Septiembre empezó con lluvia, después vinieron unos días hermosos. Mejor, porque la calefacción del trabajo no funcionó en todo el invierno. Fue raro ver al público caminar por los pasillos emponchados como si estuvieran en la calle. Tanto frío dejó una sensación rara; trabajamos con pullover, con guantes. Todo enorme, desierto, reiterado, melancólico; más después que nos mudaron.
Cuando empecé a trabajar, todos los de limpieza teníamos un lugar en el octavo piso –con baños, lockers, mesas, bancos– para dejar nuestras cosas, descansar, sentarnos un rato. Un día de julio nos mudaron fuera del edificio: una especie de cochera o galpón helado y subterráneo, con olor, donde no tenemos ni baños, ni luz natural, ni lugar para guardar las carteras o bolsos. Dicen que es provisorio, pero yo creo que nos van a dejar ahí. Como máximo traerán lockers para que guardemos las cosas.
Todos los mediodías, mientras hago la cola para fichar, me pregunto qué hago acá. La mayoría de los que entraron conmigo ya renunciaron o se fueron a otro lugar. ¿Y yo qué espero? Así pasé todo el invierno. Estuve semanas enteras yendo y viniendo del trabajo, en modo avión: no me depilé ni miré vidrieras, no programé nada, como si estuviera en blanco. Comí harinas, azucares, tomé cerveza, fernet. No le conteste los mensajes a nadie, bah, mejor dicho, me di cuenta que si yo no escribo mensajes nadie me busca por wasap, que si no llamo nadie me llama; así que dejé que todo siga su curso sin mí y así fue.
Nada más la vi a Tamy en un franco y casi que ni hablamos. Vino a casa un mediodía que no había nadie, vimos un capítulo de Cómo conocí a tu madre, jugamos a la Play, comimos facturas y se fue. Ella dice que tengo que salir, yo creo que no. Tanta inactividad y trabajo alternados están haciendo que me sienta rara, como si fuera otra; incluso mi mamá empezó a preocuparse por mis “proyectos”: “tenes más de 20 años …”, dijo. Tiene miedo, me ve “apagada”, dijo para evitar decir “triste”.
No hay nada más desolador que ver los ojos llorosos de mi mamá, pero no tengo forma de contenerla. Más que ayudarla a poner la mesa o preguntarle por las plantas, no me sale. Pienso: ¿la tranquilizaría que me ponga a desarrollar esa rueda de cosas que cubren la preocupación de la mayoría de las mujeres? Belleza, ropa, hombres. Sexo, dinero, autonomía. Arte, estudio, profesión. Cualquiera puede darse cuenta de que no tengo idea de cómo manejar esos contornos imaginarios a la vida concreta. Por fuera del trabajo todos mis esfuerzos para encajar en la vida adulta fueron un desastre –pilates, dieta, amor– o terminaron en una libretita anotados en listas que se repetían una y otra vez.
Algunas de estas mañanas caminé a comprar el pan para hacerles sandwiches a los chicos antes de irme. Mamá está haciéndose unos análisis y se va temprano al hospital. La tierra de todo el barrio está como húmeda y aparecen brotes en los árboles. Cuando vuelvo caminando tengo la sensación de hace unos años cuando pasaba de vuelta por el kiosco para llevarme un alfajor: antes de llegar a la esquina de López y Amado Nervo estaba doña Cata sentada en una sillita y yo la saludaba con un beso. Aunque no sea una cosa útil para esta vida a veces quiero sentir esa alegre tranquilidad, que sea eterna. Pero no lo pienso mucho porque tengo miedo de ponerme a llorar.