Osvaldo Nemirovsci
Osvaldo Nemirovsci

Los conflictos políticos se expresan y materializan de diversas formas. Una de ellas es la persistencia en mantener, con algún sustento mediático, denotaciones que van adquiriendo simbologías y mantienen su peso en el imaginario colectivo. Y más cuando en ambos lindes de ese conflicto político existen algunas voces dispuestas a sostener con una nominación crispada esa pugna. Y entonces a un conflicto político se lo llama “guerra”.

A partir de la sanción en 2009 de la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual, se intentó, cumpliendo sus requisitos legales, imponer la regulación que se establecía para las empresas poseedoras de medios de comunicación vinculadas a la industria audiovisual. Algunos centros de influencia en ese mundo mediático hablaron de “guerra” contra ellos. Algunos impulsores de la norma, también. El gobierno, encabezado por Cristina Fernández no. Nada de guerra, solo intentar que se aplique una decisión legislativa sin que hubiese ante ella posiciones privilegiadas para no cumplirla. No había “guerra”, solo existía por un lado un mandato legal y por otro, continuas desobediencias y chicanas jurídicas hacia esa obligación legal.

Tal vez algunos espacios menores en el amplio pliegue del funcionariado público hablaron de “guerra”, equivocando el camino a seguir. Quizá la exageración de los conversos, unida a cierta insolvencia para la función que ocupaban, llevó a que no hicieran casi nada bien. Y, hay que decirlo, la ley tan esperada, tan necesaria, la norma mas debatida y democráticamente aprobada en los últimos años, no tuvo la vigencia que se esperaba de su articulado. Desde ya, relaciones de fuerza chocaban y generaban avances y retrocesos. Otras prioridades ocupaban la tarea de los principales liderazgos y, al quedar la norma en manos menores, con cierta incapacidad política e intelectual y administrativa, no tuvo el desempeño deseado. Pero sí quedó en el tiempo esa triste idea de “guerra” contra alguien, cada vez más agitada por los que debían cumplir la ley y no lo hacían, pero también por aquellos funcionarios párvulos que no lograban hacerla cumplir.

Pasaron años y hoy algunos medios vuelven a hablar de “guerra”. Que, al igual que ayer, no lo es y solo enmarca un conflicto político al que, para resolverlo, hay que aquilatar con la legalidad. Ayer una ley, hoy un DNU, el 690/2020, que declara como servicios públicos esenciales a la telefonía móvil, a Internet y a la TV paga.

Hoy sería bueno que los que apoyan esta disposición legal no violenten las palabras ni exageren sus contenidos y tomen en serio la declaración del presidente Alberto Fernández cuando dice “no estamos en guerra con ningún sector”.

Ahora, veamos el marco político, permitido, judicial y legal que este DNU permite.

Entramos al Derecho Administrativo y hallamos definiciones como la de Rafael Bielsa, que dice que servicio público es “toda acción o prestación realizada por la administración pública activa”.

El francés León Duguit dice en 1926: “En suma, la noción de servicio público parece que puede formularse de este modo: es toda actividad cuyo cumplimiento debe ser regulado, asegurado y fiscalizado por los gobernantes, por ser indispensable a la realización y al desenvolvimiento de la interdependencia social, y de tal naturaleza que no puede ser asegurado completamente más que por la intervención de la fuerza del gobernante”. Otro nuestro, Agustín Gordillo, sostiene que “el poder público se hace así presente a través de un régimen jurídico especial que subordina los intereses privados al interés público, fundamentalmente en razón de proteger la continuidad del servicio”.

Como se aprecia, todas estas definiciones tienen algo que avala al DNU actual; algunas plantean miradas distintas, pero en ninguna se advierte que exista una discordancia legal.

Más allá de los postulados de los especialistas, se acepta que los servicios públicos pueden ser esenciales y no esenciales. Obligatorios y facultativos. E incluso, en función de quienes sean sus beneficiarios, se pueden repartir entre uti universi (población en general)  y uti singuli (para aquellos quienes la utilidad del servicio es concreta y particular). En este espacio de los uti singuli pondremos los servicios vinculados a las comunicaciones.

En este punto vemos distintas posiciones respecto a las empresas prestadoras de servicios de comunicación y, entonces, no hay coincidencia sobre cómo es su naturaleza jurídica, el carácter de su propiedad, cómo debe ejercerse el control y la regulación sobre su desenvolvimiento, etc. Así suele ser el derecho y su interpretación. Por eso es útil que la política, como parte de la función pública y, por ende, espacio de debate del derecho administrativo, pueda también sustentar sus posiciones.

