En el segundo encuentro del seminario que realizamos en el segundo semestre del 2016 en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, contamos con la presencia de Javier Trímboli, historiador y docente, quién aceptó nuestra invitación a reflexionar acerca del peronismo como pensamiento filosófico. Compartimos acá su esclarecedora y sugestiva lectura acerca de ciertas nociones que recorren La comunidad organizada y otros textos e intervenciones del propio Perón, que conforman una matriz conceptual original y compleja respecto de la política y sus afectividades, de las relaciones sociales y de la posibilidad de la vida en común.
Para alguien, como yo, que no proviene del peronismo, hay algo de la propuesta que se hace en este curso –tomarse en serio los textos de Perón– que representa un doble desafío. Primero, por no partir mi trayectoria desde esa experiencia política. Segundo, porque, por lo general, los textos de Perón, el peronismo en su textualidad, no han sido tomados en serio en la academia. Trabajé muchos años en una cátedra de pensamiento argentino y latinoamericano, Oscar Terán era el jefe de cátedra, alguien que venía del peronismo de los setenta, y nunca se le había ocurrido a él trabajar sobre La comunidad organizada (LCO). No tenía estatuto para él. Eso es una marca. Cuando veía el programa y charlaba con los compañeros, miraba mis apuntes sobre LCO. Apuntes que eran para mí, porque el texto en ese entonces no estaba tomado en serio.
Ezequiel Martínez Estrada en su libro Sarmiento, en donde está pensando y está discutiendo con el peronismo, dice: “nuestra cultura está signada por el jesuitismo”. ¿A qué llama él “jesuitismo”? Decir determinadas cosas pensando en otras. La disociación entre la palabra dicha y lo que realmente se piensa. Para él, con una impronta muy anticatólica, eso es el jesuitismo, esa disociación. En el ¿Qué es esto? va a decir, en este mismo sentido, que el peronismo tenía una filosofía, pero una filosofía que era mentirosa, falsa; porque tanto el “decir” como el “hacer” del peronismo eran solo engaño. De alguna manera, todas las tradiciones de izquierda, socialistas, estuvieron signadas por esta desconfianza a la palabra de Perón; por ser una palabra de poca gracia cuando quiere volverse seria y demasiado plebeya cuando se vuelve popular. Demasiado soberbia o demasiado chapotera. Demasiado solemne o demasiado en broma.
Hay otra cuestión ligada a las palabras, fundamental, que encontré en una de las novelas de Fogwill, una de sus más interesantes novelas titulada En otro orden de cosas, que es una novela sobre los sobrevivientes. Es una novela sobre un hombre al que le va muy bien sobreviviendo en términos económicos. Un militante de los setenta que utiliza sus saberes para adaptarse a una nueva circunstancia. Tiene que demoler casas para construir una autopista y le va muy bien, se transforma en un buen empresario. La sobrevida, gran tema en Fogwill: qué pasa cuando la revolución se oculta, cuando el astro de la revolución se opaca con aquellos que, tomados por él, tienen que seguir viviendo, adaptarse. El protagonista de la novela en un momento empieza a rondar por una frase de Perón. Una frase que Perón escribe en la correspondencia a Cooke y dice así: “se puede decir una mentira, pero no se puede hacer una mentira”. El personaje de Fogwill le da vueltas y vueltas a esa frase. Perón está diciendo esto en 1956 en relación con las buenas maneras y las buenas palabras públicas de la Revolución Libertadora. Se pueden decir todas estas mentiras, pero sobre lo que van a hacer no hay duda: es el retroceso de todas las conquistas de los trabajadores que se vinieron acumulando desde 1943. Fogwill, que viene de la tradición de izquierda, está pensando este problema: lo que Perón decía de la mentira y lo que hacía. Lo que decía quizá lo podamos sostener –como en la vieja tradición de izquierda– como una mentira, pero ¿y lo que hacía?
Hay un libro que se llama Communitas, de Roberto Espósito, donde plantea que, luego del fracaso de todas las construcciones sólidas, esenciales, de los nosotros, de la comunidad, de los colectivismos pero, a la vez, luego de todas las miserias de los individualismos, el desafío es pensar nuevamente estos problemas y la articulación entre el nosotros y la libertad. Él escribe esto post caída del Muro, post Archipiélago Gulag; cuando del comunismo y de su ilusión habían quedado migajas, no por una destrucción del enemigo sino por un proceso de implosión del “socialismo real”. Entonces, cuando uno vuelve a leer a Perón y LCO, después de la lectura de Espósito, por ejemplo, y del fracaso del comunismo –el fracaso del comunismo en la URSS, el fracaso del comunismo en Cuba–, piensa que hay que entenderlo mucho mejor a Perón. Porque está pensando lo que Espósito recién piensa a principios del siglo XXI: que hay un problema en los nosotros esenciales, en las comunidades que de tan intensas no dejan lugar a la libertad. Y también hay un problema en los enunciados que solo se regocijan por la liberad y solo fundamentan individualismos y egoísmos. Por lo tanto, hay que encontrar otra dinámica; que es, justamente, lo que trata de encontrar Perón con la tercera posición en LCO. Entonces, dan ganas de volver a leer todos los textos. Y nunca desagregándolos de la práctica y del hacer del peronismo.
