Durante meses lo veíamos de lejos, como si fuera una serie apocalíptica, tan de moda en estos tiempos. Parecía que ese porvenir aciago de funerarias colapsadas, fosas comunes y personal sanitario desbordado por la pandemia solo sucedía en Europa. Ya no. El futuro llegó, hace rato. Y es un palo. El epicentro de la pandemia ya es América.
El último recuento de la Universidad Johns Hopkins indica que en el mundo hay 4.716.513 personas contagiadas y que 315.225 han muerto. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), por primera vez desde el comienzo de la crisis en noviembre de 2019, América superó a Europa en número de casos confirmados: 1.819.553 contra 1.699.377.
Muchos países de Europa ya han habilitados paseos recreativos y algunos servicios no esenciales. Se analiza para fines de mayo la apertura de restaurantes y cafeterías. Alemania y Austria abrieron sus fronteras terrestres. Italia, el país más afectado, lo haría el 3 de junio. Grecia, Portugal, Francia y España piensan en como abrir las playas al turismo. También volvió el fútbol, la poderosa Bundesliga tuvo partidos este fin de semana. Eso sí: sin público y sin abrazos de gol.
En breve, la “nueva normalidad” permitirá a los europeos tomarse una cerveza con amigos, aunque con distancia física. De este lado del charco, ¿qué está pasando?
En el continente americano los sistemas de salud y los recursos económicos son limitados. Oscuro futuro les deparará a aquellos países que no tomaron medidas a tiempo, privilegiaron la mirada economicista sobre la sanitaria y subestimaron los alcances del coronavirus.
A dos meses del primer fallecido, Brasil está a la deriva, es el epicentro de la pandemia en Sudamérica y preocupa a sus vecinos. Los presidentes de Argentina y Paraguay, Alberto Fernández y Mario Abdo Benítez, respectivamente, coincidieron en declarar que el gigante sudamericana representa un riesgo. Tienen la autoridad para decirlo: ambos países fueron los primeros en la región en declarar la cuarentena y muestran números exitosos relacionados directamente con las medidas estrictas de prevención tomadas oportunamente.
Brasil tiene más casos de contagios y muertes que toda Sudamérica junta. El pavor es lógico, limita con diez de los doce países del subcontinente.
Jair Bolsonaro perdió dos ministros de Salud en menos de un mes y acaba de nombrar al inexperto general Eduardo Pazuello en el cargo; de esta manera ya son nueve sobre veintidós los ministros de origen militar.
Brasil se convirtió en el cuarto país del mundo con mayor cantidad de contagiados por coronavirus, después de Estados Unidos, Rusia y Gran Bretaña. A pesar de esto, y de que ya superó los 241 contagiados y tiene más de 16.000 muertes, Bolsonaro volvió a encabezar una manifestación en contra del aislamiento obligatorio.
El ultraderechista también entró en cólera cuando el diario británico The Guardian elogió la gestión de Alberto Fernández y fustigó la suya. Dijo furibundo que Argentina “iba camino al socialismo”.
Otros tres países de la región gobernados por la derecha han sido sobrepasados por el COVID-19. Se trata de Perú (92.273 casos y 2.648 muertes), Chile (46.059 casos y 478 muertes) y Ecuador (33.182 y 2.736), que al igual que en Brasil, Colombia y Uruguay han avanzado en el cercenamiento a los derechos laborales.
El dramático abandono de los sectores vulnerables y del personal de salud, las medidas tardías y el ocultamiento de información han sido moneda corriente en las administraciones de derecha.
En Perú cobró especial atención el llamado “éxodo del hambre”. 300.000 personas huyendo de las grandes ciudades hacia sus comunidades de origen por la imposibilidad de garantizar la vida.
