Las cifras de la violencia en el conflicto colombiano hacían prever que la conciliación sería un clamor unánime. Pero no. Entre la indiferencia y el resentimiento oscila la mayoría de la población. La venganza resulta ser el plato más apetecible. Y así, el delfín de Álvaro Uribe se quedó con la presidencia.

Colombia lleva más de un siglo de violencia política. Y aquellos que osaron torcer la matriz conservadora fueron perseguidos o asesinados. Desde aquel 15 de octubre de 1914, cuando el dirigente Rafael Uribe Uribe –defensor acérrimo de los trabajadores colombianos y cuyo ideario de nación promulgaba un estado sindical-socialista– fue asesinado, el país transita oleadas de violencia sin tregua. Podemos contabilizar los magnicidios de los líderes liberales Jorge Eliécer Gaitán (1948) y Luis Galán (1989); la irrupción de las guerrillas liberales o de las marxistas como las FARC, M-19 o ELN; también los fallidos procesos de paz que dieron lugar a las masacres contra los miembros de los grupos insurgentes que se convirtieron en partidos políticos (Unión Patriótica y Alianza Democrática M-19) o la emergencia del paramilitarismo, los falsos positivos, el narcotráfico y las bases militares de los Estados Unidos. Este cóctel de lucha de clases, violencias múltiples y rencores no cesó, y las estadísticas son escalofriantes.

El Registro Único de Víctimas del Gobierno de Colombia –que tilda 1964 como inicio de la violencia en el país, la fecha de nacimiento de las FARC– indica que los afectados por el conflicto armado son 8.376.463; que 7.134.646 sufrieron desplazamientos forzados; que 983.033 fueron asesinados; que 165.927 están desaparecidos; que 10.237 fueron torturados y 34.814 secuestrados.

Hace dos años, la esperanza mundial en las negociaciones entre el Gobierno de Juan Manuel Santos las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) y su posterior aprobación parlamentaria auguraba el cierre de este ciclo ignominioso. Sin embargo, las organizaciones Indepaz, Marcha Patriótica y Cumbre Agraria informaron que en este período unos 295 líderes campesinos y defensores de derechos humanos fueron asesinados.

El asalto final a la ilusión se confirmó el mes pasado en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales con la victoria del delfín del ultraderechista Álvaro Uribe. Iván Duque, el flamante mandatario, representanta a la oposición más recalcitrante a los Acuerdos de Paz que cree que los exguerrilleros gozarán de más derechos que los establecidos en la Constitución. Vale recordar que la paz no es solamente la dejación de armas por parte de las FARC, sino también la distribución de tierras a las familias campesinas víctimas del conflicto y a los miembros desmovilizados de la guerrilla para su reinserción social y la formalización de los títulos de propiedad. ¿Por qué hoy esto está en entredicho? Porque dos mil quinientos terratenientes son dueños del 52 por ciento de las tierras productivas del país. Sin resolver esta deuda histórica no habrá paz.

Otro punto vital se centra en el derecho de representación política de las comunidades campesinas con la creación de dieciséis circunscripciones electorales que abarcarían 167 municipios para elegir dieciséis representantes al Congreso de la República. Complementariamente se debían impulsar programas estatales de fomento. Nada de esto fue aprobado aún. La dupla cínica que conforman Uribe-Duque hará lo imposible para enterrar cualquier atisbo de democratización en Colombia y eso lo garantizaban los Acuerdos de Paz.

La construcción de la paz en las zonas rurales pende de un hilo. De los asesinatos a líderes campesinos y sociales mencionados anteriormente, el 56 por ciento se registró en estos 167 municipios, los cuales tenían una poderosa presencia de las FARC.

El pueblo de Bojayá tiene hoy unos cinco mil habitantes. Cercano a la frontera con Panamá fue el escenario de una de las masacres más cruentas del conflicto armado. Ocurrió durante los primeros días de mayo de 2002, cuando la zona estaba en poder de las FARC y hasta allí se movilizaron unos cuatrocientos paramilitares para eliminarlos. La voracidad del enfrentamiento obligó a los pobladores a refugiarse en la iglesia. La guerrilla utilizó garrafas-bomba contra las “autodefensas”. Una de ellas fue a dar contra la capilla. Murieron 119 personas, la mayoría mujeres y niños. Cerca de doscientas resultaron heridas. Casi seis mil civiles debieron huir. Catorce años después, en octubre de 2016, cuando Colombia abrió las urnas del plebiscito para refrendar los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC, este municipio y las zonas más golpeadas por la guerra dieron una lección moral a la Colombia del No.

El 96 por ciento de Bojayá votó iniciar una nueva historia de reconciliación. Como también lo hicieron Valle del Guamuez (86 por ciento), Miraflores (85 por ciento), Mitú (77 por ciento), Barbacoas (73 por ciento) y Tumaco (71 por ciento), entre otras poblaciones. Hay que subrayarlo: las víctimas votaron por el Sí. Mientras que los sectores urbanos –en los que la guerra no tuvo el impacto de las áreas rurales– eligieron que siga campeando la muerte, pero sin poner el cuerpo.

Como lo manifestó el escritor William Ospina: “Lo alarmante del plebiscito de octubre de 2016 no es que el No haya ganado con el 20 por ciento de los votos, y ni siquiera que el Sí apenas haya obtenido menos del 20 por ciento, sino que el 80 por ciento de la población le haya dado la espalda a un proceso que era una gran oportunidad para el país. Porque una indiferencia del 60  por ciento y un rechazo del 20 por ciento prometen poco en términos de aclimatación social de una paz que no puede llegar si la ciudadanía no se la apropia, una paz que en realidad ni siquiera hay que hacer con la ciudadanía sino en la ciudadanía. La paz tienen que ser los ciudadanos: solo ellos pueden ser la convivencia y la reconciliación, solo ellos pueden ser el perdón y la memoria, la solidaridad y la construcción de otra dinámica de la vida en comunidad”.