A muerta voz, los publicanos insisten en entonar sus desafinadas letanías, ahora con letra directa del FMI, y desde SANGRRE seguimos republicando, en formato digital, las intervenciones del seminario “Pensamiento crítico y política”, dictado en 2008 en la Seccional Capital de la Asociación de Trabajadores del Estado y publicado a fines de ese mismo año en la revista Pampa. En esta ocasión, Horacio González convoca, a partir de la figura y el pensamiento de Raúl Scalabrini Ortiz, una serie proliferante de tópicos, problemas, nombres y circuntancias a propósito de lo argentino: la investigación científica, Macedonio Fernández, el porteñismo, la metafísica, algunos restos fósiles, una teoría del suicidio, Lenin, don Hipólito Yrigoyen, la voluntad de redención del hombre colectivo, Lugones, la pulsión profética, los ferrocarriles, Jauretche en contrapunto y diálogo con la doctora Carrió, el peronismo, milicos degradados a la condición de pollos pelados y la posibilidad siempre urgente de pensar, escribir y hacer política en “tiempos turbios”.

 

Raúl Scalabrini Ortiz

Por Horacio González

[ilustración: Ana Celentano]

Raúl Scalabrini Ortiz es siempre un tema sugestivo. Sabemos, en principio, que es el nombre de la calle que sustituyó a Canning. Y para que esto hubiera pasado se han sucedido muchas polémicas sobre el nombre de Scalabrini y, si bien hay una gran cantidad de trabajos sobre su trayectoria, sobre sus obras, no deja de ser sugestivo poder evocarlo en estos momentos que atraviesa el país, donde no me parece de más recordar nombres como el de Scalabrini y otros ligados a la memoria social y política argentina del modo tan intenso como lo hacía él.

Scalabrini ¿es un filósofo? ¿Un economista? ¿Un político? Esas preguntas son adecuadas para su caso. Es un hombre de cruces. Es un hombre también de tentación hacia el suicidio. No podemos desdeñar esa situación de Scalabrini pensando en su suicidio, como gran escritor sacrificial, que pone como última prueba de verdad su vida, si la materia con la que trabaja no se consagra en la historia. No la consagración personal, sino la consagración de ciertas verdades que emanarían de su esfuerzo intelectual. Como la lucha es un agonismo fatal, Scalabrini no cree que sea una forma de arrogancia intelelectual la metáfora de su suicidio como sacrificio comunitario. La tendencia al suicidio de Scalabrini, forma arcaica de la mostración de una verdad, proviene un poco de su lado lugoniano, y es un lejano eco del suicidio de Leandro Alem[1]. Scalabrini es hijo de un científico, paleontólogo, de la inmigración italiana: Pedro Scalabrini, uno de los fundadores en la época de Mitre y Sarmiento del Colegio Normal de Paraná. La filiación de Pedro Scalabrini es positivista, pertenece al alto positivismo argentino. No es un positivismo dogmático, escolástico, sino un positivismo de escritores, de filósofos, de hombres angustiados, de buceadores en la verdad científica, al punto tal que su objetivo es el descubrimiento del origen del hombre. Por supuesto, Pedro Scalabrini está en la gran avenida que traza la preocupación arqueológica y paleontológica de Florentino Ameghino[2]. Es, quizás, un discípulo de Florentino Ameghino. También es alguien que escarba en los lechos de los ríos en el Alto Paraná, como Ameghino escarbaba en los lechos del río cercano a su localidad de nacimiento, el río Luján –aunque no había nacido en la Argentina, vivió su infancia en Mercedes. Y el río Luján, al igual que el río Paraná, eran las grandes cuencas que permitían imaginar el origen del hombre. Eso era como un tributo a la idea de la Argentina como país joven: una vastísima promesa que se abría en la Argentina tenía sus cimientos en el hecho de que podía ser éste el lugar de mayor antigüedad, el lugar donde había surgido ni más ni menos que el hombre, la figura humana, la estructura de lo humano. Por lo tanto, el país más joven se vería beneficiado con el máximo de arcaísmo.

Esas visiones de los sabios positivistas no dejan de influir en el joven Scalabrini Ortiz, en el sentido de bucear en las profundidades de la tierra para encontrar las verdades de la biología, pero también de la imaginación. Nada nos impide trazar esos grandes legados que no se han interrumpido en la Argentina desde el punto de vista de la alta ciencia y de la paleontología. Uno de los grandes cuerpos fósiles que descubre Ameghino en el río Luján lleva el nombre de la familia Scalabrini, el Scalabriniterium. De modo tal que esto supone una historia que es parte de una ciencia. Una historia muy parecida a la de la familia de Perón, cuyo abuelo pertenecía a un ámbito similar al de Pedro Scalabrini –quizás un poquito posterior apenas– en el área de la medicina, de las ciencias naturales, del estudio de la biología. Es famoso un estudio del abuelo de Perón, Tomás Perón, sobre la corteza de los árboles.

Hay en el país toda una reflexión sobre la búsqueda de restos fósiles que proviene de la época de Rosas, de los estudios de Francisco Muñiz, cuyos descubrimientos entregados a Rosas fueron regalados por él al cónsul francés en Argentina, de modo que están en el Museo del Hombre de París: son restos fósiles quizá de los más importantes que se han descubierto en Argentina. Scalabrini proviene de esa formación familiar positivista, ha hecho estudios de ingeniería, es un ingeniero agrónomo, es un hombre de teodolito, es un hombre de medición de terreno. Y es un hombre también del centro de estudiantes “La línea recta”. Desde el punto de vista del nombre que puede tener un centro de estudiantes, “La línea recta” proporciona justamente la idea de la plancha de dibujo de los ejercicios matemáticos, la idea del tiralíneas, del compás, pero, al mismo tiempo, hay algo en Scalabrini que es quizá lo que proviene de la herencia científica familiar: hay en el humus de la tierra depositada, yacente, quebrada, rota, hecha huesos, una parte de la verdad del origen del hombre, una ética de la verdad por la vía de la investigación científica o sino del sufrimiento moral, que lo hace iniciarse de muy joven como miembro vocal, creo, militante del centro de estudiantes “La línea recta”. También escribe cuentos: son cuentos interesantes de iniciación, que se llaman La Manga, de los años ’20, donde ya él talla la idea de que hay una verdad escondida que es necesario liberar de las falsas apariencias. Es una percepción literaria de primera agua que tiene Scalabrini, que poco después lo llevará a su libro de consagración, El hombre que está solo y espera, en 1931.

