Durante la primaria no me hicieron bullying porque todavía no se había inventado la palabra. Puede que de chico fuera medio lelo. De chico, lelo es alguien que juega poco y lee mucho. Con el tiempo cambié. Ahora juego mucho y leo poco. En la revista Cosmopolitan hay un artículo –o en Flacso una investigación– que asegura que esto también es ser lelo, pero de grande.
A pesar de las novelas progres a las que me confinaba una infancia diagramada, había un juego que me encantaba jugar. Era un juego que nos unía y, más o menos, nos igualaba a todos, los lelos, habilidosos, deportistas, déspotas o colgados. La escondida.
De la escondida me encantaba percibir cómo detrás de un árbol el tiempo ganaba la capacidad de quedar suspendido y ser un hecho físicamente comprobable. Pero no solo eso me encantaba. Entiendo que todo aquel que lea este texto habrá jugado el juego alguna vez. Ni siquiera Jorge Lanata precisa que explique las reglas.
En la escondida no era el pibe más rápido, pero había aprendido a buscar un lugar y permanecer oculto a la espera del momento indicado, para tomar riesgos y correr hacia el árbol con la mano extendida. Varias veces logré liberarme por mis propios medios. Otras me descubrieron, por esperar a resguardo más de la cuenta. Con los años entendí que, a veces, quedar a resguardo es solo una forma refinada de delatarse.
Cuando me descubrían, la única esperanza radicaba en que el último buscado llegara antes que nuestro verdugo ocasional y gritara Piedra libre para todos los compa. En esa exclamación libertaria de nuestro salvador cabíamos todos por igual. Alguna vez el destino también me sorprendió salvando a los demás.
Pero las escondidas guardaban un componente adicional, mágico, reservado para cuando la realidad irrumpía y teníamos que dejar de jugar. El código establecido era pronunciar una palabra: Sangre.
Sangre significaba que a alguno lo reclamaban sus familiares, o se había lastimado, o se había perdido, o se sentía mal.
Cuando un compañero de juego gritaba Sangre, los demás nos sentíamos obligados a encontrarnos en alguna región parecida al medio, a mirarnos a los ojos y buscar una solución colectiva a lo que fuere, para después retomar. Estábamos obligados a salir de nuestros refugios.
Pasaron los años, sucedieron muchas cosas, hoy la piedra libre es pica y tanto en la Cosmopolitan como en el estudio de Flacso hay varias interpretaciones acerca del cambio lingüístico. Lejos de tales debates, alguien pronuncia la palabra Sangre.
A veces siento que decir Sangre era el elemento más poderoso del juego, que solo jugábamos a la escondida para gritar esa palabra, para poner a prueba nuestra lealtad, o para representarla, para sobreactuar mientras descubríamos de qué se trataba.
Y aquí y ahora, en este segundo histórico, en este país, como cuando éramos chicos, entiendo que ya es hora de decir Sangre y salir del escondite, asomar las cabezas para mirarnos cara a cara.
Fotografía: Patricia Almazán