El tema está instalado: el quince de abril pasado, ante el aumento de contagios y muertes en Argentina por la pandemia, el gobierno nacional decretó medidas para intentar prever la situación, y automáticamente entramos en una vertiginosa “realidad” de fallos y noticias, en discutir la “autonomía” de una ciudad o la “presencialidad” en las aulas mientras la muerte física acontecía y crecía sin parar. Esa es LA VERDAD. Hasta la cadena nacional del jueves por la noche en la que Alberto Fernández volvió a decretar una serie de medidas restrictivas para tratar de frenar con nueve días de encierro la escalada de contagios, la muerte no fue audible. Sea porque en nombre de la libertad y de una supuesta “vida normal” que ya no podría retraerse ni suspenderse, o por cierta sedimentación necesaria en el tiempo, lo cierto es que no existió entre nosotros la posibilidad de construir un potencial crítico para asumir el estado de las cosas.
Mientras algunos corríamos espantados por el no cierre de las escuelas y pasábamos datos para armar recursos de amparo, los otros sopesaban lo particular de la forma argentina en lo general de la pandemia mundial. Hablamos de semáforos para determinar restricciones, de la economía y de los padres que trabajan; citamos los estudios subsidiarios donde se nos da la razón para abrir o cerrar la circulación, y ni hablar de los que se ocuparon de comprender las contradicciones éticas y jurídicas que presentaba el fallo de la Corte Suprema ante la apelación del gobierno porteño de Cambiemos para incumplir las medidas restrictivas que decretaba el Ejecutivo nacional. Lo que efectivamente no quisimos o no pudimos todos es hablar de muerte. En consecuencia, si se quiere en espejo, se percibió la imposibilidad de significar el valor-vida que venimos teniendo como sociedad.
¿Cómo se ensaya una idea de mundo –“libre” o “justo”, como prefieran– sin tantear el valor colectivo que le damos a la vida? En medio del ruido continuo que duró este largo mes, hicimos inaudible lo irreparable de la muerte. Lo tapamos, como a una oscuridad traumática en el horizonte del paisaje nacional, que en su retorno traía memorias del dolor pasado. Pero lo que sucede –como siempre que se tapa– es que al privarnos del dolor o al pretender suprimir las memorias de lo doliente también volvemos a suspender la imaginación de un futuro.
El futuro es la vida, ciertamente. Pero no hay dimensión de la vida en cuanto futuro hasta que no se conoce y asume la muerte en el presente y en el pasado. Como plantea estéticamente bien la serie alemana Dark, la herida de un colectivo a través del tiempo reclama cierres multifocales, también capacidad de ensayos para el amor como para el combate, de intensidad profunda y superficial, lentos o vertiginosos, todo al mismo tiempo. Porque toda idea de comunidad exige un ensayo del mundo. Más allá del sentido básico de los intereses en común y los fines racionales –positivismo, en fin– que imperarían como motivos de una acción social colectiva, de la “sociedad argentina”, hay en este momento en el aire un dato crucial que excede a nuestra racionalidad sobre la pandemia, sobre el cuidado en esta tierra, sobre por qué verdaderamente importa volver a pensar la VIDA de los argentinos.
Me acuerdo de que, cuando en el verano 2019 nos sentamos a pensar un nuevo año de SANGRRE sin siquiera imaginar este presente pandémico, dijimos LA VIDA IMPORTA. Queríamos dar cuenta de esa fuerza que brota invisible entre la vida y la muerte, la vida que se logra resistiendo, la comunidad que se imagina mientras se resiste. Lo esgrimíamos como amuleto-deseo luego de tres años de resistir la comunidad malograda que propuso y sigue proponiendo la derecha en el mundo y todos sus derivados criollos. La vida importa fue nuestro norte para situar la trascendencia política que puede tener aquello que quedaba escondido mientras gobernaron nuestro país, y de lo que nunca nosotros podríamos ni debíamos olvidar. Un gran dolor, pero también una gran esperanza.
La idea de comunidad, decía Nicolás Casullo, también es su infinita ausencia, lo que no termina de constituirse en su nombre, o en su nombre se derrumba; esa sabiduría que en nuestra tierra siempre vuelve hecha multitud, que asalta cuando no se espera, como la voz de ese maestro porteño –que corrió por los mensajes de wasap– gritándonos desesperado en la puerta de un colegio para que finalmente se escuche lo que importa. La idea de comunidad así oportunamente gritada es el resto de cultura rescatable en todo este malestar argentino. Es la lágrima confesada de mis compañeros docentes y militantes, es caer de a pie al costado del carro patrio y permitirse el dolor tan ajeno al espectáculo barbárico.
Semana de mayo e inescuchas colectivas. Sin duda –sigo siempre leyendo a Nicolás–, “si como pensaba Benjamin, todo documento de cultura contiene su rostro de barbarie, estaríamos en una edad del mundo de sofisticadas operatorias donde finalmente esa misma barbarie que acabó devenida documento histórico contiene un resto oportuno de cultura rescatable”. La celebración de los 211 años de la Revolución de Mayo será encerrados mientras esperamos un nuevo invierno sobre nuestras pampas; lo que la memoria debería recuperar en estos días –aunque nos retorne un poco sucio e incómodo– es la conciencia de eso inescuchado en nuestra comunidad, quizás como pasaje obligado, rendija oportuna para que cuele lo verdaderamente rescatable en términos constitutivos de esta patria… Argentina importa porque la vida importa.