Hay quienes dicen que las telecomunicaciones son parte de una amplia gama de sectores que se integran en el mapa de lo estratégico como valor de soberanía nacional en su relación con la cultura y el ámbito del desarrollo económico. Así, se consideran servicios públicos por relacionarse con el derecho a satisfacer exigencias generales que pueden ser esenciales y, en este tenor, el Estado debe participar en su propiedad, prestación y fijar políticas que orienten horizontes de solidaridad y equilibrio mediante la regulación de tarifas, subsidios y beneficios a parcelas sociales de bajos recursos.

Claro que también están aquellos que sostienen teorías mercadocéntricas y, por lo tanto, ubican al mercado como regulador y ven en lo privado exclusivo todas las ventajas de una sociedad. Promueven como único anhelo la rentabilidad financiera, creen que los precios reales son los que ellos fijan y su universo es el de la economía abierta y globalizada. Pensadores famosos y algunos serios como Milton Friedman, Robert Tollison y Ludwig von Mises avalan estas ideas.

Frente a esta posición, nos gustaría citar al economista colombiano Eduardo Sarmiento Palacio, quien dice que el sector “de las telecomunicaciones no funciona con las premisas del libre mercado, pues a diferencia de otros marcos comerciales acá la presencia de muchos productores no significa ni menores costos ni limites a la ganancia”. Imaginemos: ¿cuánto más se notaría la falta de límites en “costos y ganancias” si el mercado es ocupado en forma concentrada y dominante?

Sarmiento Palacio arroja luz cuando dice que “los operadores oficiales y privados están en capacidad de ofrecer los productos y los servicios al menor costo; la diferencia está en que los privados los hacen en beneficio particular y los públicos en beneficio general”.

¿Está mal pensar de una forma u otra? No, en absoluto. Vivimos en una Argentina democrática y esas posiciones tienen la libérrima posibilidad de expresarse donde y cuando quieran. Claro que, al surgir colisiones respecto a cuál es la adecuada para ciertos contextos, se impone la que se sustenta en la licitud y legitimidad del poder político obtenido mediante formas democráticas y que se condice con aquellas definiciones del Derecho Administrativo que le dan validez legal.

Esto, ni más ni menos, es lo que está haciendo el gobierno con el DNU 690/2020, respecto del cual, por otro lado, no hallamos en nuestra Constitución Nacional y sobre todo en su artículo 99 nada que impida su validez. Destaquemos que tiene pendiente un trámite de aprobación parlamentaria, por lo que se debatirá y resolverá en sede legislativa.

Lo que ocurre hoy en nuestro país no es un debate local. Los servicios públicos y las comunicaciones en particular tienen en todo el mundo el signo de la transformación, desde lo teórico y desde su misma utilidad fáctica. Las disputas ideológicas, las nuevas relaciones de poder universal y las mutaciones geopolíticas pegan en el corazón del mundo infocomunicacional, haciendo que modifiquen velozmente sus “verdades”. Hoy no hay una “verdad” que valide las formas en que se desarrolla el mundo de las TICs. Hay vaivenes, hay cambios y hay pugnas. La teoría del Servicio Público, con su matriz de función social del Estado y su carga de solidaridad, ha sido golpeada pero no desaparecida. Los principios de cierto capitalismo “salvaje” son criticados y repudiados pero tampoco desaparecen. Entonces, resuelve la política y su poder de gestión.

Eso es lo que se hace hoy en la Argentina. Sin “guerras” ni agravios ni ataques a nadie en particular. Se impone legalmente una postura que busca favorecer a usuarios. Y se hace dentro de la más completa legalidad.

Dicho esto, y una vez explicado en este texto la legalidad de la medida, veamos las condiciones políticas y la oportunidad de hacerlo.

Por un lado, la única forma de congelar valores de telefonía móvil, Internet y TV paga, una vez fracasada la negociación para que las empresas lo hagan, es lo que se hizo y que permite al Estado recuperar facultades regulatorias y, por lo tanto, ser participe en la fijación de las tarifas. Esto beneficia a millones de personas usuarias. También advertimos que perjudica, salvo que se reglamente ad hoc, a cientos de cableoperadores cooperativos y unifamiliares y a centenares de  pymes de capital nacional que brindan Internet en el interior del país.

Esta medida tiene otra dificultad en cuanto que los servicios afectados no tienen integración vertical en su estructura, y si bien el Estado puede impedir aumentos en los distribuidores, no puede hacerlo en los proveedores, por lo que esto provocará cierta distorsión al momento de evaluar costos y utilidades. Nada que no pueda superarse, pero sí algo para estar muy atentos.

No está de más contar que en los últimos tiempos, al menos un año, los precios de telefonía, Internet y TV paga se mantuvieron por arriba de la inflación. Eso habla de una ventajosa situación comercial y financiera para las empresas prestadoras. Nada malo, desde ya, pero sí una situación que las coloca en una buena posición para no sentirse en “guerra” hasta diciembre, que es el plazo que estipula el decreto.