Lo contundente de LCO es ese problema: la presencia del Estado que disuelve al individuo es tan nociva como la exaltación del individuo que no entiende que su única manera de realizarse es aportando al bien general. Hay un materialismo de la época que ha garantizado condiciones únicas. Materialismo que parece estar tan de un lado como del otro. El materialismo es un problema común, ligado a los beneficios de la técnica para la vida, para el bienestar. Ese materialismo, de un lado y del otro, se ha resuelto con la exaltación del individuo o con la exaltación del Estado. Un individuo que aplasta toda idea de bien general, o un Estado que, en tanto supuestamente encarna el bien general, aplasta la individualidad, las verdades del individuo. En aquellas reflexiones sobre la verdadera realización del individuo, para Perón la posibilidad está en una posición que es otra.
1949, después de la Segunda Guerra Mundial, es, como dice Jorge Abelardo Ramos, “la gran crisis de los imperialismos”, es el momento en que comienza la descolonización. En ese contexto, un Congreso de Filosofía como el que se hizo, con la presencia de los primeros nombres de la filosofía de ese entonces, habla de un descentramiento. Es decir, eso que es la filosofía y es tan solo europeo se puede mover, para hacer un congreso de estas características, hasta un lugar perdido del sur del mundo. Así como va a haber una revolución en Chile en 1949. Así como aparece Vietnam y su lucha contra los franceses. Así como justo un año antes habían matado a Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, la facción más radical del partido liberal, provocando el Bogotazo que es el momento en que surge el problema de la guerrilla en Colombia: los partidarios de Gaitán se tienen que escapar al monte para no ser asesinados. ¿Qué hacen en el mote? Guerrillas. Tanto los liberales como los comunistas, todos partidarios de Gaitán. Todos estos hechos aparecen marcando un momento de crisis de los imperialismos.
Otra cuestión para pensar en relación a la realización del Congreso de Filosofía es que el 17 de octubre de 1945 (por más que yo haya pensado que fue mentira) en un momento efectivamente se cantó “Alpargatas sí, libros no”. Un movimiento popular que se forja, que se produce y que tiene en su cuna, en su momento de su nacimiento, una consigna de esa dimensión; cuatro años después, produce un Congreso de Filosofía como el que nunca hubo ni antes ni después en la historia de nuestro país. Un Congreso que, además, tiene un cierre a cargo de un Presidente. Algunos discutirán si las palabras son de él, son de otro, si fue Carlos Astrada quien escribió el texto. A eso, Perón va a responder que el texto estaba escrito desde antes –lo que seguramente es cierto, como también es cierto que otros lo llenaron de citas. Perón produce un texto excesivamente erudito. Con líneas muy claras, que son las que estamos conversando y que tienen su centralidad en la pregunta sobre cómo pensar esta contradicción individuo-comunidad.
Recomiendo un texto: “17 y 18 de octubre en La Plata, Berisso y Ensenada”, de Daniel James, un historiador inglés, gran estudioso del peronismo, que explica que su interés en el peronismo radica en la tradición obrera, que llevan tanto el peronismo como él por su padre inglés y minero. Y sobre todo, es un gran estudioso de Berisso. La mejor entrevista que leí en mi vida es la conversación que él mantiene con una obrera del Frigorífico Swift, que había entrado a trabajar a mediados de la década de 1930, que protagoniza desde Swift el 17 de octubre y llega hasta Buenos Aires: Doña María Roldán. La entrevista es entrañable, entre otras cosas, porque deja en evidencia la relación que tenía este historiador con esta obrera para que ella cuente todo lo que cuenta y de la manera en que lo cuenta. En la tapa del libro donde aparece la entrevista a Doña María hay dos fotos: una foto de ella hablando en un acto del partido Laborista –ella estuvo con Cipriano Reyes e hizo campaña con él– y otra foto de ella con Menem, con Duhalde. Porque Menem, en la interna contra Cafiero, decide hacer su lanzamiento desde la casa de Doña María, con una percepción altísima de la política, por supuesto.
Vuelvo a Daniel James y a este artículo de él que está en un gran libro, Resistencia e integración. Es un artículo de microhistoria. Nos faltarían muchos artículos como esos para saber qué fue lo que pasó en cada lugar en hechos históricos como el 17 de Octubre. Es minucioso, cruza los testimonios con los diarios, con los relatos orales. Básicamente, lo que va a decir es que de Berisso y Ensenada salió el 17 de octubre e invadió La Plata. Invadieron pero en tono festivo: mucha gente disfrazada de gaucho, a caballo. Asaltaron la cervecería Quilmes e hicieron un gran picnic. Y también hubo actos de violencia. Aunque, cuando los trabajadores de Berisso dan testimonio a estas preguntas que les hace Daniel James en los años 80, tratan de no recordar los hechos de violencia que, cada tanto y sin querer, les aparecen. Hay hechos de violencia contra confiterías de la época de las clases distinguidas, contra los clubes, contra la casa del rector de la Universidad, contra el edificio de la Universidad, contra el diario El Día.
