Verdad y razón como fines absolutos fueron y serán una quimera. Miles de mentes se extraviaron en el intento; otros miles creyeron que lo habían logrado; y muchos miles, sin conseguirlo, se cobijaron en imperativos categóricos. Sentidos, representaciones, conocimiento a priori o simplemente instintos han sido siempre más fructíferos en recoger lo que verdad y razón habían desechado como inválido.
Condiciones sociales, morales, políticas o meramente de poder marcaron a la humanidad en distintas etapas de su existencia sobre cómo no ya trascender, sino no caer en el abismo de los desechados sociales, de los marginados, aun frente a un hálito esperanzador que fue casi un paradigma: la evolución misma del ser humano, más humano.
Para no ir tan lejos en la historia: desde Thomas Malthus, economista británico, con su planteo de que el crecimiento desmedido de la población por encima de los medios de subsistencia sería disminuido por el hambre, las epidemias y las guerras, hasta Charles Darwin, naturalista británico, con su teoría de la evolución biológica por selección natural, la humanidad ha sido puesta en “jaque”, o al menos en alerta. A ello podemos sumar las variables establecidas por el “poder”, como Maquiavelo en El Príncipe, o como Thomas Hobbes en su filosofía política, quien proponía como única solución un Estado fuerte y autoritario, para no caer en la guerra o en la anarquía como condición de subsistencia. En definitiva, ya sea por leyes naturales o por la “suma del poder público”, el ser humano –como individuo o como colectivo– tiene un único desafío: sobrevivir.
Filósofos, pensadores, políticos, referentes sociales, hombres públicos, de ciencia o de distintas religiones han perecido en búsqueda de caminos más anchos, benévolos, en los que conjurar aquellos determinismos. Aún más: el final del siglo XIX y parte del siglo XX mostraron, al menos en segmentos temporarios, que no todo estaba perdido. Aun frente a dos guerras fratricidas y otras encubiertas por el velo de la ONU como “guerras humanitarias”, parecía que la humanidad se encaminaba a ser, al menos, humana. Poco pasó para que el mundo en el que hoy vivimos y vamos a legar sea este, desgarrado por sus líderes, justificado por hombres y mujeres encumbradas y pavorosamente aceptado por sociedades víctimas de distintos placebos.
En este devenir tortuoso, el hambre no ha dejado de ser cosa del pasado, y miles de niños, mujeres y hombres deambulan en busca de lo básico para no morir. El poder y la voracidad de quienes lo detentan no conoce fronteras, y la geopolítica se ha transformado en una ecuación polinómica en la que el ser humano, su vida y su historia no son más que variables. Aquellos “universales” –sueño de moralistas, de líderes religiosos o de pensadores– son un coto de caza a domicilio. Hay tanto reduccionismo, tanta simplificación y tanto valor de lo superfluo, que existen tantos cánones morales como casas habitables, para no hablar de aquellos de la calle.
Por estos pagos, nos encontramos con más del cincuenta por ciento de la población en situación de pobreza. Entonces, la pregunta inmediata es: si en esos hogares pobres o humildes, donde no hay un pedazo de pan para comer en familia, mujeres y hombres en trabajos precarios y en negro se cobijan en lo poco que tienen o les queda para rematar, ¿cómo creemos o aspiramos que lo que antes fue un sueño –“la casa propia”– se constituya en un ámbito de reflexión, de proyección de expectativas o de amor?
Las redes, las calles, los eventos deportivos, la noche o cualquier encuentro masivo se han transformado en los espacios apropiados para eyectar todo lo que se viene incubando desde hace años. Y, de este modo, no hay universal que valga, no hay imperativo categórico que importe, no hay más códigos que los de la violencia, el menosprecio, la agresión gratuita, la discriminación, la fobia, la descalificación, y algunos signos más de esta época en la que lo único que se derrama es la crueldad del “sálvese quien pueda”. Donde el individuo “de bien”, el “libre”, es el nuevo paradigma en un mundo que nos enrostra una vez más quiénes de verdad somos.
Se corre tras la supervivencia alimentaria, se desvela por estar más cerca del calor del poder, pero se ha caído prisionero de lo más fácil para el instinto, como es el no soportar estar solo para saber quién se es, y por consiguiente estar de puertas abiertas hacia un mundo que solo nos tiene en cuenta como actores de reparto del circo de la vida que se rifa.