Desde el punto de vista de la polémica sobre los huesos en la Argentina, se produce un interesante debate entre José Ingenieros y Leopoldo Lugones[3], en una época donde no existe aún la voz de Scalabrini, pero que da cuenta del clima intelectual de la época. Son los debates respecto a si la Argentina podría considerarse un país anterior al hecho de que se llame así el territorio que hoy conocemos con ese nombre, a través de los sucesivos modos de designación del paisaje que provienen sobre todo de la poética argentina, de Martín del Barco Centenera[4], de Manuel José de Lavarden[5]. De ahí proviene el nombre “Argentina” como gentilicio. Primero, usado en forma parcial, en forma meramente literaria. Tanto Ingenieros como Lugones escriben grandes apologías sobre Ameghino –sobre todo la de Lugones es muy importante–, pero en las que se inscriben parte del hecho de que no se podría llamar “Argentina” a las tierras que dan lugar al abrigo del hombre prehistórico. Es un debate fundamental, porque el propio Lugones, que después se destacará por su nacionalismo, reprende suave y amistosamente a Ameghino respecto de que el sabio italiano querría de algún modo lavar su origen inmigratorio en Argentina, postulando que había una Argentina prehistórica, paleolítica o neolítica. Lugones le dice que no era necesario que haga ese esfuerzo para considerarse argentino, sino que la construcción de la ciencia argentina era lo que sostendría efectivamente la idea de Argentina y no la imaginería frustrante de que había una Argentina de siglos muy remotos, donde simultáneamente surgía el hombre universal. Esta gran polémica de algún modo es discutida por la literatura que surge luego de la Revolución Mexicana, en la disputa que entablan los mexicanos con el positivismo argentino, sobre todo a través de la figura del ministro de educación de la revolución mexicana, José Vasconcelos[6]. Este cuestiona de raíz al positivismo argentino con una lejana simpatía hacia Hipólito Yrigoyen, a quien ve como no positivista. El propio Vasconcelos, que es la figura central de la vida intelectual y revolucionaria mexicana de la época, postula la “raza cósmica”: un tipo de hombre metafísico que surge del mito creador de estas sociedades –parecido al mito de la Atlántida de Platón– para responderle al positivismo de los huesos, al estudio del maxilar inferior, al cómputo matemático de las dentaduras, que era lo que hacía Ameghino, que era un gran matemático pero también un gran metafísico, porque termina su gran carrera de arqueólogo matemático con un libro llamado Mi credo, que es una apología de la eternidad de la materia.

El positivismo argentino siempre tuvo un lado metafísico, un lado de apología del misterio, siempre tuvo un lado optimista, militante. El último Ingenieros es un Ingenieros admirador de la revolución mexicana, de algún modo desviando el camino crudamente cientificista que había presidido muchos de sus trabajos más festejados. El último Ingenieros se latinoamericaniza, apoya decididamente –casi como una voz solitaria– las últimas manifestaciones revolucionarias en los años ’20.

Este es el clima en que se cría Scalabrini Ortiz. No es un clima de mitristas y anti-mitristas, de sarmientistas y no sarmientistas. Es un clima de la ciencia y, dentro de la ciencia, diría, de una metafísica de la ciencia, es decir: de la pregunta sobre hasta dónde pueden abarcar las verdades científicas, qué es una verdad científica, si la literatura puede indagar más en ella que la ciencia propiamente dicha. Lugones, influido también por los trabajos de Ameghino, siendo que no era un paleontólogo, escribe un trabajo sobre el papel de la verdad en una situación cósmica, imagina que la literatura y la ciencia-ficción pueden regular la idea de una literatura nacional. No olvidemos que el suicidio de Lugones causa una fuerte impresión en Scalabrini, lo interpretará como la imposibilidad nacional, como el suicidio que proviene de alguien que descubre en forma titubeante verdades profundas que no puede tratar de manera adecuada. El suicidio sacrificial sería la única salida a una frustración de carácter romántico, luego de descubierto el oprobio colectivo al que no se le puede dar solución digna. De modo tal que Scalabrini, cuando interpreta el suicidio de Lugones, ya lo percibe no como algo que ocurría en el ambiente de una frustración científica, sino de una frustración social, política y nacional.

A Scalabrini, en ese clima, le faltaba un maestro. No iba a ser precisamente su padre, paleontólogo, su maestro. Ni menos lo iba a ser Sarmiento, que sin embargo en un libro muy discutible postula la unidad del Virreinato del Río de la Plata, cosa que el aún insurgente nacionalismo no había hecho todavía (siendo que, pocas décadas después, el nacionalismo de los ’20 y los ’30 tomará esa proposición de Sarmiento sobre la unidad del Virreinato del Río de la Plata, que es un tema muy complejo al que Sarmiento se anima después de haberse pronunciado a favor del desmembramiento territorial de Argentina y en el que, sin embargo, prevé una reconstrucción retomando los territorios perdidos por causa de lo que interpreta como insurreccionaes étnicas peligrosas. Lo dice en Conflictos y armonías de razas en América, libro de la década del 80.

El maestro que tiene Scalabrini se llama Macedonio Fernández[7]. De modo que el maestro del autor de Política Británica en el Río de la Plata, de los Estudios económicos de la dependencia argentina, del investigador de los ferrocarriles, del petróleo, no es un economista, no es un estudioso del petróleo, no le interesa el problema ferroviario: es Macedonio Fernández, un yrigoyenista marginal al yrigoyenismo, pero que tiene un cierto énfasis en relación al lenguaje de Yrigoyen. El lenguaje en ellos no solamente debe decir algo sobre el mundo sino sobre la dificultad ética del sujeto que habla, que surge no de la undiad del lenguaje sino de su quiebra infinita, debido a que todo lenguaje se investiga primeramente a sí mismo.

