1º de Mayo, cuando la clase trabajadora se enfrentó al Estado opresor
En las brasas de la conciencia naciente de la clase obrera empieza a gestarse la lucha por las ocho horas. En todo el mundo este reclamo tenía como respuesta la represión estatal-patronal y la criminalización de los medios. Había indignación, la violencia policial era el corolario habitual a la protesta, no se obtenían respuestas y esto generaba frustración. Uno de los líderes sindicales de Estados Unidos, Frank Foster, lo graficó así: “Una demanda concertada y sostenida por una organización completa producirá más efecto que la promulgación de millares de leyes, cuya vigencia dependerá siempre del humor de los políticos. El espíritu de organización está en el aire, pero el costo que hemos pagado por nuestra inexperiencia, el sectarismo y la falta de espíritu práctico representan todavía grandes obstáculos para lanzar una huelga general”.
Por eso, en noviembre de 1884 la Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de los EE.UU. y Canadá (hoy la AFL-CIO) definió en el IV Congreso nuevas formas de organización y acción mediante una demanda unitaria y sostenida para conseguir la implementación de la jornada laboral de ocho horas con plazo final el 1º de mayo de 1886. La respuesta patronal fue: listas negras de sindicalistas y contratación de carneros y matones para romper las huelgas. Los partidos Demócrata y Republicano no actuaron.
Ya cerca de la fecha estipulada, y ante la indiferencia de los partidos políticos, el Estado y la patronal, se convocó a una huelga general nacional con la siguiente consigna: “¡Un día de rebelión, no de descanso! Un día no ordenado por los voceros jactanciosos de las instituciones que tienen encadenado al mundo del trabajador. ¡Un día en que el trabajador hace sus propias leyes y tiene el poder de ejecutarlas! Todo sin el consentimiento ni aprobación de los que oprimen y gobiernan. Un día en que con tremenda fuerza la unidad del ejército de los trabajadores se moviliza contra los que hoy dominan el destino de los pueblos de toda nación. Un día de protesta contra la opresión y la tiranía, contra la ignorancia y la guerra de todo tipo. Un día en que comenzar a disfrutar ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas para lo que nos dé la gana”.
El 1º de mayo de 1886 exhibió el músculo del movimiento obrero: simultáneamente se declararon 5.000 huelgas y medio millón de huelguistas dejaron las fábricas. Chicago era epicentro de los peores maltratos, catorce horas diarias de trabajo y una patronal particularmente hostil. Durante uno de los actos de protesta, casi cotidianos en la época, el parque Haymarket Square fue eje de un episodio bisagra: una bomba provocó la muerte de varios policías. Aunque no pudieron establecerse responsabilidades, el hecho fue utilizado para atacar a las organizaciones obreras.
Un drama terrible
El 13 de noviembre de 1887, desde Nueva York, el corresponsal del diario La Nación José Martí envió a Buenos Aires una crónica vibrante sobre aquellas jornadas. La tituló “Un drama terrible” y la acompañó con las siguientes etiquetas: “La guerra social en Chicago.–Anarquía y represión.–El conflicto y sus hombres.–Escenas extraordinarias.–El choque.–El proceso.–El cadalso.–Los funerales”.
Dos días antes, con sus túnicas blancas, sus manos enmanilladas a la espalda y rodeados de policías fueron ahorcados los líderes anarquistas Albert Parsons, George Engel, August Spies y Adolph Fischer. El que devendría en héroe de la Independencia de Cuba relató con precisa y poética pluma la vida de los trabajadores en Chicago, la rebelión anarquista y la ejecución: “Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas plateadas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos… abajo, la concurrencia sentada en hileras de sillas delante del cadalso como en un teatro. Plegaria es el rostro de Spies, firmeza el de Fischer, orgullo el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita que la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora… los encapuchan, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos cuelgan y se balancean en una danza espantable”.
Spies dirigía el periódico anarquista Arbeiter Zeitung, que en sus páginas retrataba la situación de la clase obrera: “¡Adelante con valor! El Conflicto ha comenzado. Un ejército de trabajadores asalariados está desocupado. El capitalismo esconde sus garras de tigre detrás de las murallas del orden. La sangre se ha vertido. La milicia no ha estado entrenándose en vano. A lo largo de la historia el origen de la propiedad privada ha sido la violencia. La guerra de clases ha llegado. En la pobre choza, mujeres y niños cubiertos de retazos lloran por marido y padre. En el palacio hacen brindis, con copas llenas de vino costoso, por la felicidad de los bandidos sangrientos del orden público. Séquense las lágrimas, pobres y condenados: anímense esclavos y tumben el sistema de latrocinio”.
En el New York Times alguien escribió: “Además de las ocho horas, los trabajadores van a exigir todo lo que puedan sugerir los más locos anarquistas”. En el Philadelphia Telegram: “El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de remate”. En el Indianapolis Journal: “Los desfiles callejeros, las banderas rojas, las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos pero engañados, las huelgas y amenazas de violencia, señalan la iniciación del movimiento”.
“Quién que sufre de los males humanos, por muy entrenada que tenga su razón, ¿no siente que se le inflama y extravía cuando ve de cerca, como si le abofeteasen, como si lo cubriesen de lodo, como si le manchasen de sangre las manos, una de esas miserias sociales que bien pueden mantener en estado de constante locura a los que ven podrirse en ellas a sus hijos y a sus mujeres?”, inquiría Martí.
Los ahorcados: Albert Parsons, 39 años, nacido en Estados Unidos, director del periódico obrero The Alarm; August Spies, alemán, 31 años, periodista que tres veces por semana editaba el Arbeiter Zeitung, escrito íntegramente en alemán; Adolph Fischer, alemán, 30 años, también había elegido el oficio de escribir. Su compatriota George Engel de 50 años, tipógrafo.
Así hablaron en la antesala de la muerte.
Albert Parsons: “Yo creo que los representantes de los millonarios de Chicago organizados os reclama nuestra inmediata extinción por medio de una muerte ignominiosa. ¿Y qué justicia es la vuestra? Este proceso se ha iniciado y se ha seguido contra nosotros, inspirado por los capitalistas, por los que creen que el pueblo no tiene más que un derecho y un deber, el de la obediencia. ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? Quedará el veredicto popular para decir que la guerra social no ha terminado por tan poca cosa.”
George Engel: “¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones otros caen en la degradación y la miseria. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, la libertad, el bienestar. Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y sus amigos.”
Adolfo Fischer: “Este veredicto es un golpe de muerte a la libertad de prensa, a la libertad de pensamiento, a la libertad de la palabra en este país. El pueblo tomará nota de ello. Si yo he de ser ahorcado por profesar las ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces, yo les digo muy alto, disponed de mi vida.”
August Spies: “Hemos explicado al pueblo sus condiciones y relaciones sociales. Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente a los de otra clase enemiga. ¡Mi defensa es vuestra acusación! Si una vez más ustedes imponen la pena de muerte por atreverse a decir la verdad, yo los reto a mostrarnos cuándo hemos mentido. Y digo, si la muerte es la pena por declarar la verdad, pues pagaré con orgullo y desafío el alto precio. ¡Llamen al verdugo!”.