En Chile el crecimiento exponencial de contagios ha generado una alta ocupación de camas en el sistema sanitario. Según la Subsecretaría de Redes Asistenciales se registra un 75 por ciento de ocupación de camas de cuidados intensivos a nivel nacional. La exminstra de Salud y decana de la Facultad de Medicina de la Universidad de Santiago de Chile (USACH), Helia Molina, afirmó este número implica “estar al borde del colapso”. Cree además que “hay un subregistro de muertes”.
Las imágenes de cadáveres pudriéndose en las calles de Guayaquil recorrieron el mundo. Este drama destapó la sumisión del gobierno de Lenin Moreno al ajuste del FMI, que afectó fuertemente el área de Salud. La región de Guayas generó un record de fallecidos entre el personal sanitario, fueron 80 durante el pico de abril. Se teme un colapso del sistema sanitario en Ecuador.
Colombia, con números menos dramáticos, sigue padeciendo la pandemia de la violencia. Los asesinatos a líderes sociales, sindicales y exFARC no cesan. El Instituto de Estudios para Desarrollo y la Paz (Indepaz) afirmó que en 2020 se han asesinado a 101. De esa cifra, 25 casos han ocurrido durante la cuarentena.
Quien dispara exponencialmente los números del continente es Estados Unidos, que tiene un millón y medio de casos y más de 90.000 muertes. Mientras la Casa Blanca la ocupe un presidente cuya una política es echarle la culpa a otros de todo hay poca esperanza de reversión. Desde el inicio de la crisis 25 millones de personas quedaron sin empleo. La cifra de desempleo ascendió al 15 por ciento.
La referencia a Estados Unidos sirve para recordar que el impuesto a las grandes fortunas no es un invento comunista. La Gran Depresión de 1929 llevó al presidente Franklin Delano Roosevelt a tomar medidas para paliar esa descomunal crisis. Implementó un impuesto sobre la renta del 79 por ciento para aquellos que ganaran más de 5 millones de dólares al año y otro del 70 por ciento para herencias con valor superior a 50 millones de dólares.
La fiebre delirante en la que se hunde la clientela reaccionaria debe ser ignorada. Hoy el mundo político, sindical, gubernamental debate los impuestos a las grandes fortunas, la necesidad de una reforma tributaria de carácter progresivo y una renta básica universal. Estas medidas son aún más urgentes para América Latina y el Caribe, la región más desigual del planeta, que además proyecta, a raíz del coronavirus, una caída promedio del PBI superior al 5 por ciento para el 2020. Es decir, el mayor desplome de su historia.
EL 12 de mayo, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) presentó el Informe Especial COVID-19 N⁰ 3, titulado “El desafío social en tiempos del COVID-19”, que “propone que los gobiernos garanticen transferencias monetarias temporales inmediatas para satisfacer necesidades básicas y sostener el consumo de los hogares, lo que será crucial para lograr una reactivación sólida y relativamente rápida. Además, en el largo plazo, que el alcance de esas transferencias debe ser permanente, ir más allá de las personas en situación de pobreza y llegar a amplios estratos de la población muy vulnerables a caer en ella, lo que permitiría avanzar hacia un ingreso básico universal, para asegurar el derecho básico a la sobrevivencia”.
La pandemia del COVID-19, continúa, “provocará en el corto plazo un aumento de la pobreza, la pobreza extrema y la desigualdad en la región, debido al contexto de bajo crecimiento económico. Ante la caída del -5,3% del PIB y el aumento del desempleo de 3,4 puntos porcentuales proyectados por la CEPAL, en 2020 la pobreza en América Latina aumentaría al menos 4,4 puntos porcentuales (28,7 millones de personas adicionales) con respecto al año previo, por lo que alcanzaría a un total de 214,7 millones de personas (el 34,7% de la población de la región). Entre estas personas, la pobreza extrema aumentaría 2,6 puntos porcentuales (15,9 millones de personas adicionales) y llegaría a afectar a un total de 83,4 millones de personas”.
El futuro llegó. Y hay que domarlo.