Esto es un tema bastante bien estudiado en la historia de la literatura argentina, que es un poco la historia del lenguaje de los argentinos, la historia del habla de los argentinos, sin la cual, podemos decir hoy, no hay política social ni autonomismo nacional que se precie. Los estudios son sobre la dicción interna del lenguaje de Yrigoyen: un lenguaje del misterio, un lenguaje de los plurales abstractos, un lenguaje de la relación moral, un lenguaje de la dignidad nacional, un lenguaje de la sacralidad de la política que toma su inspiración del filósofo Karl Krause[8], olvidado en todo el mundo salvo en Argentina –y en Uruguay, en donde lo lee José Battle Ordoñez, de la familia Battle fundadora del Partida Colorado. Yrigoyen lo lee en Argentina y en Brasil, se lee en la Facultad de Derecho de San Pablo. En ningún otro lugar del mundo, en el siglo XX, hay proposiciones de este tipo, krausistas, porque en Alemania el filósofo –contemporáneo de Hegel– había sido olvidado. Eso es el yrigoyenismo. Y Macedonio Fernández traslada ese lenguaje al centro de la literatura argentina, donde aparece la preocupación por el ser, por el no-ser, por la abolición del yo casi en términos que lejanamente evocan al budismo, por la vida colectiva tomada en términos de un gran sueño, de un sueño como productor de novedades políticas, sociales.

Todas estas elaboraciones de Macedonio Fernández, que tiene grandes libros, bibliografías, Papeles de Recienvenido, Museo de la novela de la eterna, Adriana Buenos Aires, inspiran tanto a Borges como a Leopoldo Marechal como a Scalabrini. Son los tres discípulos con los que de algún modo se proyecta el nombre de Macedonio Fernández en la literatura argentina y, de algún modo, la enseñanza de una literatura de profunda raigambre metafísica, es decir, aquella que habla de la vivacidad del ser omitiendo cualquier circunstancia de tipo histórico-social. Eso, lejos de molestarle a Scalabrini, es la verdadera fuente de sus desarrollos vinculados a la crítica histórico-social, cuando se encuentre con la tradición leninista. Scalabrini Ortiz es un milagro de conjunción en la Argentina y de fusión de esta tradición de Macedonio Fernández y la tradición de la lectura de la crítica al imperialismo que hace Lenin, lo que Scalabrini encuentra más tardíamente en sus programas de lecturas. Por eso es una fusión muy interesante, porque son dos elementos muy polares y lejanos: la tradición metafísica de la cual proviene Borges y la tradición de la crítica al imperialismo, que es la tradición leninista. Sin embargo, cuando muere Macedonio Fernández, en 1952 –un poco antes del mes en que muere Evita–, el gran discurso en su tumba lo hace Borges: ya Scalabrini estaba un poco distanciado de Macedonio Fernández, que en su silencio de décadas había de algún modo sido, como gran maestro de Borges y menos de Marechal y de Scalabrini, arrojado hacia una tradición política y literaria muy ajena a lo que en aquel momento representaba el peronismo, que era el tema que lo desvelaba a Marechal, que había asumido más claramente el peronismo y también a Scalabrini, aunque él que no había asumido claramente el peronismo, cuyo plebeyismo hedónico no lo atraía, aunque defendía su programa nacionalista popular.

Cosas como estas ocurrieron siempre en la vida de Scalabrini. En El Hombre que está solo y espera no hay más que, sin empeñarse mucho en buscar, indicios de que es un libro de homenaje a Macedonio Fernández, como lo dice expresamente, por otro lado (está dedicado a Macedonio Fernández, a quien llama “el primer metafísico de Buenos Aires”). El libro, que es un libro formador de Scalabrini Ortiz, aún hoy de agradable lectura, es un título que quedó en la historia y en la memoria crítica argentina como una especie de homología o de alegoría de lo que es un país sin realización autónoma. Ingenieros había escrito El hombre mediocre, que era un título tomado de otros autores españoles anarquistas del siglo XIX. En Sacalabrini, se trata de la idea de que hay un hombre de una antropología que sólo puede hacer metafísica, es decir, alejarse lo más posible de la historia para hablar con más intensidad de la historia de lo que lo haría un economista o un sociólogo. Esto también es un poco lo de Macedonio Fernández, que participa de algunas conspiraciones yrigoyenistas, como Jauretche, pero de un modo juguetón y alegórico, no como el de Jauretche, que toma las armas en 1933 en nombre de una épica popular republicana insurgente.

Macedonio Fernández, dijimos, tiene un lenguaje lejanamente equivalente al del Yrigoyen, un lenguaje que tiene un sujeto reparador, redentor y que hay que desentrañar, hay que interpretar de algún modo, del que hay que dejarse seducir por la maraña de significados que no se pueden interpretar muy claramente de inmediato. Esta desinmediatez de un lenguaje de enorme fuerza es un poco la gran tarea de Macedonio Fernández y Scalabrini Ortiz, quien decidido a ser su discípulo escribe su gran libro, El hombre que está solo y espera, que es el más recordado y, además, es un libro escrito como tal –el resto de los escritos de Scalabrini son artículos recopilados en libros. Allí, lo que se hace es una historia de Buenos Aires, del Buenos Aires metafísico del que había hablado antes Borges en sus grandes poemas sobre Buenos Aires, que tratan el mismo tema de Scalabrini y con las mismas proposiciones de Macedonio Fernández: hay algo en el interior de las cosas, que se animan como parte de una amistad viril pudorosa. Esta idea no es la crítica dialéctica del marxismo, que también dice que hay algo en el interior de las cosas, pero donde ese algo interno supera a una apariencia supuesta o falsa, pues es ni más ni menos que el trabajo cristalizado en ellas por los hombres. Acá ese algo que hay dentro de las cosas es un momento que hay que descubrir por medio de una revelación, no por medio de un proceso dialéctico. Y dentro de la Argentina, hay un lugar que se llama Buenos Aires, y dentro de Buenos Aires, hay algo en las cosas. Es el porteño, el porteño metafísico que está destinado a una gran gesta de amor, a una gran gesta de conocimiento amistoso, amasada con elementos minerales, vegetales y animales. Un todo anímico también insurgente.

