30 de Marzo de 1982. Paz, pan y trabajo. La marcha más importante organizada por los trabajadores contra la dictadura, memorable por su trascendencia política como el inicio para el retorno de la soberanía popular. No fue un hecho aislado: fue la culminación de un proceso de acciones en fábricas y lugares de trabajo que enfrentaban no solo la violencia, la represión y la persecución de la dictadura sobre dirigentes, cuerpos de delegados enteros, trabajadores, sino los avances sobre los derechos laborales. Un recorrido que había atravesado ya un paro general organizado desde la clandestinidad el 27 de abril del ’79 y cientos de huelgas sectoriales. El 30 de marzo, sin embargo, es un fleje porque cataliza un sentido. Es uno de los momentos donde lo sindical –encarnado allí en la CGT Brasil– se expande, sirve de resguardo de las memorias y las escenas subalternas, corporiza una capacidad de condensar, de reunir, de instituir en un plano concreto de lucha y resistencia una experiencia abierta, gestada al calor del potencial de lo descartado y lo perseguido. Una democracia, además, atada desde la consigna al pan y al trabajo. Lo que permite situar lo determinante en lo que genera el pueblo desde sus expectativas y también desde sus certezas. Con los cuerpos como lógica de irrupción popular en escena, que recupera formas y contenidos políticos de una cultura movimientista, acerca de lo que los trabajadores pueden producir, como caja de resonancia, para que la historia siga latiendo.
Hace un tiempo, a raíz de la muerte de Menem, una periodista sentenciaba que en los años noventa no se habían producido procesos de politización como los que sí se dieron en el pos-2003. Más allá de todo lo que puede decirse sobre esa aseveración, hay algo que subyace al comentario, una comprensión sobre las configuraciones políticas. ¿Cómo se politiza el pueblo argentino? Lo democrático popular es un desorden, una infinidad de prácticas, formas de relaciones, comprensiones sobre lo común, instancias de mediaciones, interiorizaciones de experiencias con vínculos disímiles sobre los espacios institucionales, articulaciones entre realidades políticas y no políticas, modos de integrar lo barrial, lo fabril, lo sindical, lo cotidiano. Un conjunto irregular, desordenado, mediante el cual el pueblo se constituye como sujeto, en contra de un orden de poder, a contrapelo de algún dominio. “La CGT habita en la cabeza de cada compañero”, decía Ongaro. El respeto en la asamblea por la palabra de un compañero y la dedicación amorosa de cada discusión gremial hacen pie en las formas en que los pueblos proponen su existencia política. Lo popular es esa trama, toda junta y al mismo tiempo. Lo que se produce, cuando hay un acontecimiento, una organización o una narrativa política que lo capitaliza, es que se asienta sobre todos esos territorios en donde se generan concretamente, materialmente, los consensos sobre lo que debe ser la sociedad. Más allá de lo “exitoso” que sean sus procesos en términos organizativos, de acontecimientos, de experiencias de gobierno o de políticas públicas.
¿Cómo se cuentan los procesos de politización cuando no están de moda, cuando son engorrosos, cuando no se plasman? Quizá porque somos una generación de hijos de las derrotas (de varias), tenemos una tendencia a amar desde esas últimas certidumbres. No estoy triste, soy de los 90, decía un graffiti que circuló por las redes hace un tiempo. Más allá de la tristeza del fin de un mundo, había también una cierta pesadumbre como forma de la gramática, de las estéticas de una época, que contenía una productividad. Productividad indudablemente vital para el tránsito de esos momentos en los que la democracia, el universalismo, la igualdad y tantas otras totalidades no eran capaces de “politizarnos”; pero también política, porque justamente solo puede volver a narrarse un mundo a condición de decirse desde las huellas de lo más pequeño, sutil, momentáneo, claroscuro, difícil de las mediaciones desde donde se recrea y puede hacerse presente lo popular en términos políticos. Porque se dejaba atravesar por la pregunta sobre qué hacer con los restos, con todas las formas de cuidado, también de lo gremial –en términos amplios, más allá de la institución sindical–, donde aún se conservan las memorias de aquello que nos vuelve a hacer permeable la precariedad de la vida y, por lo tanto, todas las tramas posibles de conflicto.
En la entrevista que le hace a Lula para la serie Presidentes, Filmus le pregunta qué siente al ser el primer obrero que llega a ocupar ese lugar. “El primer sindicalista”, dice Lula. No es solo ser trabajador, pobre, negro; porque trabajadores, pobres o negros somos todos. El valor está puesto en todas las formas y los contenidos de la lucha; en las configuraciones políticas de los subalternos; en todo lo que puede recrearse en lo cotidiano del pueblo como usina ideológica de rupturas. Solo se pierde cuando esa certeza se abandona. En el último discurso en su sindicato antes de ir preso, Lula habla de la derrota de la huelga de 1980, luego de cuarenta y un días de paro, y dice: “aprendimos que no es el dinero el que resuelve el problema de una huelga, es el conocimiento político”. Cuánto, en nuestras derrotas, influyen las formas de distancia, las gestualidades, los intentos de reformulación con que tratamos, en nuestros triunfos, aquello que nos sostuvo, como si no tuviera otro destino que el de ser mito o conglomerado uniforme.
Nuestras fechas, los nombres de nuestros compañeros, nuestros dirigentes, nuestros acontecimientos obreros son frutos de todas esas formas de politizar nuestras expectativas para decir la Argentina de nuevo. De la capacidad de pensar mundos frente a imaginerías reducidas, chatas, rancias, y construir narraciones comunitarias frente a las intenciones de entierro de todo vínculo con lo político. De poner en escena prácticas políticas relacionadas con lo justo. De la vitalidad de volver visible lo real. De la potencia del desborde que puede cobijar lo excepcional. De la responsabilidad por lo colectivo en la propagación de palabras infinitas y sentidos donde quepamos todos. Como en ese 30 de marzo del ’82, todo eso traemos los trabajadores cuando intervenimos en la historia.