Eran principios de los 90, teníamos nuestra primera consola de juegos en casa y había que ir al paso de la calle Coronel D’elía donde se vendían los casetes con los jueguitos grabados. Cuando el colectivo pasa por la esquina del Evita, hacemos la referencia obligada a la cuna del Diego. Nunca hubo una placa, pero no hacía falta. Todos los morochos, los villeros, los cabecitas de Lanús lo repetimos sin esfuerzo, no para engordar su presencia en nuestra memoria sino porque así habitábamos la de él. Porque en esa memoria, en ese amor con el que antes solo nos había mirado Eva, palpábamos la certeza de que sentía la presencia de todos. Diego nos permitía habitar su felicidad porque la construyó solo para compartírnosla.
1994, Marcha Federal y aparece una bandera con la imagen del Diego. El Diego al que le acababan de cortar las piernas como una representación de lo que a muchos les había pasado durante los 90 en Argentina. Siempre hay una imagen, una frase, una respuesta del Diego donde cabe lo popular. También en las derrotas, porque lo mataron muchas veces pero no lo quebraron nunca. Diego es nuestra resurrección, siempre está un segundo antes de la brutalidad que impide la empatía. Entonces, arrastra la marca y nos regala un antídoto infalible contra el cinismo.
Inicio de los 2000, estamos cruzando la frontera entre el país vasco y el sur de Francia. Todo el mal humor y la frialdad de los policías franceses para revisarnos los bolsos, hasta que tienen los pasaportes en la mano y, entonces, el “¡Argentina, Maradona!” les cambia el semblante, unas palabras entre risas y pasamos rápido. Sólo el Che antes que el Diego había logrado permear las sensibilidades populares de todo el Mundo. Fiorito. Nápoles. Cuba. Sinaloa. El Mondongo. Impecable itinerario para un Dios de los humildes. Como dice mi hermano –un gran maradoniano–, no existe una trayectoria sin la otra. El gol a los ingleses sin la foto con Fidel; el campeonato imposible del Napoli sin el Scania en medio de Barrio Parque; el pase de gol a Caniggia con el tobillo estallado sin el enfrentamiento con Havelange. Nunca se entendió con la burguesía catalana. A Boca, el eterno ganador de la estructura profundamente desigual del fútbol argentino, no podía darle mucho más que el amor incondicional a su camiseta. Su energía se despertaba para pelear el descenso en el Bosque. Toda escena común se sostiene sobre alguna forma de exclusión. El Diego nos lo recordaba porque siempre estaba atento a esos restos y, entonces, los volvía visibles, para que tengamos que pensar, al menos por un instante, qué responsabilidad tenemos con ellos.
Noviembre de 2020 y hace más de veinticuatro horas que no podemos parar de llorar. Es el dolor inmenso de sentirnos un poco más en soledad, huérfanos, como cada vez que nos deja alguno de los que decidieron llevarnos a cuesta para no soltarnos nunca.