James termina el artículo afirmando que siempre se ha tratado de entender al peronismo desde una matriz que lo piensa en clave economista o como mero fenómeno de ciertas clases migrantes que habían venido del interior a la ciudad y necesitaban de un caudillo que los represente. Para él, si se estudia ese 17 de Octubre, con el caso ejemplar que da la relación entre las ciudades obreras de Berisso y de Ensenada y La Plata –ciudad positivista y distinguida–, tan cerquitas unas de otra, el peronismo tiene que ser analizado como un fenómeno de iconoclasia laica. Ese es su concepto: iconoclasia laica. El peronismo y su movimiento, que nace ese 17 de octubre, lo que hacen es protestar, incluso con cierta violencia, por la autorización de algunos a tener la palabra, a hacer uso de ella, a regular su uso en función de sus propios intereses y, al mismo tiempo, a relegar a quienes protagonizaron esa jornada a la zona de la no-palabra, de la invisibilidad y de lo inaudible: no solo de aquello que no se puede ver, sino de aquello que no se puede oír. El peronismo en ese origen tuvo mucho de fenómeno cultural que buscó atacar a quienes en esos dos años le hicieron la vida imposible a Perón, a quienes hablaron mal de sus conquistas y, entre otras cosas, fueron los responsables de lograr su renuncia. Y lo que hicieron esos trabajadores ese día fue tomar la palabra, expresarse. En esa movilización, en algún momento, dice Daniel James, se canta “Alpargatas sí, libros no”. Los libros así entendidos son los libros que han sido utilizados en contra de ese fenómeno de masas. De alguna manera, ese Congreso de Filosofía de 1949 viene a producir otro libro, el doctorado de esa masa que hasta entonces no podía tomar la palabra. Eso es el discurso final de Perón.
El artículo de James destaca, también, otro sentido, otra problemática en el centro de esa movilización: la ocupación de los espacios públicos, de la ciudad, de los centros de mayor significado social, de mayor relevancia, los que producen más respeto. Lo que sucede entre Berisso y Ensenada invadiendo La Plata también sucede en la ciudad de Buenos Aires. Es la posibilidad de ocupar esos espacios sagrados, de una cultura laica pero constituidos como sagrados desde el civismo de traje y corbata, un civismo de reverencia liberal. La profanación de esos espacios es el fenómeno peronista en su momento primero y subversivo. De ahí es posible ir al Congreso de Filosofía.
Otro tema que está fuerte en LCO es el problema de la lucha de clases. Lo que es notable cuando uno lee ese artículo de Daniel James es que afirma que el 17 de octubre es uno de los momentos más álgidos de la lucha de clases en Argentina. Lucha real, no discursiva, con índices absolutamente ciertos, palpables. Hay un momento maravilloso que cuenta Doña María Roldán. Ella habla en las escalinatas de la Casa de Gobierno de La Plata sobre la Plaza San Martín. Después, tipo dos de la tarde, se va a Buenos Aires en un camión y allí también habla. De repente, está al lado de Farrell, que le pregunta quién es, a lo que doña María le contesta: “yo soy una obrera que maneja una cuchilla así de grande”. Frente a la pregunta por su identidad ella no dice su nombre, dice obrera, cuchilla. A lo que Farrell le contesta: “cálmese, señora, Perón ya va a venir”. Lucha de clases es todo esto, este ejemplo mismo.
En LCO la lucha de clases es para Perón algo que tiene que ser desterrado. Desprende la idea de lucha de clases no sólo de Marx, sino de Hobbes y de su contrato necesario para evitar que le hombre sea lobo del hombre. Ahí ya estaba la idea de lucha de clases en eso que piensa Hobbes por fuera de todas las verdades espirituales, religiosas, de los siglos precedentes. Estaba el germen de lo que Marx, por supuesto, va a acrecentar. Ahora, la lucha de clases tiene que ser reemplazada por la colaboración, por un espíritu que ponga por encima el equilibrio, la armonía y no la tensión, la guerra, las armas. Una y otra vez Perón dice esto en LCO. Incluso se piensa y piensa al justicialismo como una suerte de freno a los desmanes propios de la lucha de clases que la época materialista sin límites puede producir.
Ahora, esto es digno de atención: James afirma que quizá el momento más álgido de la lucha de clases en Argentina no haya sido la década de 1960, sino el 17 de octubre del 45. Y Perón, al mismo tiempo, dice que esto no es lo que quiere. De vuelta, ¿se le cree o no se le cree a Perón? ¿Qué está diciendo? A mí me parece que hay un drama enorme en la figura de Perón. Porque es altamente verosímil que Perón haya pensado al justicialismo –y se haya pensado a sí mismo– como aquello que podía producir el reemplazo de la lucha de clases por una nueva colaboración de clases.
