Se cumple otro aniversario de la gesta patriótica de Mayo. Doscientos diez años desde que empezara a gestarse una nación, aún hoy inconclusa y, al mismo tiempo, agotadora. En esta contradicción permanente entre terminar de ser o morir en el intento se encuentra el particular matiz del sol de 25 que asoma junto a un virus fatal y alumbra las realidades más postergadas de esta patria.
Si bien es más el silencio o la reiteración lo que prospera en este tipo de celebraciones, no nos parecía oportuno dejar pasar la fecha sin al menos abrir o mejor dicho reactivar una conversación –las iniciadas con Alejandro Kaufman y Pedro Biscay fueron también en ese sentido– con Javier Trimboli. Historiador y docente de educación media y universitaria, coordinó en 2006 el programa “A 30 años del golpe” del Ministerio de Educación de la Nación, y entre 2014 y 2015 el Archivo Prisma, de Radio y Televisión Argentina. Fue compilador de Pensar la Argentina (1994) y Discutir Halperin (1997), ambos junto a Roy Hora, y del libro de entrevistas La izquierda en la Argentina (1998). Como autor, publicó 1904, por el camino de Bialet Massé (1999); Espía vuestro cuello (2012); Los ríos profundos, con Guillermo Korn (2015); Dos siglos en doce meses (2015); y Sublunar: entre el kirchnerismo y la revolución (2017).
Estamos atravesando el 210 aniversario de mayo, que, como siempre, trae aquella vieja palabra “revolución”, que a pesar de ser hace tiempo un eco que remite a algo ubicado en el pasado mucho más que en el futuro, no deja de resonar de modos diferentes a partir de cada presente –y podríamos decir que estamos inmersos en un presente singular tanto nacional como mundialmente, ¿no? Esto, pensando con el Nicolás Casullo de Las cuestiones –que situaba un fleje histórico de su y nuestra contemporaneidad respecto del horizonte de la revolución–, pero también con el Javier Trímboli de Sublunar, donde ensayabas una lectura de la experiencia de los “años kirchneristas” que también situaba (a distancia) a revolución como concepto. Eso claro, en 2016 y bajo el tamiz de comprender un proceso y una derrota.
¿Cómo te resuena, o dirías que puede resonar, ese eco que mayo trae indefectiblemente en clave de “revolución”? Esto, en relación con aquella mirada tuya sobre la “no revolución” que sin embargo tuvo como fruto una experiencia política original y disruptiva, pero también en relación con este presente ya no de derrota pero sí de urgencia por pensar políticamente, y por llevar adelante una acción política –que siempre es, al fin y al cabo, hacer algo con el presente, con cada presente que nos toca, ¿no? ¿Qué decir de la revolución de mayo, de las urgencias de mayo, de la argentinidad que se trama en esos hilos que cambian y persisten?
Es cierto que si a la revolución se la ensalza al punto de volverla celestial –ya sea por lo unánime, ya sea por lo pura–, todo lo que luego ocurre queda en su sombra y resulta muy poca cosa. Incluso, se podría decir, cuando la revolución era lo que inexorable y definitivamente iba a ocurrir en un futuro por el cual, de todas formas, había que luchar, a la otra, a la revolución de 1810, se la entendía solo como incompleta, falsa o meramente ideológica. Burguesa. Hoy, cuando nada de lo necesario e inexorable quedó atado a su nombre, la impresión es que podemos ver mejor cuál fue su consistencia e inscribirnos de alguna forma en ese legado. Aunque la condición de ese “ver mejor” nazca y se haga fuerte en el hecho de que, en tendencia, sus “tesoros” –como escribía Hannah Arendt– se hayan vuelto cada vez más difíciles de hallar en el presente y en lo que de él se desprenda.
Desnudado de la grandilocuencia o del ninguneo, que van de la mano, “mayo de 1810” a mi entender hace resonar la chance de iniciar algo nuevo –que incluso se crea radicalmente nuevo–, algo que refunde una vida en común hundida, desfalleciente; y, casi al mismo tiempo, con ese acontecimiento escuchamos un desborde de multitudes que habían crecido en los márgenes de la sociedad, abandonadas por ella, y que fueron convocadas en socorro fundamentalmente del partido de la revolución. Lo hicieron triunfar pero impusieron su presencia. Un “exceso de vida”, como escribía Sarmiento, que ponía a la civilización en riesgo y que, a la par, era capaz de proezas políticas de todo tipo, hasta de las más bárbaras. Llegar hasta Lima haciendo la guerra o sostener a Rosas hasta las últimas consecuencias. La doble condición de la revolución. Arduo sería para él y para las clases acomodadas colocarlas en orden bajo su sujeción.
No tengo dudas de que 1945 supo otra vez de la combinación rasposa de estas dos cosas, novedad –refundación– y masas. Junto con un vacío de poder, ligado como en 1810 a una crisis europea pero que ya tenía otro talante porque, luego de la segunda guerra, de Europa y de la civilización no quedaba nada en pie, ella misma lo había ahogado. Sólo sobrevivirá el mandato de crecimiento económico, de un mundo que se aprieta y lo aplasta todo a través de la economía y de las comunicaciones. En ese contexto, la población se enardece por las libertades individuales.
