Ilustración: Cima / Texto: Sreo
Se sabe: algo está podrido en el estado de Larrotalandia. Y, si bien el contaminadísimo Riacho persiste en su función de límite natural de la comarca (un segundo es el mar dulce llamado “De Solís”, mientras que el tercer confín es artificial y, como corresponde, de cemento puro y duro), no son pocos quienes apuntan al Pulpo Larrota –alcalde, gerente y bedel de la en otras épocas bella metrópolis– como origen principal y directo de los malolientes efluvios y la calamitosa situación general.
Calles, veredas y espacios expúblicos y exverdes en estado de obra y destrucción permanente; saturación y degradación constante de vías de circulación y de medios de transporte; interminable plancha económica, que redunda en crecientes tasas de desocupación, miles de locales comerciales cerrados y establecimientos productivos abandonados; una multitud sin techo que sobrevive a la intemperie con changueos, dádivas y desechos, resistiendo la crudeza meteorológica y el pertinaz hostigamiento de las fuerzas del orden y la moral; otra multitud con techo que soporta tarifas prohibitivas de servicios esenciales y estratosféricos precios de los consumos básicos… En los últimos lustros, de la mano (o, en la actualidad, del tentáculo) de sus máximas autoridades, Larrotalandia fue llevada a ser un páramo gris, fraguado a base de desigualdad y hormigón, en el que una minoría vive en la comodidad en ciertos casos opulenta y el desentendimiento militante de la suerte del inmenso resto.
Molusco cefalópodo octopodiforme, bilateralmente simétrico, Larrota posee una gran cabeza oblonga, con la boca y el pico –dotado de fuertes mandíbulas– situados en el punto central de sus ocho extremidades. Tiene un cuerpo blando que puede alterar rápidamente su forma, lo que le permite escurrirse a través de pequeñas grietas. Fue así que transitó años de esforzada burocracia a la sombra de su mentor y anterior alcalde, Mr. Burned. Era la edad de oro de lo que seudoespecialistas, poliopinólogos y berretólogos denominaban “derecha democrática” y “conservadurismo racional”, y por todas partes se oía el adagio “Larrota labura, Mr. Burned la torra”, en referencia a la denodada vocación administrativa del entonces segundón del oficialismo citadino. Con esa imagen de hacedor, una suntuosa campaña publicitaria que no le hizo ningún asco a la utilización desembozada de fondos públicos, y los favores masivos de V-Zinos y Ciberviejas de tierra, el viscoso Larrota ganó la elección interna de su fuerza política, PEOR (Propuesta Especulativa de Odio Republicano), y conquistó en comicios generales el trono de la hasta entonces Burnedlandia, que pasó a llamarse, siguiendo la tradición local de tomar el nombre de su jefe citadino en ejercicio, Larrotalandia.
Ya en el ejercicio del poder explícito, sin embargo, y como dice el refrán, el pulpo mostró sus tentáculos. Se lo vio a Larrota diaria e incansablemente, aquí y allá, asumir en persona la gestión de algunas cuestiones urbanas: el arreglo de calles y veredas entusiasmó al principio a su electorado (“Larrota la rompe”, decían), del mismo modo que la colocación a mansalva de cámaras de vigilancia (“Larrota nos cuida”, agregaban) y la concesión de cada centímetro de espacio vertical disponible para cartelería, publicidad y propalación infosférica (“Larrota nos educa y entretiene”, insistían). Pero al poco tiempo una extraña transformación comenzó a alarmar a ajenos y, a continuación, a propios. Con el avance de la gestión larrotiana, y la masiva inyección de cemento, plástico y acero en la superficie de la ciudad, todo verdor pereció a favor de un generalizado gris mortecino. Al mismo tiempo, el propio Larrota mutó: su cuerpo comenzó a crecer de manera desmesurada, sus extremidades adquirieron una fuerza sobrebestial, el carácter se le agrió a niveles sociopáticos y el amarillo original de su piel dio paso a un verde monstruoso. A partir de ahí, el pulpo comenzó a calzarse borceguíes y salir él mismo al frente de sus fuerzas de seguridad urbana a “acabar con la inseguridad” y “hacer justicia por tentáculo propio” (eufemismos que remiten a la afición de patear con salvajismo y borrar de la existencia a desfavorecidos y desamparados sociales).
Así las cosas, crece hoy en Larrotalandia, en silencio pero sin pausa, la porción de quienes piensan de Larrota, para sus adentros, algo cercano a lo que el protagonista de aquella olvidada obra teatral exclama en cierto momento, con el cráneo de un viejo bufón en la mano: “¡Ay, pobre Horacio! Yo le conocía, Yorick: tenía un humor incansable, una agudeza asombrosa. Me llevó a cuestas mil veces. Y ahora, ¡cómo me repugna imaginarlo! Me revuelve el estómago. Aquí colgaban los labios que besé infinitas veces. Y ahora, ¿dónde están tus pullas, tus brincos, tus canciones, esas ocurrencias que hacían estallar de risa a toda la mesa? Ya no tienes quien se ría de tus muecas. ¿Estás encogido? Vete a la estancia de tu señora y dile que, por más que se embadurne, acabará con esta cara. Hazla reír con esto”. También se sabe: Larrota rima con derrota. ¿Vienen aires buenos?