“Nothing to win and
nothing left to lose.”
U2, With or without you

Sobre la noche azul frío, se cuelan algunas luces de la ciudad lejana y un par de vidas intensas se apagan dentro de un auto soviético con el orgullo aún intacto. La narrativa es, como sus protagonistas, consecuente hasta el final y honesta en sus propósitos, aún cuando use el engaño como recurso. Culmina la última escena de The Americans y se vuelve a sentir la tristeza del fin de un mundo. La luz difusa, la menor nitidez, la tonalidad pastel, la sobriedad de una estética cuidada, la suavidad con que insertan las referencias temporales a lo largo de toda la serie hicieron revivir los años ochenta no desde el fetiche consumista, masticado y deglutido de Stranger Things, sino desde la materialidad y los artilugios de una trama que activa la memoria como el lugar donde las cosas ocurren por segunda vez. El cielo parece el de la infancia, como si esa década hubiera marcado el último cambio de molduras para caer luego en los noventa, cuando se anclaron sus restos. Aparece, como un fantasma, la posibilidad de la historia, y el abatimiento que nos atraviesa es el de sentir que nos volvemos a preguntar, como por primera vez, por algo sobre lo que ya teníamos respuesta –la ligazón de lo individual y lo colectivo, la condición política, la idea de libertad y responsabilidad–, mientras afuera de la pantalla todo parece estar mediado por la mercancía, la desigualdad y los relatos virtuales.

The Americans cuenta la historia de una pareja de espías rusos, el matrimonio de Elizabeth y Philip Jennings, durante la Guerra Fría. Plantados desde muy jóvenes en Estados Unidos, estos agentes de la KGB fingen ser una familia americana y conciben dos hijos –Paige y Henry– que nacen y crecen en ese país sin saber quiénes son sus padres y a qué se dedican. Durante las seis temporadas que dura la serie, la pareja realiza sus operaciones frente a su vecino agente del FBI y especialista en contraespionaje, Stan Beeman. En cada momento, ellos reviven las grietas de un mundo que depende tanto del riesgo como del ingenio, y donde la causa que los lleva a cada situación los excede pero, a la vez, no existe sin ellos. En cada decisión, el estatuto de la libertad está necesariamente vinculado a la lealtad. El discernimiento moderno era una facultad de reflexión que conectaba dos momentos, dos elementos, cuando no había entre ellos una regla precisa. Frente a cada situación, un hombre formulaba una ley todo el tiempo. Esa era la estructuración moderna que modulaba la relación entre uno y lo trascendental, lo histórico, lo social, lo colectivo. Facultad rara e imprescindible, cuyo arte era hacer comunicable el singular, la situación particular no como “un caso” sino como un instante en el que lo social se explica, se ve, se vuelve material, tangible, existente. El hombre no quedaba encerrado en su práctica, aislado, pequeño. Se volvía grande, se expandía. Se hacía mundo. Porque no era un relato unipersonal sino universal. Se volvía comunicable y ésa era la condición política de la subjetividad. En esa apropiación de los hombres se fundaba la madurez de la historia: poder asumir en cada hecho individual la memoria y el futuro colectivo.

Volvemos a discernir hoy con saberes ilusorios en los que la relación con lo colectivo está pautada sobre una idea de excepcionalidad. El mundo se acorta en términos abstractos y se aleja en términos sensibles. La realidad es algo dado, deglutido, sobreinformado, mediado por la condición subjetiva más primaria, sin distancias, pautado, sobre consumido. Y, a la vez, es algo extraño, irreconocible, lejano: un lugar ajeno a cada uno que no reclama ningún orden de intervención particular, inmediata, propia.