¿Nuestro presente? Aun con todo esto, a partir de 1998 en América Latina se iniciaron un conjunto de experiencias políticas y sociales que, en su entrelazamiento, vale invitar a que se las piense muy cerca de una revolución. Exitosa, además, o que logró triunfos políticos insoslayables. Esta situación no está cerrada. En 2019, de hecho, se reencendió y por eso llegó a sospecharse en un estado de guerra civil larvada en el espacio continental. Incluso con libretos que Occidente había revalorizado después de 1989 –el de la democracia representativa, por ejemplo–, que se prendieron fuego cuando hubo que recurrir a viejas medidas para alinear a Brasil y luego para derrotar a Evo Morales en Bolivia. A la pandemia hay que pensarla en esta trama, no como su limpia exterioridad. Se está queriendo hacer de ella la fuerza que le dé una forma lo menos inconveniente posible al gobierno de Alberto Fernández. La crisis económica que preexistía, y que ahora amenaza con una gravedad difícil de imaginar, hace prever que las tormentas sociales serán muy ciertas. Por acá veo que se puede entrometer una vez más el legado nunca fácil de asir de las revoluciones. Es tarea de la política, en un terreno complejísimo, hacer posible que algo nuevo se inicie, que el entusiasmo por la vida en común más justa y plena conozca un nuevo capítulo.
También a propósito de la gesta de mayo, el centro de los acontecimientos, según el trabajo histórico que le prosiguió, se erigió sobre diferentes formas de leer modalidades de inserción comercial y financiera primero de las Provincias Unidas y luego de la República Argentina en la nueva economía atlántica. En momentos donde esas posiciones vuelven a encarnizarse, alrededor de la deuda externa, alrededor de la crisis económica (y de la economía como crisis perenne) que atraviesa el país, ¿qué variables pensás que puede aportar la perspectiva histórica en cuanto al debate abierto sobre esa modulación de intereses? ¿Qué discusión nos debemos los argentinos de cara a reestablecer una propiedad soberana sobre el recorrido colectivo y común, y sobre sus tensiones y antagonismos constitutivos?
Desde ya, entiendo que nada en este plano será independiente de cómo se resuelva lo que señalaba en la anterior respuesta, el nudo de esta coyuntura. En una carta con tono de balance desesperado y en 1830, Vicente López le decía a San Martín: “La revolución consagró el principio: patriotismo sobre todo; la contrarrevolución, sin atreverse a excluir este principio, de hecho lo miró con mal ojo y dijo sólo: habilidad y riqueza.” Desde el exilio, el héroe de Chacabuco sencillamente le da la razón y no por mera formalidad. Ni en uno ni en otro –así como tampoco en Rosas, en Carlos Antonio López o en su hijo Francisco Solano– era dominante la idea de que el patriotismo significaba cerrar las murallas e incomunicarse del mundo, labrar una vida económica que desconociera o le diera sin más las espaldas a las fuerzas más desarrolladas que eran en ese entonces las inglesas y en un segundo nivel las europeas continentales. Patriotismo, es decir, soberanía nacional, no era sinónimo de autonomía pura, de aislamiento empedernido, pero sí traía consigo inevitablemente la necesidad de hallar un camino más atento a los tiempos y equilibrios propios. Frenar lo que había de avasallante en ese predominio económico que imponía un ritmo que obligaba a dejar atrás a todo aquello que no se sumara fácilmente a él. Por ejemplo, a indios y gauchos que eran una rémora, que ni con excesivo dinero y tiempo se los transformaría en otra cosa, en “obreros ingleses –como escribió Alberdi– que trabajan, consumen, viven digna y confortablemente”. Martí escribe en Nuestra América, en discusión casi directa con Alberdi y su trasplante inmigratorio, que le demos lugar al mundo pero que el tronco sea el nuestro. Es encontrar la manera para que las distintas regiones se integren a la nación, que no sobrevivan desgarradas, debilitándola de manera inexorable. No condenarnos a ser exportadores de materias primas, a contraer empréstitos gravosos que se llevan como una cadena.
Digamos entonces que hoy no hay cómo rechazar la deuda externa, no hay cómo no hacernos cargo de ella, sin lastimarnos aún más. El camino a tono con lo más interesante que se pensó y actuó en el continente es el que se está siguiendo. Dicho esto, no concluiría todo tan rápido. Es decir, el macrismo es responsable por esta deuda que tuvo una finalidad política alevosa: doblegar la experiencia en la que estábamos embarcados, hacernos retroceder hasta el desánimo. Que nos atrape el sinsentido de empezar todo otra vez de nuevo. Deuda que nos pone al borde de la ruina por muchos años y, dada su altísima responsabilidad, está al borde de lo insoportable que no pague por ella. A la vez, bajamos muy rápido la guardia y de repente parece que el FMI pasó a ser un amigo de nuestra posición soberana, cuando claro está que se trata de otra cosa. Desaprendemos todo si lo enfocamos así. Ahora bien, atrapados en esta aguda crisis que es global y de la que no se sabe con certeza cómo se saldrá, es bastante lo que desde nuestra posición se puede discutir. Una forma más justa y a la vez sustentable de trabajo con la tierra, que se monte sobre la cuestión de la reforma agraria que fue por años un tema del continente. Las formas del consumo que, salvo por una pequeña franja, entre nosotros estuvieron lejos de la obscenidad de las sociedades de masas norteamericana y europea, pueden pensarse a sí mismas, revalorizarse y convertirse en incipiente programa. Hay una importante experiencia que reactualizar en formas de vida que desentonen fuerte con todo lo que esta hora está revelando.