Otra relación interesante es la que establece Perón con San Martín. Un año después de LCO es el Año Sanmartiniano y Perón va a gustar mucho de compararse con San Martín y de que se lo compare con San Martín. Hay una relación con esa figura que es cierta. San Martín quería ser prescindente, no quería ser un instigador de luchas al interior de esa nacionalidad latinoamericana. Porque, como Perón, entendía la nacionalidad mucho más ampliamente que solo la argentina. En el archivo de Prisma nosotros encontramos un registro genial del 9 de julio de 1953. Ese día viene el presidente de Chile Carlos Ibañez, devolviendo una visita que hace Perón hace primero un tiempo antes. De esa visita tenemos un registro sin audio donde vemos a los obreros en Chile recibiéndolo con banderas de “Bienvenido, Perón”, en un acto multitudinario en el que Perón habla desde la Casa de la Moneda. Ibañez devuelve esa visita para el acto del 9 de julio: en el palco están los dos presidentes y, detrás, un gran cuadro del abrazo entre San Martín y O´Higgins en Maipú. Eso es el fomento de Perón a la tercera posición, a una política de lazos; o de ciertos lazos, porque, para la constitución identitaria nacional, el chileno siempre fue el enemigo, y Perón intenta otra cosa. Con San Martín hay, entonces, una senda interesante. La gran diferencia que se da con él es que San Martín, de tanto que prescindió, se fue. Perón no sólo no se fue, sino que volvió. Y uno podría preguntarse para qué volvió, porque si no lo hubiera hecho seguro su imagen sería más impoluta. Perón, a diferencia de San Martín, se ensució mucho más. Incluso él, que clamaba por evitar la lucha de clases, se lanzó a ella. El drama de Perón, entonces, estaba en que él buscaba situarse en la posibilidad de una conjunción entre las fuerzas antagónicas del capital y el trabajo, o entre el extremo individualismo y el de un parco totalitarismo estatal. Y sin embargo él mismo se vio lanzado a un punto de odios. En el discurso de aceptación de la candidatura a la presidencia de 1946, el 12 de febrero, habla del odio que se tiene a su obra. El odio como un efecto de esa lucha de clases, situación de la que él quiere estar fuera.
En la mayor parte de su gobierno, Perón se situaba por fuera del odio. Pero cuando se escribe con Cooke después del 55, habla de “el odio que ahora tenemos”. Dice “tuvimos mucho idealismo. Eso no alcanza. Lo más importante ahora es el odio, y lo tenemos en cantidades”. Es el momento, probablemente, más trágico de esta figura que siempre buscó otra cosa y que, luego, va a volver a esa búsqueda de armonía. Lo cito: “Yo fui pacifista hasta el 9 de junio de 1956”. Día del levantamiento de Valle y los fusilamientos de José León Suárez. “Hasta ese día, lo mío era producir ese centauro que concilie lo que parecía inconciliable. Yo seguía en esa búsqueda. La libertad del individuo y el Estado y el bien general se pueden conciliar por encima de la lucha de clases, resolviéndola en armonía. Después de los fusilamientos, ya no soy más pacifista”. Es el momento más extremo y del cual van a beber las guerrillas de los años 70. Sigue el 12 de junio de 1956: “el odio y el deseo de venganza que existe hoy en millones de argentinos ha de transformase un día en fuerza motriz. Y esa fuerza, aprovechada a través de una buena organización, ha de dar resultados extraordinarios; la desesperación, el odio y la venganza suelen concitar fuerzas aún superiores al entusiasmo y al ideal. Los pueblos que no reaccionan al entusiasmo, sólo reaccionan por desesperación. Los fusilamientos no harán más que acelerar el proceso”. Él se había enterado de los fusilamientos estando exiliado en Caracas y Cooke –que se había escapado de la cárcel de Río Gallegos– estaba en Santiago de Chile. Perón está en contra del levantamiento de Valle, piensa que se apuraron, que se equivocaron, que no valía la pena hacer eso. Sin embargo, la conclusión es esta. Ahora bien, nadie escribe un párrafo como ese y sale ileso. Porque es tremendo el párrafo, muestra una pulsión dramática enorme. En el discurso del 12 de febrero del 46, va a decir que es un conservador en el buen sentido de la palabra. Porque quiere sostener la sociedad, que siga existiendo, que perviva; ahora, la superexplotación de la misma, sin reparos, sin Secretaría de Trabajo y Previsión, lo que produce es la lucha del hombre contra el hombre, el antagonismo, la lucha de clases, el descuartizamiento de la sociedad. Que un conservador –dicho en este sentido– escriba “muy bueno lo del ideal, pero mucho más importante es el odio por lo que puede organizar y vamos en este sentido”, es un punto de fuga complejísimo. Y continúa afirmando que en los “50 años que quedan del siglo veinte se han de afirmar las horas de los pueblos mediante revoluciones sociales. Las haremos nosotros o las hará el comunismo. Los oligarcas pueden elegir la cuerda que los cuelgue, será la nuestra o la del comunismo”. Va a seguir manteniendo esa diferencia con el comunismo, entre “democracias imperiales” como les llamará y “democracias populares”. Quizá estamos en los dos puntos, en los dos textos más extremos: el punto más alto de la concordia es LCO: el convencimiento de que la concordia, la armonía es posible. Y, probamente, el punto más extremo de su desazón con esa idea, sea este.
