“La ley prohíbe de igual manera a ricos y pobres el pernoctar bajo puentes”, decía Anatole France. Era por aquellos tiempos la “satirización” a la ambigüedad de las leyes que no debían ser transgredidas.

En primera y última instancia, la mitificación del status quo; en definitiva, la anulación de cualquier salida vertical de un libre pensador, la búsqueda de otra dimensión aplanada perfectamente por los poderes de turno. Nada que huela a salida negativa, nada que atisbe la diferencia, lo diferenciador, el ensueño de una trascendencia personal.

Esto es lo que ocurrió en los últimos años de positivismo en el país del Norte, y también lo que se intentó extrapolar en nuestro hemisferio Sur. Un ordenamiento operacional que terminaría con cualquier solución mediática, en pos de una inmediatez que lo procura todo, que solo te cuenta como instrumento, uno más en la cadena de producción de este mundo tecnológico, que te distrae en la profecía de tu necesidad autocumplida. La necesidad del imperio de un mundo a tu medida, el cual te impone un lenguaje, una comunicación y por sobre todas las cosas tus propios límites.

Poco menos de dos meses bastaron, pandemia de por medio, para comprobar que “una falsa conciencia mutilada es colocada como la verdadera conciencia que decide sobre el sentido y la expresión de aquello que es”, como afirmara Herbert Marcuse (1954).

Entonces, el mundo se hundió en lo más profundo, en el abismo, quizá en aquel al que escribió y describió Kierkegaard; podría ser, en definitiva, abismo al fin… en el cual ya no hay respuestas valederas.

Seguramente habrá salida, no lo dudo; salida que pondrá a prueba nuestra conciencia de libertad y la entereza para trascender el “salto” al hecho angustiante del para dónde.

Pero deberá ser un salto ya no medible, tampoco tangencial; hacia adelante, hacia lo indubitablemente distinto, hacia lo perdido –se me ocurre–, hacia esa humanidad desechada frente a los utilitarismos de turno.

Un salto colectivo, aún con los que frente a este desafío preferirían hacerlo individualmente, escondidos, desde su profunda ignorancia o desde su egoísmo quizá, para encontrar un destino único y unilateral, que de plano no tiene espacio en nuestra convicción de pueblo, que es lo único que está en juego.

Pero no será así; sin duda alguna, será con todos, sin desatinos ni egoísmos, porque hay que saldar cosas que siempre escaparon al destino, a ese que intentaron trazarnos y al que aún hoy sobrevivimos.

Sin falsas conciencias, solo con la colectiva, de la que hablaba un tal “Juan” y que todavía nos desafía a construirla.