Hachero del Monte traslasierras, pedrero, picapedrero y leñador, golondrina, arriero. Por si no alcanza para trazar su perfil, fue todo eso y mucho más en una sola persona, en un niño que se hizo hombre en el monte.

Aún anidan en mi memoria cuentos, leyendas, anécdotas y algunas vivencias compartidas con él, que cargó con sus brazos y su lomo incontables carros de piedra del río para construir lo que hoy es una ciudad. Contaba mi madre cómo era verlo junto a sus hermanos pequeños, bajo el sol que partía la tierra o bajo la torrencial lluvia de las tormentas, con su carro tirado por cuatro o cinco caballos, dos o tres veces al día, para parar la olla que nunca faltó.

La partida a la madrugada desde el rancho de adobe de dos piezas, donde con María criaron nueve pibes que tardaron tiempo en saldar el pan bajo el brazo que debían traer.

Siempre el conchabo, siempre la frente alta de los tipos a los que les quedaba solo esperar el desmonte para los ricos, la siega para los terratenientes, la cría de animales tan ajenos como el destino que se dibujaba en una Argentina que era para todos pero que repartía para pocos.

Rodolfo fue mi abuelo. Lo recuerdo sentado en la punta de la mesa esperando el guiso de arroz con pollo de mi abuela María, madre de once hijos, nueve vivos, todos paridos sola o con la ayuda de “la médica”. De ahí también salí yo, uno de los que tenemos el privilegio de contar, pero también la obligación de dejar testimonio, puesto que, en estas tierras de tantos desmemoriados, de tantos necios y de tantos desclasados, no debe haber olvido para aquellos que dejaron su impronta, con poca razón pero con mucho cuerpo y espíritu.

En estos días, más fáciles para algunos y difíciles nuevamente para muchos, la escoria de la política y la rémora de una sociedad que se cree justa es pena y asco, todo al mismo tiempo: cuesta soportar la sentencia fácil, el concepto embebido en odio, el latigazo cruel sobre lo intuitivo, el racismo extremo de los mismos de siempre contra el pueblo, contra lo popular, lo sensible que todavía espera otro 17.

Rememoro aquellas noches de estío, niño aún, nochecitas de un vino y un cigarro en las que Rodolfo, mi abuelo, sabía decir “días de Perón, días de abundancia”. Ese mismo abuelo que nos dejó todo y nos legó más, ese hombre que se hizo ciudadano y hombre no por contar años, sino porque pudo mostrar un papel que le acreditaba ser dueño de tres hectáreas –tierras que hoy siguen siendo tuyas, abuelo, porque te las dio el general.

No fue un regalo: fue una reivindicación, fue la resignificación de algo que era bandera insoslayable – nada más y nada menos que el trabajo–, fue el umbral entre el ser o no ser criollo, de la metafísica del día a día, fue el signo de una época de ruptura, el avistaje de una patria libre y soberana.

Pero también fue el veneno donde abrevaron los que no perdonan, los que se asquean frente a un necesitado, los que en estos tiempos no se avergüenzan de pedir “bala”. Nada de eso sorprende: simplemente duele, y mucho; pero mucho más duele la imagen de los desclasados arrastrándose bajo los poderes de turno, embanderados de demócratas.

Los discursos del odio son los mismos, conceptualmente hablando. Pueden haber mejorado la sintaxis, los subterfugios, los escondites, las coartadas, pero en definitiva la rabia se derrama, a través de personajes con caretas pequeñas, que dejan ver el verdadero rostro de la infamia. Mal que les pese, hay otro 17 y eso los perturba, los desequilibra y, lo que es peor, les libera la lengua del discriminador frente a una nueva pueblada.

Es el misterio que no han podido descifrar, el tabú que los ciega frente a la gente en las calles: la persistencia de los Rodolfos inmemoriales, el peronismo haciendo octubres los meses, los 17 volviéndose la llave de un pueblo que no se agacha.