En la noche del 24 de septiembre de 2016, Iván Navarro y Ezequiel Villanueva Moyo fueron detenidos y torturados por seis miembros de la Prefectura en la Villa 21-24 de Ciudad de Buenos Aires. Ezequiel, de quince años, había sido interceptado por personal de las fuerzas de seguridad; Iván, de dieciocho años, intervino para averiguar lo que estaba ocurriendo. Momentos después, los subieron en dos móviles por separado para golpearlos, amenazarlos, torturarlos. La querella, representada por Gabriela Carpineti y Nahuel Berguier, junto a la organización La Poderosa, llevó adelante la denuncia que concluyó en el primer juicio oral y público de violencia institucional durante la gestión de Patricia Bullrich al frente del Ministerio de Seguridad. A la espera de la sentencia, hablamos con Gabriela Carpineti sobre las lógicas de intervención en los barrios por parte de las fuerzas de seguridad, las concepciones políticas que existen en los modos en que el Estado elige relacionarse y funcionar sobre esos territorios y los procesos populares necesarios para visibilizar estas prácticas y desmantelar estas estructuras.

En principio, contanos cómo llevaron la causa, desde la denuncia hasta hoy, a la espera de la sentencia.

Esta es una causa que tiene varias excepcionalidades. Una de ellas es la velocidad temporal con que se desarrolló todo el proceso penal. El proceso penal se inicia con una denuncia, realizada por Iván Navarro y Ezequiel Villanueva Moyo en septiembre de 2016; a partir de ella interviene la fiscalía –en este caso la Fiscalía Descentralizada de Pompeya a cargo del fiscal Adrián Giménez– y un juzgado de instrucción que es quien lleva adelante toda la investigación penal de la denuncia. La instrucción investigó ya sobre la calificación de torturas y robo agravado: agravado por ser cometidos por funcionarios públicos y por la portación de armas. Esta primera etapa de la investigación penal, la instrucción, se elevó a juicio en febrero de 2017. Es decir, con mucha velocidad.

¿Esta velocidad del proceso tiene ver con la magnitud de las pruebas, con el sostenimiento de la organización detrás de este caso?

Por un lado, porque había un muy buen trabajo preliminar a nivel de producción probatoria. Y, por otro lado, por el impulso social y político de las querellas, de las organizaciones sociales y políticas que estaban detrás de la causa. De hecho, va a ser –más allá del resultado de la sentencia– el primer juicio oral y público de violencia institucional en la era Bullrich. Si bien la Prefectura estaba ubicada en ese barrio desde el despliegue de la unidad cinturón sur en 2011, la política del Ministerio de Seguridad desde la conducción de Patricia Bullrich adquirió otra lógica.

Como pudimos expresar en el juicio, y como se viene denunciando en distintas instancias y por diversos espacios, hay un fenómeno particular en Argentina en relación a las fuerzas de seguridad, que no es estrictamente de este gobierno, sino como un germen que fue creciendo en democracia y que hoy cobra otro impulso. Y esto más allá de que hubo un proceso de desmilitarización de la sociedad desde el regreso de la democracia: primero con el Nunca Más, luego con la política de desguace de las fuerzas armadas con Menem –a pesar de los indultos– y que incluyó el fin del servicio militar obligatorio. La etapa que siguió a estos dos gobiernos tuvo la política de civilizar a las fuerzas: desde descolgar el cuadro de Videla en el Colegio Militar hasta el intento del control civil de las fuerzas. Lo cierto es que todas estas políticas también convivían, se yuxtaponían, con un proceso donde las fuerzas de seguridad se fueron militarizando; por eso, muchas de las prácticas que venimos denunciando contienen una lógica muy castrense: simulacro de fusilamiento, obligarlos a rezar el padrenuestro, las flexiones y el sacrificio físico, amenazar con tirarlos al Riachuelo, todo el elemento de la desnudez. Por otro lado, mientras, se fueron militarizando rasgos del accionar de las fuerzas de seguridad; las fuerzas armadas se fueron “policizando”, que es lo que lleva al decreto que tenemos hoy donde se autoriza a las fuerzas armadas a organizar la seguridad interior.

Este contexto tan general tiene que ver con los casos particulares materializados en este juicio. Se expresan acá muchos de los grandes debates en materia de seguridad, de fuerzas de seguridad, de fuerzas armadas, de lógicas castrenses, de la lógica de la tortura como forma, como método que elige el Estado para tratar a determinados ciudadanos. Por suerte, esto a lo largo del juicio apareció por la fuerza de la organización, por la valentía de las querellas y porque fue un juicio rápido, perdimos poco tiempo en las pruebas y pudimos hablar de todas estas cosas.

En estas discusiones que nombrás que atravesaron el juicio, el foco está en la convivencia en el territorio entre las fuerzas de seguridad y los habitantes de estos barrios populares. ¿Cómo es esa convivencia y cómo se vio modificada a partir de este proceso?