Hay, quizás siempre, pero en todo caso hoy una vez más, una tendencia marcada a reflexionar Argentina sobre el eje del futuro; esto se verifica incluso en nuestros referentes que vienen del peronismo, fuerza mitológica que siempre vuelve a repensarse a partir de su experiencia fundante. ¿Qué opinión tenés sobre esta idea de que la actual coyuntura pandémica bloquea libertad a la hora de imaginar destino o posibilidades? ¿No leés ahí cierto gesto deudor de la idea progresista de la historia, con los riesgos o limitaciones que esto implica, en clave benjaminiana, por decirlo a lo bruto, pero también en términos de una experiencia propia en la que la apelación al futuro pareciera ser el deporte favorito de una minoría cuyo accionar se dedica a clausurarlo sistemáticamente para las mayorías (los cuatro últimos años rebosaron de terceros semestres, en este sentido)? ¿Hay en la idea revisionista de la historia una noción de destino que no aporte a los soportes argumentales de los “deseos, los sueños, la voluntad” (todos conceptos del liberalismo espectacular americano)?
Estoy de acuerdo al menos con una parte de lo que la pregunta permite entrever como su postura. No se entiende, para ser suaves, cuál es el sentido del ejercicio que se quiso poner de moda, y que invita a ponerse a hablar del futuro, a imaginarlo tan prolija como aburridamente, cuando es el presente el que por todos lados aprieta. Regodeo de aspirantes a estadistas en momentos en que difícilmente se pueda zafar de un cimbronazo de proporciones, si no es que ya estamos bajo su peso. Por eso, cuando leo los textos de compañeros y compañeras a los que se pretendió sumar a eso, pero que sólo expresan dudas y perplejidad, me contenta. Con el apodo de “venturoso porvenir” los gauchos nombraban a Bernardino Rivadavia que no paraba de hablar de tal cosa mientras intentaba hacerles la vida imposible. Sarmiento lo recuerda indignado, mientras persigue al Chacho Peñaloza que quiere negociar, por él y por los suyos, para seguir vivo en el presente. Fenomenal sabiduría popular que reconoce en las promesas que se proyectan sobre el futuro la trampa que se les está haciendo en el día a día. Esos diagramas límpidos no las incluyen, o solo les reservan un lugar a condición de que se vuelvan otra cosa, que se nieguen. Es de esta filiación la inclinación que lamentablemente ha resurgido y que se lleva muy bien con la tendencia a tratar despolitizadamente la crisis de la pandemia, neutra y científicamente.
Por el contrario, me parece que el pensamiento que proviene de ese pasaje denso por la revolución y la patria, pasaje que continúa, tiene que abocarse a descubrir cómo se sigue desenvolviendo nuestra historia, cómo se reanima la lucha luego de la derrota que se le infligió al macrismo sostenido por el FMI. También a prever los escenarios de conflicto que se avecinan. Estamos muy pero muy lejos de un presente de felicidad, lejísimos como quizás nunca de la posibilidad de entregarnos divertidamente “a los cuatro días locos que vamos a vivir”, para desentendernos de lo que aqueja y descartar las luchas que sería justo se activen. No es la oposición la que puede interpretar esos malestares que, por otra parte, nacieron de lo único que tienen desde siempre para ofrecer, más y más capitalismo, como economía y como religión. Abrazarse, o tocarse con el codo, en la comunidad del miedo. Sería muy útil producir discusiones que no aminoren en el pensamiento la radicalidad y los riesgos que la crisis que estamos atravesando merece que se le dediquen. Sólo así valdría tratar con ella. El espejo en el que nos estamos mirando es en verdad el de la ruina de un mundo forjado por fuerzas que condenaban a América Latina a todo tipo de penurias. No somos responsables por él, por su destrucción, lo mejor de nuestra historia pretendió hacer notas disonantes al margen, cuando no impedir este camino o subvertirlo.
Ustedes dicen: el peronismo como “fuerza mitológica”, el mito siempre en relación con su momento fundante. Y decir mito no es decir utopías ni deseos, tampoco ideas, es otra cosa. Por supuesto, es Mariátegui quien le dio una y otra vuelta a todo esto. El liberalismo le rehuye a tal cosa. Entiendo que, a pesar de la tendencia que enflaquece la “fuerza mesiánica”, no es poco lo que sigue vivo de ese mito, que encierra una idea de felicidad colectiva, que a la vez soporta la tensión con las fuerzas que buscan denodadamente sofocarlo, en su ofensiva incansable.