Hay un texto de Gabriel D’Iorio que habla sobre ese Congreso de Filosofía, en el libro compilado por Guillermo Korn, El peronismo clásico, que reúne textos sobre las ideas y la literatura en el primer peronismo, entre 1945-1955. Allí dice D’Iorio que en esta tercera posición del peronismo lo que queda excluido es la figura del descamisado y la figura del oligarca. No aparece el sujeto descamisado, un sujeto que sí está muy activo en los discursos populares de Perón. Ahí Perón parece ser deudor de un concepto muy clásico de lo que es la filosofía: no va a descender para hablar de descamisados; por lo tanto, no se los nombra. Pero tampoco a los oligarcas. Las fuerzas ciertas de la historia en ese momento quedan por fuera del texto, son como los fantasmas del texto, va a decir D’Iorio, en este artículo. Ahora, la lucha de clases y la historia se lo van a llevar puesto, plantea. Pero yo no sé si es tan así como lo plantea. De hecho, sobrevive. Comenzamos la clase de hoy con este texto, que aún abre puertas de significados, problemas, posibilidades políticas altísimas.
Horacio González en su libro Perón, reflejo de una vida, dice que el peronismo es efectivamente un fenómeno de posguerra. Y a la vez, aun cuando sin dudas hubo actos que el propio peronismo produjo respecto a la oposición durante los años de gobierno; hay en Perón –y uno lo puede leer en LCO y lo puede escuchar en sus discursos y en su práctica misma– una voluntad de que la sangre no llegue al río. Lo que se le va a criticar, de hecho, después, es por qué el 16 de junio de 1955 no respondió. Estuvo la batalla de Paseo Colón, donde cantidad de obreros fueron a pelear. Se planteaba en la dinámica con Eva: los intentos de ella de comprarle armas a la CGT después del frustrado golpe de septiembre del 1951. Perón es esa dinámica. Acude a ese llamado, le da un lugar a la figura de Eva, a la lucha de clases, a la incitación de esa lucha, de esa rabia. Pero también lo que hace es marcar un “hasta acá”. En el 55, se va. Después se le va a recriminar por qué no llamó a resistir. Quizá se podía evitar el golpe, había condiciones para eso. Pero él prefirió que la sangre no llegue al río. Hay algo que es muy propio de la figura de Perón y del peronismo y que, evidentemente después de la dictadura genocida, nos coloca en otra situación. Si el 9 de junio es lo que es para Perón –mucho más que el 16 de junio–, la dictadura ya pone todo en otro plano.
Es muy severo el momento en el cual tenemos que decidir a propósito de la guerra; más severo aun cuando la guerra decide por nosotros. En el peronismo –y en estos textos centrales, sobre todo– hay un intento permanente de centrarse en un momento donde la guerra pueda ser evitada. Tulio Halperin Donghi, un historiador muy antiperonista, dice que la Argentina vive, desde 1930 pero acentuado a partir de 1945, una guerra civil larvada. Dicho así, cuando luego se produce una situación de mucha sangre que llega al río –1976–, si el antecedente es una larvada guerra civil, se lee una continuidad. Ahora, sabemos, no es lo mismo. Algo de lo fascinante de la figura de Perón es que podía manejar eso. O, por lo menos, tenía como autoimagen de sí mismo la impresión de que él podía manejar eso. La figura del no-sacrificio. Eso le funciona hasta el bombardeo de la Plaza de Mayo. Por eso, cuando muere, en 1974, hay una desazón tan generalizada: porque están todas las fuerzas desatadas. Hay algo de él, de su figura como contenedor, para que no se produzca el apocalipsis. Hay una idea un tanto pesimista en él acerca de los hombres en sociedad, de adónde pueden llegar los hombres si no tienen un freno.
Me gustaría leer una cita de este discurso de Perón en el Acto de Proclamación de su candidatura el 12 de febrero de 1946. Dice: “una tempestad de odio se ha desencadenado contra los ‘descamisados’ que solo piden ganarse honradamente la vida y poder sentirse libres de la opresión patronal y de todas las fuerzas oscuras o manifiestas que respaldan sus privilegios. Esta tempestad de odio se vuelca en dicterios procaces contra nosotros, procurando enlodar nuestras acciones y nuestros más preciados ideales. De tal manera nos han atacado que si hubiéramos tenido que contestar una a una sus provocaciones, no habríamos tenido tiempo bastante para construir lo poco que hemos podido realizar en tan escaso tiempo. Pero debemos estarles agradecidos porque no puede haber victoria sin lucha.” Hay algo muy interesante en este texto de Perón: tiene mucho de LCO, pero en versión popular, en campaña electoral, hablando de gauchos y criollos. A quienes lo escuchan, los llama trabajadores pero también criollos, criollos de todo el país. Ahora, la tempestad de odio no es devuelta con una tempestad de odio. Por supuesto, estuvo el “cinco por uno”, después del 16 de junio. Pero, en este discurso, debemos agradecer la tempestad de odio porque nos hizo tomar más conciencia de nuestra victoria, que es una victoria con la ley, con la Constitución.
