclamo, ante el despido masivo de funcionarios y en particular del mío… A lo que obtuve como respuesta una sonrisa sarcástica y casi un goce frente a tanta afrenta”. A partir de esto, me pregunto: ¿qué nos ha pasado? ¿Hemos llegado a un nuevo límite humano? ¿La perversión programada por parte del gobierno y la satisfacción por el dolor ajeno son los dogmas de estos nuevos tiempos, o habrá que esperar un nuevo abismo para un nuevo derrumbe?
Azorado, angustiado y estupefacto, hago mía –y comparto con ustedes– aquella frase tremenda de Victor Klemperer frente a la barbarie del nazismo: “El lenguaje del vencedor no se habla impunemente”. No olvidemos que las democracias no siempre escapan a las tragedias.