De ningún modo podría recordar la fecha exacta. Mi memoria no es la mejor, y tengo tendencia a cubrir sus huecos con historias que voy inventando, o quizá solo acomodando un poco; o quizá, quizá, solamente relatando los hechos con la benevolencia que da el recuerdo y acaso, por increíble que pueda parecer, la nostalgia. Por eso, no me tomen al pie de la letra en todos los detalles, no me tomen examen, porque reprobaré. Quédense con la pintura general de la situación. Como quien dice: impresionismo.

Lo recuerdo como un acto de micromilitancia. Pongamos, años 1979 o 1980. Ni al principio de la dictadura, cuando arreciaba la represión, ni al final, después de la derrota de Malvinas, cuando todo el edificio militar se derrumbaba (bendita derrota). Años grises, cuando, de alguna extraña manera, mientras cosas atroces pasaban, no pasaba nada. Cualquier coincidencia con el presente es pura realidad.

Henri Charrière –Papillon–, antes de saltar al mar en su balsa improvisada para escapar de la prisión de la Isla del Diablo, había observado, paciente, que luego de seis olas que rompían contra los acantilados, haciendo trizas cualquier balsa, cualquier cuerpo y cualquier sueño de libertad, la séptima –y solo la séptima– giraba y te sacaba mar adentro, hacia el continente.

Nosotros, militantes universitarios de la Fede (Federación Juvenil Comunista, para los no iniciados), más modestamente, habíamos observado que el 124 iniciaba su recorrido en la puerta de la Facultad de Derecho, que subía bastante gente y que la vuelta alrededor del edificio de la Facultad y de la Avenida del Libertador hasta la primera parada en el Museo de Bellas Artes era bastante larga. Lo suficientemente larga como para que nadie pudiera ni subir ni bajar durante un trecho considerable, y eso daba tiempo para nuestro pequeño acto y también cierta seguridad, con todo lo de relativo que contenía la expresión “cierta seguridad” en aquellos momentos.

Digresión: me había afiliado a la Fede a los catorce años, en 1973. En lugar de estudiar para la prueba bimestral de Zoología, había leído el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, publicado en un librito de tapas blandas de la Editorial Anteo y comprado en el kiosco de la estación Facultad de Medicina del subte D, mientras viajaba de ida y vuelta de mi casa al colegio. Con esa única lectura –“Proletarios del mundo, uníos”– ya me consideraba un entendido en política. También, por supuesto, había abrazado el objetivo de cambiar el mundo. No sabía de los crímenes del estalinismo ni de nada que se le pareciera, y, si me lo decían, no lo creía. “Nosotros” no hacíamos esas cosas…

Ya para la época que ahora les cuento, había comprendido un par de cosas más, me había desilusionado, me había ido de la Fede y también había vuelto a la Fede, porque… era la dictadura, no sé si me explico, y necesitaba –una necesidad casi física– hacer algo, cualquier cosa, donde fuera, aportando mi granito de arena para que esa pesadilla terminara de una vez, alguna vez. No hacer nada no era una opción; era una traición.

En fin, mi granito de arena.

Éramos un equipo de tres. Ella, él y yo. Mátenme, pero no recuerdo sus nombres. Ella era flaca y con una pelambrera hirsuta que se elevaba, despareja, hacia todas direcciones, el terror de cualquier estilista. Él era gordo, con mucho pelo y mucha barba, morocho, ojos achinados. Ella y él eran pareja, como era moneda corriente en esa época, una de las tantas reglas de aquella militancia a las que nunca me pude adaptar: armar una relación sentimental con los compañeros y no con los “de afuera”. Ella era muy buena hablando. Él y yo, no. De modo que quien daba el discurso era ella. Él y yo nos limitábamos a repartir, la boca cerrada, entre los pasajeros, los materiales del Partido (atención con la mayúscula). ¿De qué hablaba ella? Nunca lo supe exactamente, no prestaba demasiada atención a sus palabras –la concentración que mantenía y el terror que sentía mientras repartía esos “materiales” me lo impedían–, pero era una diatriba en contra de la dictadura. Y, cuando llegábamos a la primera parada, bajábamos rápido los tres y nos dirigíamos hacia el bar donde estaba sentado uno de los “nuestros”, tomando café, quizá fumando –fumar no estaba en la larga lista de cuestiones prohibidas por la dictadura–, la mirada lánguida a través de la ventana. Y nada más pasar por la vereda tranquilamente y que nos viera era la garantía de que todo había salido bien, de que estábamos vivos y en libertad.

Hicimos muchas veces este acto que les cuento y que, ahora contado, me da cierta vergüenza. Parece ridículo, mínimo, insignificante. Pero entonces yo lo veía como una hazaña, lo vivía con una excitación tal que me cuesta describirlo sin sonrojarme. Lo que entiendo que hacíamos era dar testimonio de que no estábamos de acuerdo con la dictadura, y eso era todo. Pero, al mismo tiempo, era mucho.

Y también, al mismo tiempo, era decepcionante: los pasajeros del colectivo clavaban la vista en el asiento de adelante y no emitían palabra. Jamás agarraron voluntariamente algún “material”; si acaso los aceptaban, mansos, sobre su regazo, donde él y yo los dejábamos mientras ella hablaba, sin tocarlos, como si de una araña pollito o de una yarará se tratara, evolucionando allí sobre sus piernas. Estoy seguro de que nadie leía nada y de que los dejaban en el asiento del bondi antes de bajar… ¿Quién hubiera querido correr algún riesgo?

Para surfear la decepción que sentíamos ante la ausencia de una mínima empatía de los pasajeros del 124 –porque no la hubo jamás de ninguno de los pasajeros, y quiero ser claro: de ni uno solo de los fucking pasajeros, durante las muchas veces que repetimos la misma performance–, que, para mí entonces, y también para mí ahora, de algún modo representaban a la sociedad en la que vivíamos, era necesario estar muy convencido de la justeza de lo que hacíamos…

Yo lo estaba.

Pero la sensación que he recuperado, a mi pesar, más de cuarenta años después, es la de predicar, como se dice, en el desierto. En aquel entonces tenía convicción, esperanza y una ambigua fe en el futuro. Hoy, solo tristeza.