Hay párrafos en LCO donde habla del amor como emoción profunda, como aquello que puede sostener una política. Leo una cita de LCO: “Al pensamiento le toca definir que existe, eso sí, diferencia de intereses y diferencia de necesidades, que corresponde al hombre disminuirlas gradualmente, persuadiendo a ceder a quienes pueden hacerlo y estimulando el progreso de los rezagados. Pero esa operación –en la que la sociedad lleva ocupada con dolorosas vicisitudes más de un siglo– no necesita del grito ronco y de la amenaza y mucho menos de la sangre para rendir los apetecidos resultados. El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos tiempo, y si halló cerradas las puertas del egoísmo, se debió a que no fue tan intensa la educación moral para desvanecer estos defectos, cuanto lo fue la siembra de rencores.” Aparece casi un Perón íntimo. No tenía necesidad de decir esto; incluso, para estar más “a la moda” de esa época en términos filosóficos, vía existencialismo hubiera podido ser más intenso. Ahora, como dice Gabriel D’Iorio, ¿a todo esto se lo lleva puesto la historia? Entramos en una zona de indecibilidad. Sí y no. En un punto sí, porque él escribe “fui pacifista hasta el 9 de junio del 56”. Pero también está claro que después dice otra cosa.
Jorge Abelardo Ramos marca –críticamente– lo que para él será una característica del peronismo: el peronismo prefería quemar el Jockey Club a expropiar a todos los terratenientes y pasarlos por las armas. Se contentaba con lo simbólico, que es una manera de sublimar y evitar que la sangre llegue al río. Ahora, era clara la dialéctica entre lucha de clases –que se daba efectivamente– y, a la vez, un conductor que esperaba que ella se termine. Como en Sarmiento, los mejores momentos del Facundo no son cuando se contraponen civilización contra barbarie; sino cuando habla de civilización y barbarie, de la posibilidad de que haya una conjunción. En Perón es algo similar: se liga a esa línea, a la posibilidad de encontrar una conjunción. Esta tensión entre la lucha de clases y armonía está todo el tiempo. Resistencia e integración, dirá Daniel James.
Hay, entonces, algo también en torno al desacuerdo y a lo complejo y delicado que es portar esa característica. Lo quiera o no Perón, el peronismo siempre es un grado importante de descuerdo. Perón lo sabía; ahora, para él, ese desacuerdo no implicaba la guerra. No implicaba la ruptura, los fusilamientos, los desaparecidos. Era un desacuerdo que pudiera ser soportable. De alguna manera, en la tradición marxista, leninista, también se rompe: unos vencen sobre otros, los aplastan. Si hay algo de insoportable en el Estado Soviético de los años cincuenta es que no hay más desacuerdo, es monolítico. También por eso se cae, porque no circula más la vida. El marxismo resolvía de esa manera el desacuerdo; el liberalismo no lo toleraba. O sea, de vuelta la tercera posición que sería una posibilidad tan solo si se sostiene sobre la libertad y el bien general, en esa búsqueda. Jacques Rancière, cuando escribe su libro El desacuerdo, está pensando en esto.
Hay un libro que se llama La Plaza de Mayo, de Silvia Sigal, profundamente antiperonista, que hace una historia de la Plaza. Lo singular es que, aun siendo antiperonista, ella señala que el peronismo nunca convivió con plazas unánimes; siempre tuvo plazas contrarias. Es interesantísimo eso como posibilidad en términos de producción política.
Dice Jorge Abelardo Ramos en su libro Revolución y contrarrevolución en el Argentina. La era del bonapartismo que, para él, LCO es un texto ejemplar de un líder bonapartista que se coloca por encima de las clases. Va a decir que los años más tristes de ese Gobierno serán entre 1949 y 1952, donde hubo una suerte de pensamiento único dentro del peronismo, donde nadie le discutió nada a Perón. No hubo fuerzas vivas, no hubo fuerzas críticas. Cuando lo más interesante del peronismo –y es algo que el peronismo hace permanentemente– es permitirse discutir todo, con la certeza de que así todo avanza.
Una más: para pensar dónde poder afiliar a Perón. Retomo el libro Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, sobrino de Rosas que, en 1870, después de haber peleado en la Guerra del Paraguay, de haber promovido la candidatura de Sarmiento y luego haberse peleado con Sarmiento, comandaba la frontera en Río Cuarto. Desde allí, hace su excursión para llegar a la capital de los indios ranqueles, donde está Mariano Rosas, un indio que había caído prisionero de Rosas quien, cuando se entera de que es hijo de uno de los caciques principales de los ranqueles, lo libera y lo toma como ahijado, le da su apellido. Lucio Mansilla, con esa sensibilidad populista –un tipo de afección muy distinta a las propias del liberalismo clásico–, construye un libro como ese, donde hay una intensa relación corporal entre él, un blanco que conoce París, la India, que se ha dado los mejores gustos en la vida, con los indios. Se abrazan, se ponen borrachos juntos, comparten un amante. El libro está compuesto de cartas escritas a un amigo, Santiago Arcos, que había sacado un libro llamado Cuestión de indios en el que argumentaba que la única forma de resolver el problema de los indios era matarlos a todos. Mansilla, que tiene otra postura, pero es amigo de Arcos, le va contestando, refutando ese argumento que, para él, es cualquier cosa, planteando que a los indios solo hay que hacerles un lugar, que están aptos para eso, que no hay que exterminarlos. Bajo este razonamiento, en un momento dirá: “no hay cosa peor que una civilización triunfante sin clemencia”. Y Perón tiene algo de eso. Perón no dice “demos vuelta la taba”; dice: no puede haber civilización si no hay respeto, consideración, justicia social.
