Espacio y tiempo. En la película La libertad (2001), Lisandro Alonso establece una forma de llevar el relato en un registro que logra ser performativo. Es un anclaje que realiza lo que expresa. Donde la narración no funciona como una representación de la vida del hachero que vemos transcurrir a lo largo de toda la trama, sino que la trama misma es la que da existencia y constituye esa vida. Nos encontramos (encontramos en cuanto hay algo del orden de la novedad) con un sentido que nos interpela, que de otra forma se nos escaparía, y que, como tal, se nos vuelve disruptivo.
Hay un estatuto productivo en la película de Alonso que actúa, a la vez, sobre la denegación del tiempo y una reconstrucción de esa relación a través del espacio. La forma de volver al espacio, de captar la imagen, logra destituir la temporalidad erosionadora de la experiencia, que es con la que convivimos y formatea constantemente nuestro orden sensible. “Siempre me fijo en los lugares que quiero filmar antes que en la historia”, dice Alonso. En la forma de estructurar el relato a partir del espacio como fuente dadora de valor a las acciones, en esa forma de captar el tiempo que emerge de la propia toma/imagen/captura, hay un corrimiento que habita el huir de la pregunta por los significados. No están más allá del reposo de la mirada que transcurre.
Este orden sensible es una oportunidad para otro modo de participación en una subjetivación colectiva. En la medida que lo que emerge es la posibilidad de agenciar otra forma de relación en torno a lo real, cuya característica es la necesidad de dar una respuesta que escape –al menos por un momento- a las fórmulas permanentemente reiteradas de nuestra sensibilidad.
Cuerpo y trabajo. En un momento cada vez más brutal, completo, violento de la captura del orden de reproducción de la vida por la trama de la mercancía, hay una dificultad para situar el valor sobre otras modulaciones de la regulación social. Aunque el procurar otro agenciamiento no puede nunca salirse de esa malla, el hecho de que la productividad vital se haya vuelto de subsistencia incluye la posibilidad de un reparo sobre el orden de la necesidad y una escena que se asiente en el modo en que se construye la evidencia de lo real.
En el entramado político popular que nos hace, la construcción del valor sobre la reparación de necesidades fue un sustrato fundamental, organizador de las experiencias sociales, gremiales, pero también una clave de bóveda para la acumulación y la discusión del horizonte político más general, desde una trama que nos compone, nos explica y nos politiza en la medida que es habilitante para la acción y el desarrollo de las orgánicas populares. Cabe preguntarse si, como la operación del relato minimalista en la textualidad del cine de Alonso, se puede volver la mirada sobre estos micromundos. Pero, sobre todo, la pregunta gira alrededor de cuál sería esa forma necesaria para atender estos artilugios por los cuales se puede activar una memoria, volver audibles los datos políticos concretos del mundo, en el actual grado de retracción que se permite discutir, incluso, si la gente debe ser alimentada.
Dentro de la política popular siempre fue una discusión desde dónde se construye la legitimidad de la representación, cuál es la relación entre las formas populares y las formas institucionales, sobre qué pliegues se construye el sujeto político. Y, en esa trayectoria, hay un componente que comprendía necesario volver a esa pregunta de manera vital de acuerdo al presente como carga específica, porque allí se pone en tensión tradición y anclaje material. Recomponer nuestro sujeto social, al menos, desde otras preguntas, que permitan relatarlo, que no floten en el vacío y alrededor de consignas huecas, estancadas, sin historiografías materiales.
¿Por qué nos podría interesar volver sobre esto en este momento, qué implica iluminarlo, o mejor, a qué puede tributar? En principio, lo que hay que decir es que se trata de una acumulación de competencias cuyo valor es situarse en el proceso por el cual alguien puede constituirse subjetivamente al responder por lo que lo afecta. Que, como efecto de esta afectación, surge un indicio de una subjetivación colectiva, ya que contiene una decisión: la de orientarse por una ética a distancia de la crueldad instalada por la propia lógica de organización del capital, que entienda la política como modulación de la trama común en el mismo sentido. Lo más potente, entonces, es la posibilidad de vincularse con la reproducción de lo común para invocar concepciones que puedan actuar como reactivo frente al devenir de sensibilidades impotentes de toda reflexión en el que parece haberse establecido el vínculo social. Partir de nuevo de la pregunta sobre otras formas de narrar el sujeto popular más allá de los sonidos de época.
Representación. La Libertad se inscribe en una serie de películas (Pizza, birra y faso, Mundo grúa) del llamado “nuevo cine argentino” que buscan trazar una estética realista alrededor de personajes populares sin la carga del costumbrismo de vínculo risueño o piadoso con ellos, sino más bien como una galería de naturalismo del despojo y de la precariedad. En su ensayo Otros mundos (Santiago Arcos editor, 2006), Gonzalo Aguilar entiende que el realismo del nuevo cine –a diferencia de su paso anterior literario– se preocupa no por mostrar el mundo desencantado, sino por preguntarse acerca de cómo volver a enlazarlo con una creencia. Entiende que esto se explica porque ese cine nace en un momento de ruinas, donde nada parecía sostenerse, por lo cual debía partir de esas huellas para esbozar afecciones y nuevos recorridos.
Era la pregunta de una generación sobre lo popular en el momento en que se concebía hegemonizado por la clave neoliberal del consumo como único horizonte de deseo. Poner eso en conflicto, entonces, tenía que ver con pensar la imposibilidad de una representación. Pero entendiendo que la materialización de esta comprensión debe ser un cruce de saberes que está necesariamente atiborrado de imaginerías, narrativas, que son las del clivaje de lo popular.
En todo orden de representación el “ruido” emerge en la forma de compresión sobre qué es la conflictividad cotidiana y la resolución de una intermediación. En el orden organizativo primero, los militantes basan la construcción en un tipo de legitimidad que no es del mismo orden de la representación institucional, sino que se sustenta en la apuesta por una compresión, por una razón devenida política, por una reformulación de la necesidad, del conflicto, de su resolución. En esa lectura de una forma de ser social desde la idea de compensación del daño, lo que hay es solo una férrea creencia de la idea hecha cuerpo del malestar, que se podrá desplegar en una atomización de conflictividades. Quizá esta forma es aquello que pueda darle realidad a lo que no pasaba de ser una huella, para decir a los sujetos populares sin mistificación ni pasividades atendibles al llamado de la crueldad o de las consignas.
En la retracción popular actual, esta forma de mediación quizá alcanza un desocultamiento que no nos traiga una presencia, sino, al igual que en otras décadas, una forma de ausencia o un irrepresentable. Frente a la pregunta sobre si se puede descentrar la constitución subjetiva del orden de la imagen hacia una expresión más performativa, hacia una transversalidad de los mundos además del mercado para escuchar otro sonido de nuestra vida en común, habrá que mirar los modos de enhebrar los movimientos. Como si fuera un modo de sostener la humanidad frente al dispositivo cuyo objetivo es, justamente, sustraer toda sustancia humana. Iluminar en nuestras prácticas aquello que todavía puede ser punto de inicio para decir lo popular como construcción contra el desamparo y como creación de formas de regulación vital distintas a lo inhumano que domina.