Ilustración: Cima / Texto: Sreo
Mamífero bípedo, el Hombre Hiena constituye una de las tantas especies que pueblan las grandes urbes terrestres del siglo XXI. De carácter oscilante, es capaz de vivir largas temporadas en la soledad de su habitáculo –con preferencia, pisos superiores de edificios de departamentos–, hasta que, movido por el instinto o los cambios atmosféricos, se deja ver en reuniones de consorcio, supermercados y otros espacios de interacción social. A partir de allí y cumplidos ciertos intercambios de primera necesidad, puede tanto volver a retraerse en el ostracismo como sumarse –muchas veces con entusiasmo– a una manada existente, con la expectativa de ensayar modos de sociabilidad ampliados y a la vez siempre elementales.
La mirada del Hombre Hiena tiene un poder hipnótico moderado, suficiente para adormecer y succionar la sangre de sus víctimas, generalmente ancianos, mujeres maduras e infantes. Sin ser rumiante, su mandíbula es fuerte e ideal para dar cuenta de contrincantes de su propia manada, moribundos u occisos.
Aunque no se conoce de manera cabal su origen, algunas fuentes afirman que los Hombres Hiena son el resultado de la mutación y vuelta a la vida de lobizones cuyos cuerpos no fueron destruidos oportunamente. Lo que aparenta sonrisa sería un rictus, tal vez fruto de alguna visión experimentada durante el tránsito de la muerte a la nueva vida.
Si bien su hábitat natural son las grandes metrópolis, el Hombre Hiena se maneja por el espacio urbano con cierta agorafobia: no soporta permanecer mucho tiempo en calles y ámbitos abiertos, aunque se sosiega al aire libre en lugares con rejas. En casos de crisis repentinas de ansiedad, caniles y espacios de juegos infantiles son sus refugios principales, especialmente si se encuentran al interior de plazas o parques a su vez enrejados.
A diferencia de su primo la hiena, el Hombre Hiena no es primariamente carroñero; no obstante, esta facultad suele activarse frente a agonizantes o cadáveres de su propia especie.