Para mí, esa línea para pensarlo a Perón es importantísima, porque viene de ahí. En ese discurso de 1946, va a decir que lo que ocurre en ese momento no es una lucha entre Urquiza y Rosas, es una competencia, un partido entre la justicia y la injusticia. Dice: “Lo que pasa es que ellos (la Unión Democrática) están defendiendo un sistema capitalista con perjuicio o con desprecio de los intereses de los trabajadores, aun cuando les hagan las pequeñas concesiones a que luego habré de referirme; mientras que nosotros defendemos la posición del trabajador y creemos que sólo aumentando enormemente su bienestar e incrementando su participación en el Estado y la intervención de éste en las relaciones del trabajo, será posible que subsista lo que el sistema capitalista de libre iniciativa tiene de bueno y de aprovechable frente a los sistemas colectivistas.” Es complejísimo esto. Y no lo está diciendo en la Bolsa de Comercio; lo está diciendo en un acto de masas, ante sus gauchos y criollos. Dice que le interesa la posición del trabajador. No le interesa las pocas concesiones que ellos les van a dar, porque son pocas y no están ligadas a producir una posición. Perón quiere producir una posición, otorgarles lo que merecen; pero, a su vez, quiere hacerlo para que de esta manera se preserve lo que el sistema capitalista tiene de bueno. Hay una búsqueda complejísima en esa ecuación.
Hay un libro que salió hace poco que se llama Realismo capitalista, de un inglés, Mark Fisher, que se pregunta acerca de la alternativa al capitalismo. Comienza y trabaja sobre una frase de Fredric Jameson, también retomada por Slavoj Zizek, según la cual es más fácil hoy imaginar el fin de la humanidad que el fin del capitalismo. Ahora, Perón estaba pensando la posibilidad de producir el bien general, el bien común, incluso la revolución social, en el capitalismo. Nosotros, a veces, tenemos la idea de la revolución social como aquello que transforma un modo de producción. Si la revolución no trae aparejado la transformación de un modo de producción, no es revolución, dice cualquier marxista. Así, por algo parecido, los críticos que venían de la izquierda de la Revolución Francesa, hacia 1989, cuando se cumplía el bicentenario de la Revolución pasaron a decir que el acontecimiento Revolución Francesa no había significado nada, porque los cambios se venían produciendo lentamente; por lo tanto, la revolución no era nada porque no había habido un cambio de modo de producción. Ahora, el peronismo, incluso en nuestra experiencia última, habla de situaciones muy intensas de desacuerdos –pero a la vez no de guerra–, de experiencias de producción de nuevos estados de ánimo, nuevos niveles de conciencia, sin haber cambiado el modo de producción. El peronismo es esa posibilidad, volviendo al texto de LCO, “de salir de la angustia o de la náusea”. Cuando uno lo lee a Mark Fisher, hay un nihilismo absoluto. Para escaparse de él, Fisher empieza a resaltar los movimientos tales como Ocupemos Wall Street, de 2008,2009, intenta imaginar un socialismo utópico. Ahora, nosotros hemos tenido estas experiencias que nos han permitido salir del nihilismo y del sin sentido. Perón dice que hay que salir de esa angustia devenida en náusea reencontrando la misión, la misión del hombre, en su familia, en el todo social.
En este sentido, lo que nos ha pasado los últimos tiempos ha sido para destacar. En una situación donde hay una construcción cultural del capitalismo avanzado en donde lo que impera es el sin sentido más absoluto, hubo algo de esto, de haber reencontrado cierta tarea que es fenomenal. Que se produjo no en una lógica anticapitalista –porque si hubiéramos querido encontrar el momento anticapitalista, no llegaba nunca. Es el peronismo el que nos ha permitido entender que puede haber revolución social aun dentro del capitalismo.