El libro es un gran tratado sobre la amistad, influido por el vitalismo de la época, por la metafísica de camaradería y banquete celebratorio de Macedonio Fernández y es un libro de apuntes de un paseante urbano, de los tantos libros de apuntes que se escriben en esa época sobre el misterio de las ciudades. Hay que pensar que dos años antes Roberto Arlt había terminado Los siete Locos y un poquito antes Macedonio Fernández había escrito Los papeles de Recienvenido. Recienvenido es un personaje de la ciudad que se asombra de los tranvías, de la velocidad, del tiempo que trastoca el espacio. La ciudad es un lugar del hundimiento del yo y es un personaje superior al yo individual. La ciudad es un personaje encantado que permite el verdadero albergue de lo humano. Por lo tanto, hay que descubrirla en el misterio de sus calles, en el mitológico Palermo de Borges, en la mitológica Buenos Aires de Marechal, muy poco tiempo después, y en la mitológica Buenos Aires de El hombre que está solo y espera.

En Scalabrini no hay ningún darwinismo, pero también hay un hombre mineral, hay un hombre vegetal. El hombre se forma desde el paisaje, desde la naturaleza. Y esto tiene como un primer momento, un primer grito positivista, naturalista: el hombre se forma por un guijarro que se va arrastrando desde Salta, desde Corrientes y termina en Buenos Aires. Termina en una esquina de Buenos Aires, en Corrientes y Esmeralda. Eso es algo que Borges había explorado en su poesía, eso de poner en una calle la síntesis de todas las formulaciones de la nación. Corrientes y Esmeralda entonces aparecía, como la calle Gurruchaga en su cruce con Paraguay en Borges, en estos tratadistas urbanos metafísicos como el punto del Aleph[9], donde se condensaban todas las fuerzas del mundo, un lugar cósmico. Para Scalabrini la idea del hombre que está solo y espera traducida a la política daba cuenta de una formación de algún modo federalista de la Argentina, donde todos los paisajes, todas las formas de la naturaleza, confluyen como si fueran un gran sistema hidrológico en la ciudad de Buenos Aires. Por lo tanto, el porteñismo no era sino un enriquecimiento. Podía ser cuestionado porque era un porteñismo, sin duda, una apología de la ciudad de Buenos Aires; pero la ciudad de Buenos Aires tenía tal poder de condensación que podía representar a todo el país.

No sé qué dirían sobre esto hoy algunos, en el actual debate entre unitarios y federales que ha vuelto tan esquemáticamente a la Argentina. Pero en Scalabrini está claro que, terminado el proceso de construcción de la organización nacional, habiendo hablado Mitre, Sarmiento y Roca –y donde simultáneamente estaba hablando Lugones–, era necesario poner a Buenos Aires en un lugar literario y mucho más poderoso, que era el lugar donde se recogían los diferentes caracteres de la nación, a la manera de una gran masa de hechos que eran parte de la naturaleza, se desdoblaban de la naturaleza y daban lugar a una suerte de perfeccionamiento del hombre argentino, que era el porteño que él describía como un ser amoroso, como un ser amistoso, alguien que tenía afectos y en el cual podía descansar cualquier proyecto político que, para Scalabrini en esa época, es un proyecto metafísico.

Sobre eso Scalabrini hará una fuerte revisión en el año 1930, a partir del golpe de Estado con el cual, por supuesto, no tiene nada que ver, del que estaba desligado totalmente –estaba desligado de la escena política, mucho más que el propio Macedonio Fernández, que en 1933 participa “metafóricamente” con los coroneles yrigoyenistas de la conspiración que termina en Paso de los Libres. Macedonio Fernández, como era alguien a quien le gustaba la idea de verdad como conspiración, como algo que es un pequeño resoplido interno que saben pocos, se anima mucho más que Scalabrini Ortiz a participar en rebeliones o en conspiraciones y tiene una fuerte simpatía con el yrigoyenismo proscrito en esa época.

No se puede decir exactamente que Scalabrini haya sido un yrigoyenista. Una década después publicará una serie de conferencias dadas a mediados de los ’40 bajo el nombre de “Yigoyen y Perón”, tratando de unir esas dos vías. Ese ya es el Scalabrini de los ’40. Pero por el momento, lo descubrimos en lo que llamo su camino de Damasco, según la clásica idea de que en algún momento alguien cree que en su vida hace un descubrimiento fundamental para hacer un balance del pasado, valorar si es bueno todo lo que se ha hecho y prepararse para los años siguientes con consignas renovadas. Scalabrini era saludado por el diario La Nación, había obtenido el Premio Municipal de Literatura por El hombre que está solo y espera, que en ese momento era el premio literario más importante que se daba en el país –ahora se sigue dando pero ya no le interesa a nadie. En ese momento, Scalabrini es un escritor joven y premiado y descubre que hay un mal en el país. Y el descubrimiento de que hay un mal no lo hace abandonando la metafísica, es decir, diciendo “hasta el momento me dedicaba a esta nebulosa que era la metafísica y ahora voy a descubrir lo económico-social”. Ya por esa época está leyendo a Hilferding, a Hobson[10], es decir, los autores que influyeron sobre Lenin, para tratar la idea de que en el mundo hay un imperialismo británico que dirige las acciones de los pueblos en su provecho, que construye ferrocarriles, telégrafos, que da empréstitos para subordinar a las naciones –y esto es una categoría de análisis del anticolonialismo, del antiimperialismo–, pero Scalabrini llega a ese descubrimiento a través de la metafísica, es decir, de la idea que hay una verdad escondida que hay que revelar. Como dije, no es un dialéctico, la verdad escondida es una verdad que hay que intuir, que hay que poner a la luz a costa de un gran sacrificio personal. Y comienza por su propio sacrificio personal. Es decir, comienza por decir: “abandono todo lo que fui hasta ahora”.