El vínculo entre las fuerzas de seguridad y los jóvenes es espasmódico, es como un termómetro de otras situaciones más generales, las vinculadas al trabajo, a lo habitacional, a los diferentes climas sociales. En los barrios populares, la frontera entre un adentro y un afuera de una casa es muy distinta a la forma en que se da en los barrios no periféricos de la ciudad. En los barrios integrados al entramado urbano, la calle y “mi casa” son cosas bien diferentes. En los barrios periféricos, ese límite es más difuso. Porque se comparten los tendidos eléctricos, porque las casas están conectadas en términos estructurales y la calle se ocupa como una extensión de la casa. Entonces, la disputa de esa calle tiene que ver con disputar muchas otras cosas.

Entre el episodio de septiembre de 2016 y hasta antes de iniciar el juicio, hubo un momento de mayor calma en la relación entre las fuerzas y el barrio. Cuando se inició el juicio, empezó a haber un rebote de episodios violentos fuertísimos. No solo contra Iván y Ezequiel, que sufrieron un episodio de amedrentamiento muy complicado por parte de otros prefectos, sino también sobre otros jóvenes del mismo barrio.

Por eso nosotros en el juicio establecíamos que, si bien las víctimas son Iván y Ezequiel y los prefectos responsables son tales, con nombre y apellido, lo que existe sobre el fondo es una máquina disciplinadora que no tenía un problema en particular con estas víctimas, que lo que intenta es construir una disciplina en este barrio; por eso, el objetivo de la tortura no es contra estos cuerpos. Esta es la mirada que propusimos en la causa sobre la relación entre el tipo penal y el análisis sociológico. La tortura no tiene una finalidad específica contra estos casos particulares, no se realiza para extraerles una información puntual a ellos en relación a algún hecho. Es parte de una maquinaria que actúa como tormenta disciplinadora para trasmitir cómo hay que vivir, cómo hay que vestirse, cómo y dónde hay que estar, a qué hora se circula y a qué hora no se circula. Es un mensaje para muchos otros. Les tocó que se trasmitiera, en este caso, a través de los cuerpos de Iván y Ezequiel, y esta vez fue actuada por estos prefectos, pero podría haber sido producida por cualquier otro agente sobre cualquier otro cuerpo. Por eso nos interesó deslindar la responsabilidad política: desentrañar, por un lado, el funcionamiento de esta parte del Estado en este momento histórico en particular y, por otro, la responsabilidad penal de estos seis prefectos. Despersonalizarlo, en un sentido. Lo que no exculpa a los prefectos pero sí contextualiza su accionar.

Esta doctrina ¿se profundizó durante la gestión del macrismo en el Ministerio de Seguridad?

Se incrementó claramente. Bullrich convirtió una política de seguridad en una política de guerra. Su hipótesis para accionar es la de un ministerio en guerra contra la población de determinados lugares, sectores, de la periferia urbana. Y, bajo esa lógica, envía a las fuerzas de seguridad a su cargo, incluso a exponerse a cualquier consecuencia personal que puede derivar esta lógica de acción de guerra. Hoy tenemos un montón de causas con personal de las distintas fuerzas de seguridad procesados. Porque es muy burdo lo que está pasando, es muy evidente la prueba. Hay una libertad de acción muy grande, el margen de error es enorme, la formación de las fuerzas para estar en esos barrios es muy débil. Ellos reciben una formación casi militar para tener tareas de proximidad. Una fuerza debería actuar allí, como en el resto de la ciudad, como policía de proximidad. Esto es, salvo que haya un delito in fraganti, no se actúa. En los relatos de los prefectos durante el juicio, ellos mismos hablaban de circunstancias donde, antes de entrar a los pasillos de las casas, directamente y sin motivo, empiezan a disparar. En las declaraciones de los prefectos se plasma claramente cómo tienen rutinizados estos procedimientos ilegales donde detienen a alguien, lo amenazan y después lo liberan. Tienen incorporado que hay vidas que valen menos y que, por eso, en ese territorio, vale todo.

Y en eso aparece también la responsabilidad política del Ministerio de Seguridad. Cuando un funcionario público emite un discurso determinado sobre un territorio, sobre determinados grupos sociales, sobre determinadas organizaciones, eso cala en la subjetividad del subordinado. La jerarquía funciona así. Este es el pasaje de una política de seguridad a una política de guerra, donde sufren las poblaciones más vulnerables de las cuales también son parte los prefectos, porque son tienen las mismas extracciones sociales, similares biografías personales, ciudades de origen, edades (Iván, Ezequiel, y cuatro de los seis prefectos, todos nacieron entre el 89 y el 94), que los que son violentados por ellos.

En vez de una política de seguridad, de policía de proximidad, que intente construir otro tipo de vínculo con la población –sobre todo con los más jóvenes–, esta política de seguridad los forma para la guerra, los manda a la guerra, el margen de error es enorme y los que quedan expuestos son estos agentes. Esa dinámica no se daba en esta dimensión con gestiones anteriores, más allá de las cuestiones estructurales de seguridad de la democracia argentina. Esto, al compás de la crisis económica, es una bomba de tiempo. Para desnudar esta maquinaria nosotros tenemos que trabajar caso por caso, demostrar la responsabilidad penal en cada caso, pero siempre con el horizonte puesto en la responsabilidad política.