Figuraba también en el programa de este curso la frase “Ni yanquis, ni marxistas”. Según Félix Luna, la primera vez que se canta “Ni yanquis, ni fascistas” es el 12 de julio de 1945 en la avenida Diagonal Norte, en un gran acto de la CGT. En su libro 1945, Félix Luna señala que en ese acto multitudinario, con cerca de 400 mil personas, convocado por la CGT, Perón no habló. Ahí aparece por primera vez esa frase, que refería a una acusación de la época. No sé cuándo se cantó por primera vez “Ni yanquis ni marxistas”, pero es cierto que la tercera posición en LCO tiene que ver con eso. Ahora, ni yanquis ni marxistas, pero sí revolucionarios. Perón, sobre todo en estos discursos, habla mucho de “revolución social”. En LCO la revolución social es algo que ya está sucediendo. En otros textos, el peronismo está produciéndola. Una vez caído el peronismo, una de las grandes discusiones que se produjo en los grupos intelectuales de izquierda fue si el peronismo había sido o no una revolución. Quizá sin darse cuenta, el primero que lanza esto es Borges en el número que saca la revista Sur, luego de la Revolución Libertadora, titulado “La hora de la Libertad”. Allí, Borges saca un artículo titulado “La ilusión cómica” y comienza diciendo: “la Dictadura abominó (simuló abominar) del Capitalismo pero copió sus métodos, como en Rusia, y dictó nombres y consignas al pueblo con la tenacidad que usan las empresas para imponer navajas, cigarrillos y máquinas de lavar”. Una oración demencial. Pero, después de esto, va a haber una seguidilla de intervenciones a propósito de si el peronismo fue o no una revolución. De hecho, uno puede leer bajo la misma lógica la correspondencia entre Perón y Cooke. Daniel James, en el artículo “17 y 18 de octubre en La Plata, Berisso y Ensenada”, cita a una antropóloga francesa, Michelle Perrot, quien dice que las revoluciones son “las vacaciones que se toma la humanidad”, nunca pueden durar demasiado. Esto James lo usa para pensar el 17 y 18 de octubre. Juan José Sebrelli, en un artículo de la revista Contorno, dice: “para un proletariado andrajoso, sin medios de acción directa, la solución de sus problemas no será ya ese lento y paciente trabajo a realizarse en la historia que es la revolución” –miren cómo imaginaba un hombre de izquierda la revolución– “sino la absurda generosidad de la magia que cumple inmediatamente y sin esfuerzo los deseos más descabellados”. Y termina diciendo: “el peronismo no fue lo que vino a reemplazarla para desfigurarla a la revolución, sino lo que enseña a las masas a hacer la revolución”. Y vuelvo a Mark Fisher. Dice que, si alguna vez puede haber una nueva política revolucionaria –y socialista, agrega–, esta tiene que ligarse a algún tipo de deseo. No puede ser “volver al campo para vivir austeramente”; si no tiene que ver con el deseo, no hay nada. Por momentos Fisher es muy sofisticado, lee a Deleuze, a Guattari, y termina ligando el deseo a la sociedad del consumo y a la realización de los deseos del consumo. El peronismo ligó con deseos; el kirchnerismo ligó con deseos. Muchísimos deseos. Probablemente, algo de esto se empezó a secar cuando dejamos de ligar con deseos. Ahora, como dice García Linera, está bien que sean deseos del consumo, pero no pueden ser los únicos. Y entonces vuelve a ser interesante Perón: el peronismo puede ser una máquina deseante pero no solo de consumo, sino de libertades, de verdades. La idea de libertad de Perón está precisamente ligada a la necesidad de descubrir cómo el individuo liga con el bien general. No es la libertad de elegir, la libertad de votar, ni la libertad de consumir. Es la libertad del encuentro social, colectivo.
Miren lo que dice Halperin Donghi en la misma revista Contorno del año 1957, en el artículo “Del fascismo al peronismo”: “creían candorosamente que las jubilaciones y las licencias por enfermedad eran ya la revolución social”. En ese momento, cuando todos ellos se denominaban “de izquierda”, creían que la revolución social era algo mucho más importante. Hoy nosotros, que vivimos en un momento posterior, en este mundo, con la crisis de la revolución soviética y el “socialismo real”, podemos decir que la jubilación y las licencias no son la revolución pero hay que defenderlas. En otro libro, de 1994, La larga agonía de la Argentina peronista, afirma: “que el peronismo en efecto fue una revolución sólo puede ser discutible a quienes creían blasfemo dudar de que revolución social y, aún revolución, hay una sola. Bajo la égida del régimen peronista, todas las relaciones entre los grupos sociales se vieron súbitamente redefinidas y para advertirlo bastaba caminar las calles o subirse a un tranvía”. Acá parece decir, entonces, que hubo una revolución, aunque no le guste nada tal afirmación. Sigue Halperin Donghi: “sólo pueden decir que no, aquellos que creen que hay una sola revolución”. Esto también, entonces, lo era más allá del modo de producción: subite al tranvía, caminá la calle, y te das cuenta.
Para cerrar, una última cosa de Martínez Estrada que me interesa en esta lógica. En el libro ¿Qué es esto? dice: “Perón ha encendido en la chusma que él llamaba los descamisados y que algunos tontos y necios confundieron con el proletariado, un orgullo de clase dominante. Si el socialismo marxista hubiera triunfado realmente en algún lugar del mundo, el estado de ánimo ensoberbecido del obrero o del campesino habría sido el mismo de las chusmas peronizadas”. Es decir, ni siquiera donde el marxismo hubiera triunfado existió algo parecido al estado de ánimo ensoberbecido de la chusma peronista, que ni siquiera era proletariado. Esa es la revolución, esa es la comunidad organizada: esa alegría.