“La incapacidad de la razón para aceptar lo que no cabe en ella es su certificado de pobreza.” Nicolai Hartmann

Los últimos años de la política en nuestro país no han escapado a reduccionismos y expansionismos en el intuir y el concebir tanto el sujeto protegido como su ser personal y su ser colectivo. La misma conducta se extrapola, por ende, a la concepción y acción de la política como instrumento de cambio y superador del acontecer coyuntural. Cíclicamente se plantea la tarea monstruosa de desarticular, frente al imaginario social, la vieja antinomia entre lo transformador y el cambio regresivo.

En vísperas de un nuevo acto electivo, conquista de nuestra democracia –deudora pero, así y todo, democracia al fin, lograda con lucha, sangre, desaparecidos y torturados, nunca olvidar–, nos es pertinente el acto más supremo: el de elegir, como mujeres y hombres propietarios de un derecho inalienable, que es el de instituir, frente a lo velado y revelado, a quienes aspiran a conducir los destinos de nuestra patria. Muchos siendo partícipes activos, otros “con la ñata frente al vidrio” y los menos con la indiferencia supina que los caracteriza y de los cuales poco o nada hay que esperar. De cualquier modo, así es el universo decisorio.

Mirando y escuchando las propuestas, “las más, meros slogans”, no pude ni puedo dejar por alto “la propuesta” de Patricia Bullrich, que dice más o menos así: “Si viviéramos en un país normal, se necesitaría un administrador; pero como no vivimos en un país normal, se necesita la fuerza (de la propia ‘Pato’)”. Podría hacer muchas lecturas de esta aseveración. La primera y más obvia es lo “prototípico” de lo castrense –el orden, la fuerza–, que subyace en cualquier discurso de derecha y no podía faltar justamente en la derecha argentina; pero el término “administrador” tiene, a mi juicio y solo al mío, algo más profundo: un modo de concebir derechos para un país, nuestra Argentina, y un modo de concebir al ser argentino. Particularmente, esperar un administrador para nuestra patria no es más que considerar a nuestra nación como una mera empresa, naturalización exprofeso de los intereses que quienes así se expresan defienden, y abstracción de ese estamento que debe incluirnos, en definitiva, como meros números. Y, hablando de números, pensar en un administrador es la taxativa reducción del ser humano –nosotros: seres físicos, biológicos, psíquicos y espirituales– a meros consumidores de un nuevo orden a establecer.

No es una cuestión de presagio, tampoco una cuestión especulativa y menos la ficción de una realidad póstuma: es el decálogo de una concepción mercantilista del todo, la concreción del “hombre unidimensional” como un engranaje aspiracional al engranaje, el hombre abstracto y normalizado de un mundo en donde el orden paraliza la rebeldía, los sueños, la impronta, la trascendencia. Es lisa y llanamente la concepción de una “voluntad de una gran Providencia” que, vista desde cualquier perspectiva, se apropie de un determinismo que subsuma nuestra voluntad como ser espiritual.

No quedan dudas, y no solo por las expresiones, sino que ya es una realidad palpable de lo que administran: Jujuy es un caso paradigmático y desde ya indubitable. A la asfixia normativa imperante es necesario una supranormativa: el cercenamiento del derecho a expresarse y a manifestarse, la persecución ideológica, el odio racial, las fake news, los estereotipos, los prejuicios y nuevos dogmas son un “imperativo categórico” criollo.

Obviamente, este análisis –que me pertenece– lejos está de plantear una subestimación de la conciencia de mujeres y hombres que concibieron formas históricas para nuestra Argentina; pero, aun así, encarna una alarma frente a un mundo reclinado en expresiones nefastas para nuestras sociedades y nuestro pueblo. Lejanos parecen aquellos tiempos de Néstor, Lula, Chávez, Correa por nuestro hemisferio. Los indicadores actuales de racismo, exclusión, grandes movimientos migratorios a causa del hambre, asesinatos sistemáticos por portación de cara, privatizaciones laborales, apropiación de recursos naturales y la diáspora que acaece en los movimientos populares no dejan margen para nuevos errores.

La identificación de los nuevos sujetos sociales, la resignificación de políticas de inclusión e integración, la lectura profunda de las viejas y las nuevas expectativas sociales, la inclusión de nuevas corrientes extrañas a la política, la redefinición de umbrales económicos, sociales y políticos y la mirada crítica e introspectiva de “la política” como expresión, síntesis y referencia del universo dinámico de nuevos actores no sabe de excusas temporales ni de contextualizaciones tardías, y menos de intereses sectoriales. El peronismo, su concepción humanista, su voluntad transformadora y su vigencia programática debe ser la plataforma, a mi humilde entender, de gestas trascendentes. Las transformaciones a medias no llegan a ser transformaciones. Y –lo sabe nada menos que aquel que supo o intuye vivir en una Argentina que pensaba el “para todos” sin nadie afuera– la llave del misterio la tenemos nosotros, y es tiempo de usarla.

La sola posibilidad de un país para pocos supone el cisma hacia un país de elegidos, la profecía autocumplida de los indiferentes.