“No se deje engañar por las superficies;
en la profundidad todo se vuelve ley”.
Rainer Maria Rilke
Todo desafío al poder terrenal establecido es la afrenta trágica a los poderosos; el trabajo, los sueños, las expectativas, los bienes anhelados, la felicidad del pueblo, el futuro y la vida son sus prerrogativas; y el diezmo, los argentinos arrodillados.
Siempre ha sido así. Hoy nada ha cambiado en las estructuras mentales de los rapiñadores que conocemos, los abortadores de sueños, los que incuban tanto odio como grandeza nos pertenece: basta ver las notas en Clarín de Adrián Maladesky o de Cristian Grosso en La Nación, voceros “mano de obra barata”, sangrando por sus jefes. Hasta eso ha llegado la indignidad: no solo ser voceros, no solo ser quienes ponen la cara para recibir las trompadas; el rastrerismo es tal que hasta se inmolan por Magnetto y por los Mitre.
Hecha esta aclaración, no es necesario abundar más para saber que destilan veneno, que ni han suturado las heridas que le propinó Diego, quien los apuñaló con magia –ya que he ahí el secreto: cuchillo, daga o sable no hubiese servido, se hubiesen recuperado; nada es tan inmune al odio, al veneno o a sus miserias como herirlos con el “rayo” justiciero del rebelde, nada como desnudarlos con un conjuro y descubrirlos apátridas, inmorales y obscenos. El gol a los ingleses fue una afrenta no a los ingleses, fue una afrenta al cipayaje argento: devolver al pueblo el imaginario de “Rattín” sentado en la alfombra que los eternos inmorales pisaron y pisan para consumar la entrega de nuestra patria.
Y además “la irreverencia”, ¿de quién? ¿Del Diego? ¡No! Él se cansó de enrostrarles valentía, pero esto es más doloroso: los traicionó este dios maradoniano que es Messi, el Leo. ¿Qué tul? No lo pueden procesar: los desequilibró, los defraudó ese Messi producto de su construcción mental que solo daba alegrías de exportación. Osar dar felicidad a un pueblo a prueba de “mala leche mediática” es como escupirles el asado que vienen cocinando desde que Perón y Evita resumieron el sentir popular de este país, es desbocar el potro nacional al que “ya casi lo tenían”. Tengo algunas vulgaridades, Grosso –perdón, tengo unas vulgaridades, Clarín–: “la tienen adentro, muchachos”, la felicidad no solo es brasilera.
Pero, atención, nada está asegurado, y no han de parar: es una lucha de intereses y de perspectiva. Lo único seguro es nuestra dignidad, la de los pibes de la selección, lo único que está asegurado es nuestro amor infinito a nuestra patria y a nuestra camiseta, reafirmada la vocación universalista de nuestra identidad como ser nacional; lo demás es lucha, es sufrimiento cuando hay que sufrir y festejo cuando nos regalamos tanta felicidad. La escoria política, judicial y empresarial seguirá estando; solo es un alto que nos merecemos, pero también un tiempo para rearmarse. Los destinos se construyen, y he ahí el signo.
Desde tiempos inmemoriales conviven con el instinto de aniquilación, silenciamiento y adoctrinamiento. Lo sabemos, o al menos lo sabíamos: los dioses los han desenmascarado, el Diego y el Leo les birlaron el ultimo tabú. No nos quieren, nunca nos quisieron, intentaron robarnos significaciones, intentaron vaciar los contenidos, se mueren por vernos arriar nuestras banderas. Es entendible: fuimos y somos el umbral que ha hecho posible que no se roben todo. Pero esto es demasiado: intentar vaciar de significado a un pueblo, a una nación y a una bandera es la expresión más manifiesta de mentes enfebrecidas de resentimiento.
Nada alcanzará, nada será suficiente para hacer desparecer, como es su costumbre, la marca indeleble de esos dioses criollos de Fiorito y de Rosario, el Diego y el Leo. Lo siento.