Casi media hora para las doce de la noche y recién caigo al Jagüel. Blanda como manteca. A las diez fiché la salida después de recibir y cumplir órdenes desde las dos de la tarde cuando entré. Hoy me cambiaron de piso por las fiestas y el calor. Nadie quiere hacer la planta baja.
La rutina empezó por el lado de Bouchard. Abro todas las puertas de los baños. Tengo que hacer rápido porque hay gente esperando con chicos. No me tengo que olvidar nunca la baliza de “Atención piso mojado”. Subo cada tapa de inodoro, friego y bajo. Ahora el trapo en el piso. Después vuelvo a empezar con los baños de al lado y cuando termino vuelvo a empezar con los del lado de Alem. Así, sigo sin parar. Me acuerdo porque tengo que escribir cada vez que termino un baño en una planilla que me dejan en la puerta. Control. Si me olvido pierdo yo porque ahí es donde firmo y pongo la hora en que pasé a limpiar, si eso no está escrito descuentan del sueldo. Miedo. A veces siento miedo de ir demasiado rápido. Quizás piensen que lo hago mal y si hay algo que no soportaría es que una supervisora me rete. Que te reten es solo humillación cuando no se puede contestar.
Esperé en Constitución con la espalda rota y toda transpirada. No sé si voy a poder sentarme. La gente tiene cara de feliz porque viene con las bolsas para el árbol de mañana, no hay nada en mí que pueda provocar una sonrisa, ni siquiera acordarme de las fiestas cuando era chica. A la mañana sí me senté y me puse del lado de la sombra en el tren. Monte Grande, Guillón, Lavallol. Me acordé de la tarde calurosa cuando estaba en sexto grado y mi papá vino a buscarme a la escuela. Creí que había pasado algo pero era que mi mamá no llegaba a horario; me invitó helado y me contó que había hecho algo así como una capacitación para poder manejar una nueva máquina. Estaba contento. A la mañana me gusta hacer planes. Turdera, Temperley, Lomas, Banfield. Saco una libreta y anoto: las cosas que me faltan de perfumería, averiguar por el curso de inglés, renovar la credencial para entrar al trabajo… Eso de la libreta lo copié de una chica rubia que me crucé dos o tres veces en el tren. Es rubia rubia y usa lentes, ya debe estar en la Facultad aunque parece chiquita, se hace todo el recorrido desde Temperley. Seguro es de por ahí, de los barrios lindos y va a estudiar al Centro. Y saca una libreta y se sienta a escribir y mirar por la ventana.
La semana pasada yo anoté en una lista todo lo que quería comprar para el árbol para mis viejos y los chicos; mejor ni mirar esa lista. Aunque eran todas pavadas no creo que me alcance, y todo me va a parecer mal. Cuando vuelvo a la noche no quiero ni abrir la libreta, es como si leyera a alguien que no me banco, a una tonta que se cree no sé qué chamuyo sobre las cosas, sobre la vida.
Casi eran las once cuando llegó el ramal Ezeiza, me senté. Yrigoyen, Avellaneda, Gerli, Lanús. Vivir en el Jagüel ya de por sí te aísla del mundo pero a su manera siempre es un lugar donde volver: la casa, un lugar que oprime pero que forma, como el trabajo. Llego a la estación, más cansada que jamás; a las diez de la mañana estuve en este mismo lugar, parada y contenta de ir a trabajar. Incluso le escribí un wasap a Tamy: “¿Sabes?, se me ocurrió la idea de que el franco del 1° nos vayamos al Tigre, hagamos un picnic, ¿qué te parece?”