¿Qué había sido hasta ahora? ¿Un militante de un centro estudiantil? ¿Un discípulo de Macedonio Fernández? ¿Un escritor de cuentos festejado? ¿Merecía un hombre decirse a sí mismo que estaba confundido respecto a las verdades del país? Bastaba, como hubiéramos hecho muchos de nosotros, con decir que sumaba un nuevo tema a los que ya tenía. Pero el de Scalabrini es un pensamiento de índole dramática, trágica y, de algún modo, piensa en términos de suicidio. En el camino de Damasco los descubrimientos personales son los que se hacen a cambio del suicidio. Si no se pudiese arribar a esas conclusiones definitivas en la vida de alguien, uno podría sí pensar en el suicidio. El suicidio es mayestático[11], se hace frente al altar de la vida pública y de la patria. Esa es una concepción heroica del suicidio que ha sido muy estudiada en las ciencias sociales. Scalabrini la escribe y, si bien no se suicida, todos los eventos de la vida de Scalabrini están muy teñidos de esta idea de lo último, de que está en la frontera, explorando todos los límites y así construye la idea del intelectual en la Argentina como Lugones, como intelectuales absolutamente lugonianos. Tiene algo de nietzschiano: “digo mi verdad y puedo romperme”.

Ese tipo de intelectual no es exactamente Ingenieros, no es ninguno de los políticos de la hora. Un poco lo es Leandro Alem, que imagina una fastuosa escena de suicidio, diciéndole al cochero “me lleva al Club del Progreso” y en el camino se suicida y el cochero por el empedrado, el carro y los caballos no escucha el tiro. Un suicidio de una persona con muchas exigencias sobre la vida, de un pensamiento un poco tortuoso sobre la existencia. La idea de que se rompa pero que no se doble es una idea que de Alem a Lugones, a Scalabrini supone al suicidio como una categoría de máximas exigencias proféticas para el intelectual. El intelectual que estamos acostumbrados a ver hoy en Argentina es el universitario, del CONICET, que podría aceptar un diálogo con cualquier compañero que toque un tema intelectual, que se prepara para escribir y para intervenir en la prensa y enojarse si no lo llaman de algún medio o enojarse si lo llaman de los medios: esos son los máximos problemas que puede tener hoy la ética del intelectual. La idea de la suicidiología intelectual argentina se ha agotado, pero esa es la construcción que hace que Scalabrini Ortiz marche hacia la conciencia crítica popular de una manera tan vibrante, tan última, en el sentido de que maneja los elementos últimos de la vida a cambio de los cuales debe hablar: el error político, la confusión política, la incapacidad de que se lo escuche, confundida por una gran arrogancia.

Uno podría decir que esta gran arrogancia no es para mí, para nosotros, pero al mismo tiempo, si la arrogancia se liga a la idea del suicidio que podría concretarse, es evidente que el precio de la arrogancia es un precio que muchos no querrían pagar, sobre todo el arrogante banal. Es claro que Scalabrini no es un arrogante banal. Paga precios. “Abandono mi escritorio, pensé en suicidarme”, dice. ¿Por qué se iba a suicidar? Tiene un Premio Municipal. No conozco a nadie en Argentina que tenga un premio y al año diga que se va a suicidar o que pensó en suicidarse. ¿Vanidad insoportable? ¿Arrogancia sin límites? ¿Querría un país tener este tipo de intelectuales, que ponen en su nombre un sello de tanta radicalidad que los coloca muy cerca de la idea de profeta? Es para pensarlo respecto a las profecías y los modos políticos proféticos que hay en la Argentina de hoy.

Lo cierto es que Scalabrini interpreta el suicidio de Lugones, que escandaliza porque era el principal escritor argentino. A Lugones lo podemos criticar por mil cosas, pero como fervor de escritura argentina, gran poeta, ensayista, el primer nivel de la concepción de la Argentina como gran mito reparador de la justicia en los pueblos; evidentemente se trata de un hombre que se suicida por razones muy misteriosas, es alguien que merece cierta consideración. En 1938 el suicidio de Lugones lleva a Scalabrini a pensar que se suicida precisamente porque no se cumplieron ninguna de las perspectivas de reflexión que había lanzado sobre Argentina, entre otras, su apoyo el golpe del ’30, que lo había frustrado enormemente. Y, por otro lado, está la biografía de Julio A. Roca. Lugones es un roquista, comienza con Roca y termina con Roca. Roca es un federalista, un general tucumano que vence a Mitre, que garantiza la sucesión de Avellaneda. De modo tal que ese Lugones, al suicidarse, le parece a Scalabrini que se suicida por la imposibilidad de resolver la cuestión nacional y, sobre todo, la cuestión ferroviaria. ¿Es imposible pensar un suicidio así? Si lo pensamos por Goethe, el suicidio es por amor. Pero hay muchas clases de suicidios, eso está dicho una y mil veces. Cada uno que piensa alguna vez en el suicidio sabe que hay muchos tipos de razones y no se encuentra fácilmente una razón en cambiar la vida por una verdad que no se pudo decir. Pero Scalabrini lo interpreta así.

Esta idea de intelectual que pone al suicidio como última categoría del análisis es otro elemento que tenemos que tener en cuenta para comprender mejor la fusión entre el leninismo y la metafísica, cómo se realiza. Cuando Scalabrini Ortiz comienza a escribir sus primeros trabajos sobre el ferrocarril, cuyos archivos revisa íntegros –revisa archivos de todo tipo: archivos ferroviarios imposibles de ser abiertos–, descubre que los primeros ferrocarriles fueron de capitales nacionales, en los años ’60, ’70 del siglo XIX, que el ferrocarril inglés viene a frustrar una empresa de índole nacional que ya tenía funcionamiento en toda la provincia de Buenos Aires –red que todavía está, que es el actual ferrocarril Belgrano que termina en el límite de la provincia de Buenos Aires–, puesto que los ingleses posteriormente ponen el límite de Buenos Aires para el desarrollo de la red ferroviaria nacional, que después también pasará a los ingleses. Todos estos grandes descubrimientos se hacen en términos de un esfuerzo personal de carácter resistente, revelador, contra las grandes construcciones ilusorias de un país, es decir, es una lucha contra la falsedad.

