Saco de la biblioteca el primer tomo de la Correspondencia Perón-Cooke. En los momentos en que cuesta un poco respirar, me sirve volver a leer, sobre todo, las primeras cartas, con todas las estrategias y definiciones sobre qué debía ser la resistencia, las preguntas sobre qué es –y qué será– el peronismo como movimiento más allá de la institucionalidad, en el momento de la derrota. Me alegra también porque en el libro hay un boleto de tren Quilmes-Constitución de mi madre del año 73, cuando era ella la que lo leía entre su casa, la militancia gremial, la facultad de Filosofía. Imagino, desde mi lectura contemporánea, su lectura del 73 sobre esa lectura que hacen Cooke y el General en el 55. Las cartas me recuerdan que este país tiene, y ha tenido, un movimiento popular que, profundamente arraigado en su escena material, forjó un espacio atemporal, estableció un nuevo origen de lo común, otras formas de decir la patria, una nueva narrativa religante sobre la historia, el presente y el futuro, un magma, un tejido, sobre el cual cada acción –gremial, cultural, social– devenía política porque se hacía inteligible bajo una escena donde se situaban el conflicto, los enemigos, la violencia, la justicia. Un movimiento obrero, estudiantil, popular, que supo dar contenido a esa trama común desde una muy sofisticada estructura organizadora de la experiencia subjetiva.

Esas cartas me sirven ante tanto planteo vulgarmente “materialista” que viene a explicarnos que nunca entendimos que era la plata, finalmente, lo que movilizaba a los sectores “populares”; me sirven ante algunos amigos, compañeros, que se suman a la “vocera” de los “pobres” para corrernos por “progres” (pero, sobre todo, para correrse ellos –como si se pudiera– de esa condición). Es decir, ante quienes vienen a decirnos lo mismo que la derecha –que los sectores populares no disputan el espacio simbólico– y a repetir su operación: excluirlos de cualquier orden que pueda reponer una discusión que no sea la de alimentarse. Como si la forma de politización del sujeto popular en la Argentina no se tratara históricamente de una serie de producciones de sentidos, sensibilidades, comprensiones, que se superponen y transforman tramas preexistentes, tramas que no son otra cosa que la materialidad habitable de lo social. Configuraciones del mundo donde esos espacios tejen matrices inclusivas cada vez más complejas e inmanentes de constitución de un tiempo y un espacio. Donde el campo de la sensibilidad –como capacidad de ser afectados– está altamente subordinado al tratamiento de ese mundo simbólico compartido. Como si bajarle el precio a esto no fuera nuestra primera derrota.

Por supuesto que nuestro único horizonte vital –como movimiento popular– es el de tener una capacidad de respuesta a todas las sensibilidades victimizadas de nuestro tiempo, y, por lo tanto, nos debemos muchas preguntas sobre cómo volver a enlazar el malestar, la violencia, las formas de opresión sobre los cuerpos con un modo de conflictividad que pueda ser política. Quizá, para empezar, haya que pensar si nuestro sujeto no está mucho más cerca de mis abuelos, los de la plaza del 45, sin estudios primarios o secundarios terminados, precarios, sobreexplotados, que de los trabajadores formales que intenta seguir representando la CGT. La cuestión es si, para eso, no hay que partir de las comprensiones sensibles que son pura política actuando culturalmente, en estado de constante actualización, para volver a decir la experiencia violenta de la explotación, y no a la inversa.

Las cartas me recuerdan, también, que la política popular siempre tuvo una discusión con respecto a la institucionalidad. El peronismo nunca terminó de estructurarse, es el poder en estado de práctica pura. No hay representación que finalmente lo salde: la política popular siempre es una red, una trama, pero se recompone políticamente cuando logra establecer un problema común y un estado de la cultura, de la opinión y de la confianza capaz de explicar y abordar ese problema. Me sirven frente a los análisis de cierta parte de nuestro campo de pensamiento, de los interesados en la política, de los informadores periodísticos, que narran lo que acontece desde el estado cristalizado de los movimientos políticos y sus internas, las jugadas personales y las características de las conducciones, los triunfos o los fracasos desde las lógicas de las políticas públicas. ¿Se podrá pasar de los acuerdos superestructurales entre pedazos partidarios a una visión democrático-popular de bases, de políticas hermanables, de cuadros, de militantes, de intelectuales, de agentes de la cultura?

Dice Nicolás Casullo, pensando la crisis del 2001, que se evidenció allí que la sociedad hacía política –se rehacía políticamente– donde lograba que la vieja y consuetudinaria política no pudiera seguir despolitizando a los sujetos. La política nacía entonces desde bases fragmentadas, a partir de la revelación –antes que todo– de su propia nada a superar. El acontecimiento diario de “los que no se sentían representados” por la política establecida era la condición para el regreso de la subjetividad política en acto. La recomposición que se dio para intentar saldar el problema de la representación política pos 2003 es tributaria también de esos procesos de politización de la década anterior (los 90), que explotaron en esa crisis del 2001 y que llevaban esa lógica: su condición se basaba en la disposición de una sensibilidad. Frente al problema de la representación política hoy nuevamente en escena, los recursos de las politizaciones pos 2003 a las que muchas veces se recurre en esos análisis –de corte más institucionalista– parecen, al menos, escasos, ya que, por definición, como toda lógica ligada a la institucionalidad, son más conservadores. Entonces, cuando la derecha construye estos protagonistas esporádicos de corte contrainstitucional y antiinstitucional, ¿desde dónde nos reconstruimos para reponer nuestra fuerza? ¿Cómo podemos restaurar formas políticas que enfrenten a los olvidos brutales? Seguramente no será desde la lógica del espectáculo, donde la derecha es “exitosa” en millones de clicks y reproducciones porque es tan fascista como ella. Para disputarles cómo volver a decir la incomodidad del mundo, habrá que encontrar todas las formas reparadoras, de cuidado, que indudablemente nos seguimos dando como pueblo, que siguen habitando lo popular, pero en una lógica desestatalizada y, todavía, sin lengua específica.

El domingo voy a ir a votar segura de que la mayor responsabilidad que tengo en nunca abandonar estas certezas, ni olvidar mi confianza absoluta en nuestra tradición política popular. Que para hacer frente a la avidez de la derecha que representa el 40 por ciento del electorado –por lo menos–, a un sentido común cotidiano bombardeado a golpes por las todas las lógicas del espectáculo, donde lo único cierto parece ser la violencia arrolladora del capital, lo mejor que tenemos es nuestra persistencia que arrastra a la política hacia su propio límite para volverla productiva nuevamente para las masas. Con la confianza en la espontaneidad creativa del pueblo, que rescata formas del tiempo, saberes, transmisiones, legados generacionales, para intentar volver a decir una experiencia que pueda frenar ese deseo reaccionario de sepultar definitivamente a la política “intrusa”, “interventora”, “populista” y dejar un mundo donde solo habiten empleadores y empleados bajo subjetividades traumatizadas. Que en cada gesto de la política popular perdura la única posibilidad frente a cada negación, a cada acusación, a cada intento de arrasamiento. Que habita allí la resistencia al nihilismo de la marcha absolutista de la historia, para balbucear, como se pueda, desde los restos, otro intento de comunidad. Que la patria existe, incluso donde ya no se la espera, como un boleto de tren adentro de un libro.