En esta Guerra Fría que se narra como prolongación de los combates pero en versión enmascarada, lo diferencial entre los espías rusos y su vecino del FBI se expresa también por las decisiones que cada uno toma sobre su ámbito familiar. “Ya no son niños”, dice Philip sobre sus hijos “los criamos nosotros”. En su caso, los modos en que se despliegan y se resuelven las conflictividades familiares no pueden sostenerse sobre angustias largas e indefiniciones. Nos recuerdan con estos gestos que hay dignidad en la sobriedad y condición política en el aplomo. No son crueles; simplemente no hay ilusión que ligue deseo con libertad. Por eso, pueden disponer completamente de ellos mismos, y establecer un estatus diferencial entre lo privado y lo personal –que es lo que estructura la práctica de un sujeto para que eso que hace cotidianamente no sea del orden privado sino público. Hay una experiencia moderna por excelencia, lo sublime kantiano, que permitía pensar sin temor ni atavismos. Contenía el displacer estético, el momento sensible temerario, el dolor inmedible. Sobre esta experiencia se fundó la subjetividad más instituyente de sí y del mundo: la que podía hacerse cargo de la historia y su nueva condición ilimitada. Lo personal era político.

Hoy los estados de la vida retrotraen lo colectivo a ciertas instancias pre-ilustradas. Inundada de relatos personales, la experiencia histórica se narra en una brutal primera persona. La desmaterialización de lo que somos está en la base de nuestra relación con el mundo. El poder de esta nueva trama sobre la que se desarrollan las vivencias individuales radica en que ya no es posible salir de sus dominios que abarcan lo concebible y lo imaginable. “Hay, aunque pequeñas, experiencias diferenciales”, me aclara una joven compañera. Y yo confío en su estatuto político tanto como en ella. La cuestión es sobre qué dinámicas estas experiencias valorables se vuelven colectivas. Cuando las buenas conciencias se embarcan bajo las formas hegemónicas de relato, lo hacen desde el absoluto conocimiento de cuán entregadas están a lo establecido. Los territorios personales se conquistan desde las mismas lógicas sobre las que se expande todo lo demás. El horrendo prójimo de golpe se percibe como un vagón de conflictos e incertidumbres que se le cae a uno encima; una experiencia de los otros que hace que uno no pueda descentrarse. Al contrario, no deja que uno pueda distraerse de sí mismo. Cuesta así respirar. Lo político se vuelve personal y lo personal se privatiza.

En The Americans, por el contrario, los gestos de los protagonistas son expansivos porque son plurales, no masivos. La masividad es como un limbo de aislamiento frente a los símbolos de un pasado gregario. En la serie, la experiencia subjetiva se condensa en un movimiento en dirección al futuro y al pasado tan fuerte que la vida no parece casi transcurrir en el presente.

Vivimos hoy un presente absoluto, en el que la ligazón con el pasado o con el futuro se entreteje en términos muy brutales. El presente es un estado permanente de ansiedad. La ansiedad requiere resultados inmediatos y eso nos ofrece la hiperconexión. Un presente perpetuo, que no envejece, en el que cambian un poco los cuerpos pero el entorno es siempre el mismo. No hay tiempo, entonces no hay pérdidas. Todo se vuelve un universo cíclico pero uniforme, donde la subjetividad cancela cualquier juego de intelecto porque nada deja de decirse, de mostrarse, de entrar en alguna pantalla, en alguno de los circuitos más o menos cerrados de consumo de los lenguajes. El estatuto de este orden se funda, necesariamente, en la insensibilidad, el miedo, el peligro, la vigilancia, la sospecha; es la lógica del consumo massmediático atravesándolo todo. No hay posibilidad de lo significativo a medida que se expanden los imaginarios del consumo, solo de nuevos estadios de barbarie. La barbarie es la ausencia de una experiencia subjetiva que pueda construirse dando cuenta de sus ruinas y sin que sienta que llegó “su” momento en la historia, su lugar para el triunfo frente a todas las calamidades sobre las que ni siquiera puede dar testimonio. En la marea, los datos políticos concretos se vuelven inaudibles.

Así como el mundo se graba en nuestra mente, nuestras experiencias, pensamientos y sensibilidades quedan grabadas en el mundo. Hay espacios, escenas, instantes, desde los que se puede regresar literalmente sobre lo ocurrido. Quizás algún día se armará una historia con todos esos pedazos. Y se podrá volver a decidir cómo terminarla.