Cuando Scalabrini escribe los principales artículos sobre ferrocarriles publicados en los diarios que él fundaba, Reconquista, Señales, etc., dice “todo es falso”. Este es el otro elemento, la relación verdad/falsedad, que no es parte de la formación de la vida intelectual en la Argentina. En las últimas décadas se ha demolido esa piedra básica de la formación de un intelectual del tipo de Scalabrini, lo que lo hace un intelectual necesario, quizás insoportable: es el vigía de la nación. Se atribuye un papel que de alguna manera una sociedad maduramente democrática debería cuestionar, decir: ¿quién le atribuyó el papel de salvador nacional, como intelectual, a una figura que estudió como yo, en la misma Universidad, leyó los mismos libros y, sin embargo, se postula como una suerte de Júpiter que hace emanar rayos de verdad por sobre un país que está disminuido, que se ha mediocrizado? Todos estos hechos permiten imaginar a un Scalabrini, que aún no tiene cuarenta años, que hace esa gran fusión entre la idea de que hay una verdad oculta y ese ocultamiento es responsabilidad de una vida política falsa. Se expresa esto en la red ferroviaria, sobre todo. La red ferroviaria tiene el mismo trazado que El hombre que está solo y espera, termina en Buenos Aires. De algún modo, con su crítica a la red ferroviaria que trazan los ingleses, que ve como una tela de araña asfixiante en el país, critica también el mismo modelo radial de las fuerzas del interior que convergen en Buenos Aires. Quizá la diferencia es que los ingleses piensan la Argentina con un centro radial que es Buenos Aires como complementación económica a Inglaterra, porque las líneas ferroviarias van hacia todos lados pero en forma radial. El Hombre que está solo y espera por su parte converge en Buenos Aires después de haber nacido de todos los sectores casi milenarios, diría a la forma de la paleontología de su padre, que surgen de los lugares más remotos del país y confluyen no sólo en Buenos Aires, sino en un cruce de calles.

Scalabrini Ortiz nunca fue un marxista: estuvo sí influido por un marxismo de índole pragmática, como el de Jauretche, que tiene elementos muy importantes de análisis del marxismo. Bajo el lenguaje gauchesco, Jauretche toma más temas del marxismo que Scalabrini, que toma a ese Lenin del imperialismo como fase superior del capitalismo y estudia el mundo como ya lo habían estudiado los ingleses que influyen sobre Lenin, los laboristas ingleses. El gran trabajo de Lenin, de 1917, Imperialismo, fase superior del capitalismo –que hoy se puede leer con provecho aunque está un poco desactualizado y sobre el que se han escrito muchas más cosas–, indica cómo se produce un dominio imperial a través de ferrocarriles, de empréstitos, etc. Lenin menciona allí, según decía Jorge Abelardo Ramos, cuatro veces a la Argentina y otras siete en el resto de su obra: pocas veces, pero cada vez que la menciona es a propósito de los ferrocarriles, como en Australia, Nueva Zelanda, que equipara a la Argentina por el modo de complementación económica para exportar materias primas sostenida por la tecnología y el trazado de los ferrocarriles. Si hubiera sido por esto, Scalabrini Ortiz no hubiera merecido ni una cortada en Villa Turdera. Sería un profesor o un autodidacta por el cual la gente no se hubiera peleado. Scalabrini es el autor de esa fusión casi mágica entre la metafísica argentina de Macedonio Fernández y de Borges –la separación de Borges de este esquema es uno de los dramas nacionales más importantes–, que presupone, justamente, que es posible encontrar una verdad que está escondida por una maraña de intereses, intereses de carácter imperial –pero no desde el marxismo, sino desde el leninismo. El leninismo es un saber laico, es un saber de correlación de fuerzas, es un saber importante y hasta diría más bien que Lenin se hubiera horrorizado de saber que sus libros eran leídos bajo esta luz.

La fusión de Scalabrini es una fusión que sólo existió en Argentina y si Scalabrini pudo ser muy leído es porque llega a la alegoría del hombre colectivo, a la que apela ya en esa época, a la manera de un hombre redentor que subyace como profecía en las napas internas de la sociedad. Apela a un colectivo humano llamado Argentina que va a operar una gran transformación. Y eso está en el núcleo de verdades de Scalabrini. No es su teoría económica la que importa. Pero si sólo hubiera sido un discípulo de Macedonio Fernández, también ya estaba Macedonio Fernández que, por otro lado, no tiene calle en la Argentina y es uno de los grandes lenguajes, es un yrigoyenista nacional y popular en el fondo de su metafísica. Ninguna de estas dos cosas, aisladamente, le hubiera servido a Scalabrini para construir esa articulación, digamos, ese magma –si lo decimos un poco más misteriosamente– que es su literatura. Es la literatura de la idea de que descubrir cuesta un gran esfuerzo, por el que uno puede ser perseguido –de lo que después Rodolfo Walsh tomará algunos de esos aspectos. Uno puede ser cuestionado, uno puede exponerse a abandonar todos los privilegios: entonces Scalabrini los abandona de antemano, no quiere privilegios, prefiere suicidarse, piensa en el suicidio.

¿Qué tipo de personaje es ese? Ese personaje terminaría conquistando a miles de lectores argentinos, terminaría siendo el nombre de una calle –se lo pone en los ’60, se lo baja en los años militares, se lo vuelve a poner luego: hay una lucha por Scalabrini. ¿Qué nos quiso decir Scalabrini?: que sólo se produce en términos de la creación de un gran texto. El texto de Scalabrini es el hombre redentor que está en el plano interno de su escritura y, al mismo tiempo, el tipo de análisis de archivo que hoy más de un investigador del CONICET querría hacer, o de cualquier institución científica argentina: horas de archivo. Scalabrini es un hombre al que no se lo puede despreciar como investigador de la Argentina. Es un investigador agudo, un investigador que estudia las modalidades culturales del gerente inglés, dónde se aloja, cuáles son sus deportes, etc., porque al gerente inglés lo ve desde una antropología cultural, donde se estudia el modo en que se comportan en las colonias los agentes imperiales que dan órdenes a los gobiernos de turno.

Toda esa es la gran construcción de Scalabrini, la idea de que hay una minusvalorización de la Argentina, que hay una redención por hacer. Toda la idea redentora que hoy tiene tanta exposición en Argentina, usada de una manera, a mi juicio, tan pobre, y tan poco conveniente a los intereses del país. Sin embargo, no podemos hacer la historia del intelectual profético en Argentina si no es vinculada a esta construcción del lenguaje en varios planos. Es decir, el hombre colectivo que hay que redimir y el conjunto de análisis sobre la economía capitalista donde hay un poder imperial que se basa, precisamente, en la humillación, en la subordinación de los pueblos a través de la tecnología, de la economía.

