Amaneció en Puente Alsina y unos rayos indecisos iluminan el campanario de la Iglesia de Pompeya en Saenz y Esquiu. Las persianas de los locales ya se habían puesto tímidas con la pandemia, pero hoy parecen cumplir la ceremonia del silencio rotundo frente a tu partida.

Estas cuadras “cruzando el puente” siempre fueron para el linaje popular sureño un cúmulo de expectativas, de sensibilidades, de crucecitas dibujadas en el aire contra el pecho. Fueron “la entrada” de los carros en la época de las “ranas”; y a partir de ahí, el tránsito intenso de los sueños morochos –esos que van, se rompen y reconstruyen–, los sueños sobre los que también se construye nacionalidad. “Argentina/Maradona”: ese diálogo talismán que nos otorgó significación en cualquier rincón del Planeta-Babel, a partir de hoy se comprende un poco más. Porque nos ata a tu trayectoria: vos cruzando el puente con el atrevimiento de un héroe popular, entrando a la cancha con quince años sedientos de ilusión, pateando con la gracia criolla brillándote en los ojos, con la ansiedad apretada en el mentón por las dudas, a ver si viene uno que nos quiera pasar… a ver si hay alguien que nos quiera bajar el precio…  a ver si creen que no somos nada, Diego.

Por eso, como me escribió ayer Silvana desde Santiago, tu muerte se siente más que ninguna. Hoy somos lo que queda al descubierto atrás de tu inmensa espalda de deseo, atrás de tus giras eternas, después de los sueños cumplidos, pero también del dolor acorralado. Somos tu pueblo siempre a punto de ser derrotado. Somos los que esperábamos que salgas a responderle al patrón, al gorila, al cana, al cheto, al careta, a Estados Unidos y hasta al Papa.  Si alguien supo lo que nos cuesta percibir la propia existencia argentina fuiste vos, y si alguien se hizo cargo de ese problemita genético, también. Tu talento es lo que hiciste con eso: la destreza con que lo recibiste de pecho, lo bajaste en el área y el zurdazo digno con que la clavaste en el ángulo.

Puede ser en esta galería donde te compraron las zapatillas de chico, o en la escalinata del santuario donde nos bautizaron –tradición lanusina si las hay–. Puede ser en la parada del 28 donde soñaste con tener una casa con pisos de material o en la pizzería La Rumba donde te gastaste el primer sueldo comiendo con tu vieja. Puede ser al pie del árbol que está al lado del busto de Homero Manzi o en la Feria de los Pájaros… como en cualquier rincón de esta pampa cruel –cada quien sabrá cuál– que se extiende hasta hacerse país, continente, mundo… Cualquier momento y lugar donde hoy se revela tu verdadera ausencia es patrimonio del saber popular, es la dignidad argenta –como dijo Martín– pidiendo redención a gritos. Porque en algún sentido fuiste todo lo que teníamos, el compañero que te espera en la esquina cuando te llevaste todo a marzo para invitarte una birra, la vieja que saca un billete de donde no tiene para que no se te arruine la ilusión temprana de un juguete, el cúmulo de lo posible en esta tierra amante de los mitos para enrostrárselos al que nos niega, para gambetear al que todavía le damos vergüenza, para enfrentar al que desprecia nuestros fracasos… Tu vida como nuestro puente entre la pobreza y la gloria, entre Lanús y el mundo, entre el barro y los salones más sofisticados del planeta.

Pasa otro 28 hacia Plaza de Mayo. Allá estás vos rodeado de un pueblo cansado y que te ama, empezando a recorrer el último puente. Cuando llegues, Diego querido, contale a Dios cómo somos, que a vos te va entender, decile que, en la batalla entre el cinismo y la ilusión, todavía soñamos con verte jugar a la pelota y sonreír.