Los pasos del hombre leal hablan.
Friedrich Nietzsche

En cada devenir histórico, aún en el del individuo aislado, siempre se pone en juego algo más que una potencia, una idea, una acción o un pensamiento. Hay esencias intangibles que son portadas por los hechos, que les dan distinción, las dignifican o las resignifican y, en virtud de esa conjunción, quedan en la memoria colectiva. Si extrapolamos esta cuestión a un grupo, tribu, etnia, pueblo o colectivo, dichas esencias y hechos determinan umbrales que son algo así como significantes ético-morales, por debajo de los cuales solo existen transacciones de las que el hombre, como ser, no puede escapar: allí está, precisamente, su “valor”.

Durante años, siglos quizá, se ha discutido el valor, en lo económico, bajo los conceptos de valor de uso, valor de intercambio o valor de prestigio. Todas las teorías siempre tienen una solución aritmética, y traigo esto a colación porque es aquí donde quiero incluir una atinada crítica que nos dará pie para el nudo de esta reflexión. Gilles Deleuze, en sus clases incluidas en los volúmenes Derrames, analiza los enunciados –donde, además, nos propone ser no solo hombres de enunciados, sino generadores de enunciados–, y en particular analiza los valores económicos y nos dice que es imposible, aún en economía, hablar de soluciones aritméticas, porque el intercambio siempre es entre cosas no igualitarias, de distinta naturaleza; implica, en definitiva, buscar la equidad sobre diferenciales.

El intercambio y el valor de intercambio inmediatamente nos llevan a pensar en economía, pero no dejan de ser enunciados, colectivos, históricos y éticos, y además múltiples, puesto que las variables puestas en juego también incluyen a los hombres. Lo que nos permite hacer un pequeño ejercicio, en este contexto social y política en el que vivimos, para el que propongo comenzar por lo más simbólico: ¿cuál es el valor de intercambio en el poder legislativo?

Si partimos de lo general, es decir, desde lo planteado al comienzo de estas líneas, podemos ver que cada una de las variables que un hombre pone en juego en una situación límite son infinitas, pero algunas son trascendentes y excluyentes, más aún si lo que está en juego es la democracia, lo común, la sociedad y sus derechos, la soberanía o la patria. Cada una de esas variables son “diferenciales” y, por lo tanto lejos están de poder ser ponderadas matemática o aritméticamente: tienen una deriva humana, ética y moral que es tan profunda que se nos escapa en su inmensidad. Para captarlo, basta pensar en algunas de ellas –convicción, lealtad, verdad, juramento, ideales, para nombrar solo algunas– y sus significaciones.

La vida política en general y, en particular, la vida política de nuestro país, históricamente fue una vida de intercambio y de valor de intercambio, pero siempre de frente a la sociedad. Recuerdo un cruce político que me dejó marcado: fue hace años, no sé precisarlo, entre Chacho Jaroslavsky y Diego Ibañez, diputados ambos, radical uno, peronista el otro. Levantada por los medios de comunicación en papel y radiales, la vehemencia de la discusión y las posiciones que cada uno, desde su perspectiva, había adoptado expresaban un hiato intenso, profundo, conceptual, ideológico. Lo recuerdo bien porque era joven y porque, por esas cosas de la vida, caminando por Congreso, en la ventana de un bar vi días después a Chacho y a Ibañez comiendo como si no hubiera pasado nada. Aún frente a las antípodas, existían esos diferenciales que no eran propiedad solo de los legisladores, sino de la mayoría de la sociedad: cada uno tenía internalizado cuánto de importante se pone en juego en el intercambio de la vida y de la vida en democracia. Prueba de la necesidad urgente de rediscutir los parámetros con los cuales llevar a cabo la ponderación de dichos, hechos y decursos de nuestra realidad política actual es que, frente a la cruda verdad de los acontecimientos a los que por estos días asistimos, aquello de entonces parece una absoluta quimera.

Tabula rasa o tabla arrasada, los actores oficialistas y seudoopositores de la farsa actual no han dejado ni las migas de pan. Los valores transaccionales se rifan no ya entre bambalinas, ni les hace falta hacer teatro, menos leerlo, menos aún interpretarlo, y el estrado puede ser un departamento de Alvear, el mismísimo Congreso o la casa Rosada. Tampoco, en rigor, son necesarias las bambalinas, o, si las hay, a ellas también son invitados los periodistas, ya que, al parecer, lo importante es que quede registrado el chantaje, la abyección o la transa de un nuevo mercado persa. En la ganchera podés elegir: radical, peronista, liberal, independiente. Solo basta extender la mano y mirar el precio. Lo demás es demasiado conocido: basta con contar quiénes votan, que, como fraseaba el Polaco Goyeneche, “dan ganas de balearse en un rincón”.

Posiciones, posturas, ideas, fundamentos son términos desaparecidos del vocabulario político y social. En la palestra están la banalidad superficial de “ayudar a gobernar” y un público adormecido y famélico que no se anima a escarbar ni a experimentar, como cuando éramos niños, para encontrar lo que había debajo de un cascote resquebrajado de aquella tierra que, hoy también, es una variable de mercado.