Toda esta idea de Scalabrini motiva a los comentaristas posteriores. Entre otros, a Juan José Hernández Arregui, que en La formación de la conciencia| nacional hace un juicio, que no sé si es para compartir enteramente, sobre Scalabrini. Hernández Arregui es un marxista que también hace una gran conjunción entre marxismo y nacionalismo. Después de la de Scalabrini, viene la de Hernández Arregui; que es más previsible, pero no deja de estar escrita con un gran nivel de reflexión y que no es enteramente la prosa del marxismo, es más bien una prosa que se parece bastante a la de Lugones. En ese sentido, la de Hernández Arregui es una compleja construcción intelectual: la conjunción entre lo que el nacionalismo aporta pero no sabe ver y lo que el marxismo propone pero no sabe comprender. Cuando hace la historia hegeliana de la conciencia nacional argentina, donde cada uno aporta y niega a lo anterior, cuando le toca examinar a Scalabrini dice que pudo haber sido mejor, pero que lo influyó la “oscuridad metafísica” de su maestro. Así como de Lugones dice que intuyó verdades “oscuramente”, puesto que su aparato cultural le impedía ver profundamente el sistema de colonialismo que existía en Argentina. Estas son las ideas de Juan José Hernández Arregui en su famoso libro La formación de la conciencia nacional, de 1960, que permiten también ver los dilemas de interpretación de Lugones y Scalabrini, es decir: ambos poseían una parte del despliegue de la verdad, pero no la poseían totalmente. Hernández Arregui lo dice porque él cree ser el último depositario de esa verdad, el que conjuga las dos fuerzas, el nacionalismo y el marxismo en la Argentina, o sea, termina con la crítica de un nacionalismo sin pueblo y una izquierda sin nación. Esos dos “sin”, esas dos faltas, esas dos fallas en Hernández Arregui son la gran fuerza de su análisis, pero no se las ve en Scalabrini y no se las ve en Lugones. Habría que ver hasta qué punto la perduración de la figura de Lugones y la de Scalabrini por sobre la de Hernández Arregui no indica hasta qué punto acá estamos ante una lección de cómo escribir para entusiasmar a los grandes núcleos de interés social que hay en Argentina, el pueblo, los intelectuales, la universidad, los militantes, la vida sindical porque, sin duda, hay un nuevo lenguaje social a construir en la Argentina, eso es evidentemente algo que está vacante y que no se hace sin la relectura crítica de esos grandes temas.

Para entrar un poco en la relación entre el peronismo y FORJA, debemos volver a destacar que Scalabrini no es un yrigoyenista. Como sí Jauretche es un yrigoyenista y durante el peronismo es un yrigoyenista, y durante el frondizismo en un yrigoyenista. ¿Esto qué quiere decir? Que es alguien de la reparación moral, alguien de la oración laica, alguien de la oración. Elementos que, a mi juicio, empleados de una manera muy dudosa, y hasta adversas a lo popular democrático, los tiene Elisa Carrió. Pero hay que verlo así si no queremos debatir insulsamente con ella: proviene de algún modo de la utilización televisiva y con requechos de la bibliografía contemporánea –Hanna Arendt–, de estos estilos de intelectual profético de la Argentina que antes otros los llevaron con una moderación y austeridad que no tiene Carrió. Entonces, me parece que este tema es de profunda actualidad.

Durante el peronismo, y esto hay que decirlo, compañeros, Scalabrini es un disconforme. Porque Perón no tiene la misma teoría de la historia que él. Perón había sido educado historiográficamente por Ricardo Levene[12], y descubre tardíamente la letra de Scalabrini, de Jaureteche. Con Jauretche se pelea muy rápidamente y FORJA se va con Domingo Mercante, gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Era una figura muy interesante Mercante, hermano de un gran educador, Víctor Mercante e hijo de un ferroviario, de modo que hay una sensibilidad social muy grande en él. Por supuesto, la nacionalización de los ferrocarriles deja muy satisfecho al grupo FORJA. Scalabrini, en el banquete anterior le escribe a Perón: “Coronel, queremos rápido los ferrocarriles”. Perón le devuelve el billete diciéndole: “Los tendrá, Scalabrini”. Es decir, hay una relación de ese tipo, cercana pero no enteramente entregada a lo que es el Partido Justicialista. Scalabrini pierde un par de revistas, clausuradas por el gobierno. Y es interesado en el golpe del ’55, es llamado al golpe. Se trata en principio de un golpe nacionalista, está de por medio la cuestión del petróleo en la que Scalabrini ya se comienza a interesar, está la compañía de petróleo “La Californian”. Y Scalabrini está disconforme con las medidas de Perón respecto al Congreso de la Productividad, y también de la negociación petrolífera. Perón es, además de las tantas otras cosas que sabemos, un desarrollista –después desde el exilio dirá: “¿qué querían? ¿Cómo íbamos a extraer petróleo si no teníamos capitales ni maquinaria?”–, ya se anticipa, habla como Petróleo y política, de Frondizi, que es un libro importantísimo y de un marxismo, sin duda, primitivo. Perón ya es un desarrollista en Panamá, en su primer refugio importante como exilado, antes que Frondizi expusiera la batalla de petróleo. Esta historia me parece interesante en ese sentido. En ese momento Scalabrini se va a la isla de Ibicuy a medir terrenos con sus teodolitos (todo esto que digo está en un gran libro de Norberto Galasso sobre la vida de Scalabrini). En la isla de Ibicuy escribe un carnet, como hacen los científicos o los literatos, escribe sobre sus días, un diario de su autoexilio para no tentarse con el golpe del ’55, lo dice casi tal cual así. Scalabrini no era exactamente un nacionalista, ni un yrigoyenista, era en realidad un metafísico de la redención y de la justicia nacional –lo podemos definir así– con un gran saber económico de la era del imperialismo. Esa gran fusión que aún nos cuesta trabajo comprender, ese es el Scalabrini que apenas producido el golpe contra Perón sabe que, inmediatamente, tiene que ponerse de la vereda de enfrente del golpe y, al mismo tiempo, está su gran conexión que es con el frondizismo, perdón, con el desarrollismo, perdón, con la revista Qué, que dirige durante varios números. Es el director de uno de los órganos de prensa más importantes de la historia argentina, junto con La montaña de Ingenieros y Lugones y muchos otros diarios que se podrían mencionar. La revista Qué es la fundación del periodismo moderno en Argentina; sin la revista Qué no serían nada Primera Plana, La Opinión, Página/12; hay humor, hay crítica, hay mordacidad. Y Scalabrini escribe ahí sus grandes editoriales, sus grandiosos editoriales que forman parte de un gran libro que se llama Bases para la reconstrucción nacional: “Aquí se aprende a querer a la patria”, dice el subtítulo, que es el slogan del Tiro Federal. De modo que hay cierta resonancia morenista, jacobina y luego estatalista.

