Caminamos una tarde sobre la ladera de una colina,
en silencio. En la sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve tranquilo, el rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debe de haber estado muy solo,
un gran hombre entre idiotas o un pobre loco,
para enseñar a los suyos tanto silencio.
Cesare Pavese, Los mares del sur (versión de Jorge Aulicino)

Hay, en este tiempo, un cuestionamiento implícito y continuo, que se establece permeando la totalidad de los hechos o la cosa social y, las veces que se explicita, podría simplificarse en algo parecido a: “¿qué me importa?” o “¿qué tenemos que ver con eso?” o “¿qué culpa tengo yo de que…?” En esta supuesta seguridad que contiene el “a mi qué me importa” se juega el offside social de los días que vivimos. Muchos argentinos sacaron el cuerpo: ¿qué tenemos que ver con la universidad? ¿O con las jubilaciones? ¿O con el desarrollo, las fábricas, los comercios o los despedidos estatales? Parece que nada. Pero, a la vez, al consolidarse en una unidad política, esta operación de desinterés radicalizado culminó con el chiste cínico, con la sobrada tranquilidad para desmarcarse. Pasamos de la enunciación a la práctica: ¡Yastá! ¿No te importa? Desaparece. ¿No tiene que ver con vos? No se hace más. ¿No podes pagarlo? Arreglate. ¡Qué aprieto!

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En Gramática de la multitud, Paolo Virno había introducido el concepto de multitud oponiéndolo al de pueblo. El autor, con el objetivo de abordar el problema de la esfera pública contemporánea, planteaba –aproximadamente veinte años atrás– que lo que definía a los muchos era la no convergencia en una unidad sintética, un pueblo, una sociedad, que según Hobbes se definía con el Estado y su respectivo monopolio de la decisión política. Para Hobbes, la confrontación política definitiva es entre pueblo y multitud; la multitud es “estado de naturaleza”, es volver a aquello que precede la institución del cuerpo político. A inicios de este milenio, Virno repondrá: después de siglos de pueblo, y por tanto de Estado, vuelve al fin a manifestarse la polaridad opuesta que había sido abolida en los albores de la modernidad: la multitud, los muchos. En las crisis que sacuden cada tanto la soberanía estatal, “la multitud es un “destituido que regresa para hacerse valer”. Todo lo lleno debe finalmente vaciarse.

Esos muchos, según Hobbes, no tienen unidad política, son refractarios a la obediencia, no establecen pactos durables y, por ende, no constituyen jamás el estatuto de persona jurídica, ya que nunca transfieren los propios derechos naturales al soberano. Sobre lo que vuelve Virno a responder: los muchos no se desembarazan de lo universal, de lo común/compartido, sino que lo redeterminan. La multitud construye en la actualidad su unidad en los “lugares comunes” de la mente, tratándose de una unidad distinta de aquella estatal. Una unidad estructurada y estructurante por los modos de producción que, en su fase avanzada, han logrado que el trabajo estandarizado convoque al gusto por la acción, a la capacidad de vincularse, a la exposición ante los demás…  anteriormente acciones-patrimonio de la política. Todo lo vacío debe llenarse.

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Las poquísimas ideas sobre el “sentido común” imperante en los “muchos” que votaron a la fuerza libertaria despiertan una sospecha inicial. Según la lectura que circula mayoritariamente, son “muchos” los que estarían transfiriendo potestad y autoridad a las acciones de gobierno. Sería una multitud obediente. No solo dispuesta a sufrir privaciones, sino también a establecer un pacto durable contra la estatalidad. ¿Una multitud con carácter de pueblo? ¿Un fenómeno tan sofisticado que, aglutinado bajo el polo de la negatividad, esgrime toda su fuerza neta en destruir las prácticas que intentaban unificar la esfera pública en estructuras sostenibles de lo que hasta ahora conocíamos como salud, educación, seguridad, sin reclamar alternativas organizativas mediante las cuales nos asociemos para mitigar miedos, enfermedades y desconocimientos? Permitámonos dudar.

