Hablar de las cosas es un medio excelente para evitarlas.
Julián Marías
Hace días se conoció la última medición alimentaria realizada por UNICEF, y el número aterra, paraliza, lacera: más de un millón de niños en nuestra patria se van a dormir todas las noches sin comer. Fue noticia, sí. Miles de chicos se van a dormir con el estomago vacío y seguramente preguntándose por qué no hay en su mesa un pedazo de pan para saciar el hambre, para dar respuestas a un cuerpo que no entiende de declamaciones. Cuesta imaginar cuál será la respuesta que dan a esa incógnita de la deshumanización, ¿verdad?
La noticia apareció en los periódicos de más tirada y más leídos en formato digital. Solo se mantuvo dos días, perdida tras el universo de noticias banales y que permanecen días y días en las portadas. Solo para citar un ejemplo en las antípodas: las múltiples separaciones, encuentros y reencuentros de una conductora televisiva, hija de un famoso cómico, y un desconocido comunicador cooptaron por semanas y meses la atención de nuestros editores. ¿También la de la de la sociedad? Podríamos ser magnánimos y decir: “La sociedad está abatida por la problemática diaria, necesita caminos de catarsis, distracción”. Pero, ¿podemos ser igual de magnánimos con los editores? Ahora bien, que “la política” muestre un silencio sepulcral sobre este tema solo corrobora el peor de los dictámenes: nos hemos puesto el traje de verdugos.
A pocos días publicada la medición de UNICEF, a través de un informe de una ONG llamada Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, transcendió que “el presupuesto para la niñez se redujo, es decir, se ajustó, 18 %, respecto al del año 2023”. El gólgota del poscapitalismo está instalado, y los futuros crucificados tienen su sentencia. La política hará sus estadísticas, inventará indicadores, analizará resultados y los graficará. Hará proyecciones y pergeñará planes y programas, pero quizás sea tarde. En un país que alguna vez se dijo “condenado al éxito”, hombres y mujeres recibirán en un futuro muy cercano un legado manchado por las ideas “libres” de mentes miserables.
Solo observando el costado educativo de la población de menores argentinos sin cenar, y considerando el ciclo primario, secundario y universitario de aproximadamente 18 a 20 años, esas niñas y niños, hoy subalimentados, carecen de las condiciones básicas para ser educados: estructuras afectivas y nutritivas, desarrollo físico, motivaciones para la atención y comprensión. ¿Cómo impactará este dato en la readecuación de los planes de estudio, los sistemas de evaluación? ¿Cómo se arribará a resultados esperados para la misión de formar personas y, luego, profesionales?
Aquel viejo anhelo de ascenso que significaba que el primer profesional de un grupo familiar podría acceder a condiciones diferenciales se hace trizas en el aire con este plan de ajuste feroz, destructivo, y deshumanizado que nos han plantado. Perdimos. Perdimos como sociedad la oportunidad de “producir” un millón de profesionales para que piensen, diseñen y accionen la Argentina que soñaron los padres de la patria. Perdimos la sensibilidad para avergonzarnos. Una tragedia.
Aprendimos a convivir sin desesperarnos con este tipo de realidades. Estamos transitando el camino hacia un abismo irremediable, y hasta me atrevería a decir que quienes diseñan estos planes de desecho y exclusión humana no terminan de ser conscientes del futuro que construyen día a día. Parafraseando a Paolo Virno, los mentores de posfordismo, o del neofordismo, los mismos que se apropian no ya del esfuerzo o de la simple fuerza laboral, sino del cuerpo y el espíritu en su conjunto –en definitiva, fuerza laboral, capacidad comunicativa y expresiva, pensamiento mensurable y aprovechable–, también tienen un lugar reservado en la penumbra del futuro.
Ante este tipo de problemas, no podemos soslayar a aquellos pensadores encuadrados en el posestructuralismo, e incluso alrededor de la discusión sobre la posmodernidad: reflexiones y desafíos que se plantearon entre las décadas de 1970 y el fin de siglo a la sociedad, y que, de diversas maneras, intentaban explicar las formas político-sociales que surgían de las transformaciones de época. Derrida y su teoría y práctica deconstructiva, con su nueva interpretación del legado; Levinas, con el todo y su infinito planteando la incorporación definitiva de aquello que siempre queda fuera de la verdad; Foucault, con la introducción del concepto de biopolítica y la discusión sobre el poder; Castoriadis, con la institucionalización del ser en sociedad. Estos son solo algunos de los aportes que desplegaron un nuevo ejercicio intelectual sobre aspectos centrales de la razón, el espíritu, la metafísica, el trabajo, el capital, con su consecuente crítica sobre las formas políticas que volvían a amenazarnos.
Evidentemente, no supimos leer esos avisos de incendio, esos esfuerzos de complejizar las cuestiones a la hora en que las doctrinas y las grandes ideologías se caían. Mirando la catástrofe desde este aquí y ahora, el panorama es desolador. El desierto mental, moral y espiritual, que reproduce a personajes como Benegas Lynch hijo (proyectado a prócer por el presidente Milei), Espert (presentado como un nuevo gurú de la economía) o legisladores que visitan a torturadores condenados, se amplía a pasos agigantados. Volvieron, y volvieron peores. Ahora los niños no comen, los viejos tampoco, y parece no importarle ni a los medios ni a la sociedad. El desinterés social es una verdad tan relativa como esta escritura. La denuncia irreconciliable e irrenunciable, decidimos condenar a inocentes.
Nunca es tarde para reparar los desatinos, nunca falta tiempo para reencaminarnos hacia otro fin más relevante. Pero estamos llegando tarde, y el tiempo perdido crea impunes que no son justamente nuestros niños. La biblioteca está intacta.