A partir de todo lo que pasó en este proceso, ¿hubo mayores denuncias? ¿Cuáles son las repercusiones en ese plano en el territorio?

Sí, hubo muchas denuncias nuevas. Hasta hemos dado vuelta casos armados por la propia fuerza. No hay confianza en las fuerzas de seguridad en general, no hay confianza en relación a la justicia pero sí hay confianza en lo que puedan canalizar algunas organizaciones en el territorio en materia de denuncia, con algunas representaciones en particular. No solo la nuestras, sino también las de muchos otros compañeros de algunos organismos de derechos humanos que han logrado intentar incluir en la agenda de los derechos humanos a las problemáticas de los trabajadores, de los más precarizados, una nueva agenda de los derechos humanos, no solo lo vinculado a los crímenes de lesa humanidad o la violencia policial más evidente. Porque esto no es tan evidente: en la mayoría de las situaciones como las que vivieron Iván y Ezequiel no hay denuncia: pasan por “pibes que estaban robando”. Por eso, otra de las excepcionalidades de este juicio es que ellos se animaron a seguir adelante hasta el final con la denuncia, viviendo en ese barrio tanto ellos como sus familias.

Esto creo que tiene que ver con el despliegue conjunto que hicimos entre la organización popular, los letrados particulares y una familia muy bien plantada, con mucho sostén. Sostuvimos la denuncia, sostuvimos la versión de los hechos desde el inicio hasta el final del juicio, el relato de la víctima. Trabajamos mucho con ellos para que se sostengan, para que sostengan el relato, las instancias, las pericias. Y esto, además, con el peso que tenía lo que contaban: situaciones donde hubo un componente de amenaza sexual muy fuerte porque también se juegan mandatos de masculinidad en esas situaciones. Los pibes fueron víctimas de violencia sexual: la condición de desnudez, la amenaza de sodomización, tienen que ver con cómo los prefectos “se hacen machos” en el territorio en relación no a las mujeres sino a otros varones. Las mujeres sufren otras cosas, pero no esta dimensión. La violencia producto de la estructura de poder que devela la estructura de género (y viceversa) que sufrieron los chicos jugó muy fuerte hacia ellos, como varones. Y esto nos interesó mucho decirlo, porque los propios prefectos terminaron siendo víctimas de su mandato de masculinidad y los pibes también.

El hecho de que uno de ellos sea menor también es un agravante importante. Por norma, por convención, por protocolo, la forma de actuación de una fuerza de seguridad cuando hay un menor es particular: no se lo puede esposar, de inmediato hay que comunicarse con una persona de confianza, hay que llamar a la guardia de derechos, no se lo puede subir a un móvil sin un abogado de la guardia de derechos. De hecho, Iván se acerca al ver que estaban deteniendo a su amigo para decirle “che, te están deteniendo, llamo a tu mamá”, porque sabe, por su saber doméstico, qué es lo que ordena la norma. Y ahí lo detienen a él también. En definitiva, lo que se sostuvo hasta el final fue el pacto de solidaridad y amistad de Iván y Ezequiel –porque Iván fue a socorrer a su amigo– frente a un pacto de impunidad que es el que se desarma en el juicio. Porque entre los prefectos modificaron sus relatos y terminaron intentando cada uno salvarse por su cuenta. Más allá de que hubo, efectivamente, responsabilidades distintas y acciones diferentes durante la situación y después, de hecho, hubo tres prefectos que pidieron perdón. Por eso nosotros pedimos distintas penas.

¿Cómo se desarma esta lógica? ¿Qué se hace con la fuerza de seguridad en estos barrios?

Nosotros creemos que en algunos territorios, donde el proceso de urbanización e integración será difuso e indefinido hasta que haya una gran política de Estado que haga foco sobre esos barrios, tiene que haber una continua rotación de las fuerzas para evitar que se produzcan estigmas y disputas en el territorio por negocios, por controles. Una política de formación de las fuerzas, para que actúe como en el resto de los barrios de la ciudad. La policía no se pone a disparar en cualquier esquina de la ciudad: tenemos una policía para algunos barrios y una fuerza de seguridad militarizada para otros. Mucho control fiscal, control civil, que el Ministerio Público Fiscal esté presente en el territorio controlando la fuerzas, una línea 24 horas, anónima, del Ministerio Fiscal es una de las cuestiones que pedimos en las medidas. Mucha presencia y despliegue político de los agentes civiles: organizaciones, fiscalías, agentes administrativos de las fuerzas.

Es un proceso de transición, obviamente; no se puede proponer que un vínculo tan desinstitucionalizado como el que existe entre los jóvenes y las fuerzas de seguridad pueda institucionalizarse rápidamente. Y depende de variables más generales: económicas, laborales, concluir con el proceso de integración urbana. La centralidad está en cómo se piensa el accionar de la fuerza en territorios que son cada vez más parte de la ciudad en algunos aspectos pero en otros son muy relegados. Hay que hacer un trabajo muy fino para institucionalizar ese vínculo. Para eso hay que salir de la política de guerra hoy declarada por parte del Ministerio de Seguridad a determinados territorios e instalar una política de paz, construir un nuevo pacto.