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Al calor de un incipiente febrero mileísta, la estatalidad fue atravesada por las organizaciones de la sociedad y desfiló durante unos días con formato de oratoria parlamentaria para debatir la oficialmente denominada Ley Bases. En esa oportunidad, el intersticio entre sociedad y Estado se desplegó y mostró, en capas de diferente luminosidad, las distintas constelaciones de los sistemas de cooperación social y productiva, cada una con su lengua particular, con su fragmentación específica, tanto para acordar como para desacordar. Sistema yerbatero, sistema universitario, universo de la de producción audiovisual, sector vitivinícola, bibliotecarios y agropecuarios, músicos y quinteros, hueveros y pesqueros: todo el arco existente y continuamente invisibilizado apareció, como lo hacen las estrellas en una noche de cielo totalmente despejado.

La vía láctea socio-productiva-educativa argentina, con sus argumentaciones protocolizadas, con sus problemáticas del trabajo vivo, es opaca. No la vemos, ya que la publicidad simplifica y deglute su complejidad. La vela le quita carácter dinámico, potencia. Pero estuvo a la vista de todos durante esos días. Brillaba, por más que algunos median su fulgor como el del padecimiento. Siempre estuvo allí, nuclearmente, haciendo sistema –con sus pros y sus contras, con sus solvencias y su precariedad–, más allá del carácter hipertrófico y publicitario que le otorgó el capital en el apogeo posfordista. Con aspecto de nebulosa, se presentó y evidenció tempranamente, con la vida en común amenazada, con los proyectos de sociedad que estaban en juego: las prácticas sociales con sus fines concretos de producción –de arte, de conocimiento, de circulación, de seguridad, de cultura– y las competencias del trabajo vivo, tanto material como inmaterial, de millares de argentinos para otros millones de argentinos. Esa galaxia fue vista y oída. No es muda, solo guarda silencio.

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También hay silencio. Más acá de la verba parlamentaria o de las arengas movilizantes de estos meses, en la disputa hay largas extensiones de silencio. Mientras la enunciación del gobierno provoca, grita e insulta, también se desespera por descifrar a los callados. Hambre, enfermedades, crueldad, expulsión, abandono, desguace, mentiras, desprecio, situaciones vergonzantes: son, todos vectores de sufrimiento. La unidad de ese silencio habría que buscarla en la forma de digerir los golpes. Una vida que ofende, y que puede volverse más agresiva aún, merece un reposo. Un acto de defensa: el silencio. El silencio no como resignación, sino como impulso. Como potencia de futuro cuidado, sin grito. Como cuando un animal está aprendiendo a sangrar. Callar es virtud, para decirlo con las palabras del poeta Pavese.

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Una vez, la Argentina fue a la universidad, y también brilló sobre el cenit. Fueron el padre, el hijo y el espíritu laico. Fue con todo el que deseaba. El cuaderno en blanco para depositar la ilusión pampeana: trayecto, sueño, valentía para medirse en la calle y en el salón familiar. Todos en nombre del conocimiento, la investigación y un nuevo universal. Jesuitas, positivistas, desarrollistas y marxistas; filósofos, lingüistas, críticos y sociólogos; matemáticos, físicos, programadores; zurdos y diestros; hombres y mujeres. Todos juntos, para narrar la lengua de una constelación que hace décadas está eclipsada por un tiempo que no construye otro universal que el del dinero: opaca e invisible ante el desinterés de época, se dirime entre permanecer o desvanecerse.

Ahí está hoy la Argentina, esperando por volver a verla brillar. Sentada en un aula vacía, fría y sin luz. Recordando clases magistrales, anécdotas, proyectos locos y rankings internacionales de su universidad. Es su forma de matar la ansiedad. Le han dicho que volverá a ver a sus hijos, que vienen a cinchar hasta bajarle las estrellas. En una época que nos encuentra empatados entre la frustración y la fe, el cielo se abrirá para constelar. ¿La ven? ¿Se escuchan?