Yo diría que Scalabrini también fue un gran jacobino, porque ahí descubre el Plan de Operaciones de Mariano Moreno, lo da por cierto, sabiendo que esto es una gran polémica historiográfica. Da por cierto el Plan de operaciones, no por lo sanguinario –aunque es un plan sanguinario el de Moreno: “no dejar de cortar cabezas, no impedir que se viertan grandes arroyos de sangre”. A Scalabrini le interesa ese jacobinismo de Moreno, porque no es un rosista tampoco –Jauretche tiene cierta simpatía por el rosismo, no Scalabrini–, Scalabrini es un morenista. Es decir, la parte de Moreno que dice: “sin embargo, el poder naciente en la Argentina tiene que incautar en nombre del Estado, las minas del Alto Perú”, que es como decir hoy, “el petróleo y los ferrocarriles”. De modo que este es el Scalabrini morenista, jacobino, metafísico, social, redentorista, suicida, o pre-suicida o suicidógeno y leninista. De modo que es un gran articulador de las corrientes y climas intelectuales de la época, y quizá un intelectual sea el articulador de esos climas y no mucho más que eso, pero no menos que eso.

Ya, para terminar, digamos que en la revista Qué, hace una campaña sobre el petróleo. Esto enoja a algunos pero, en realidad, creo que hay que decirlo, en fin, creo que tenemos que decir esto para ver cuáles son nuestros grandes próceres de la vida crítica argentina, que hoy haríamos bien en releer para iluminar oscuros momentos que vive el país, con fuerzas desatadas que no es fácil designar. Nadie puede decir que es fácil interpretar esto. Estamos en un momento difícil de interpretación y la lectura que, me parece, tenemos que hacer de estos grandes próceres del espíritu crítico argentino tiene que ser en este sentido. Entre los artículos que escribe Scalabrini en la revista Qué hay uno, como digo, sobre el petróleo. Todavía cree que el imperialismo inglés –es un anti-británico Scalabrini, no un anti-norteamericano exactamente– es un imperialismo lozano, rozagante, que es el imperialismo que hay que combatir. No el imperialismo norteamericano, al que no ve amistoso, pero hace una especie de cálculo a la manera de las izquierdas tradicionales. El enemigo principal es Inglaterra, todavía en la época de Frondizi. Él ve eso. Por eso recomienda firmar ciertos contratos petrolíferos a Frondizi –están escritos estos artículos– con las compañías norteamericanas y no con la Shell. De modo que Scalabrini tiene ese lado de político práctico, ese lado, digamos, que no teme ser acusado de frondizista, pero siempre en nombre de un panorama grandioso superar, que es la idea de una nación emancipada. Como no tuvo ningún temor de ser acusado por una posición neutralista en la Segunda Guerra Mundial, una acusación equívoca que se le hace, respecto a que piensa que hay que apoyar a Alemania. Que hay que aprovechar el momento en que Inglaterra lucha con Alemania en aquellos años para independizarse de Inglaterra, que es el enemigo principal. Por eso el historiador argentino Tulio Halperín Donghi dice que Scalabrini Ortiz es un hombre que sataniza la historia, alguien que piensa en ese estilo de flechazo satánico y ve como satánico al imperialismo inglés y lo acusa de hacer una demonología. De modo tal que cuando Scalabrini dice eso del petróleo sabe que puede ser acusado de apoyar a Frondizi, muy comprometido por la firma de los contratos petrolíferos. Pero es así, están escritos en la revista Qué, lo pueden leer en Bases para la reconstrucción nacional.

Y hay un episodio muy importante: el de la “degradación” de Pedro Aramburu y del Almirante Isaac Rojas, con lo cual me gustaría terminar. Hay un gran artículo de Scalabrini Ortiz donde traza de algún modo la figura del intelectual que fue. Y su historia contiene sucesos ambiguos respeto al peronismo. Perón no lo persiguió, lógicamente, pero clausuró sus revistas, no lo escuchó. Esa es su historia, la cuenta ahí, en la revista donde se va a decir que Frondizi es la síntesis de civilización y barbarie. Y lo dirá Jauretche. A Scalabrini, de cierta forma no le gustaba Perón; podemos reconstruir retrospectivamente una historia amable para nosotros, para el país y de algún modo justa, si es amable y tiene vocación de que ingresen nuevos lectores preocupados por esta cuestión. Pero no es exactamente así la historia que se vivió. ¿Y quiénes eran Aramburu y Rojas durante el peronismo? Recibían medallas de lealtad peronista, importaban coches a mitad de precio o sin pagar nada. Esa historia la hace en páginas muy conmovedoras, diciendo: “y yo que fui esto, un perseguido casi, alguien que no era simpático para el gobierno de Perón, ahora me presento aquí en batalla para defender ese Gobierno que no me gustó del todo”. No cito literalmente, pero esto es un poco el padecimiento del intelectual nacional: “no me gustó del todo, pero debo defenderlo, y estos que dieron el golpe fueron los beneficiarios de prebendas, de la burocracia peronista, de la burocracia del Estado”. Es muy conmocionante esa página donde el compromiso es siempre una paradoja viva. Es un larguísimo artículo donde cuestiona todo el plan Prebisch. Es un artículo de un economista probado con una prosa dramática y trágica: no hay en Argentina igual que Scalabrini Ortiz. Tiene que venir de su padre arqueólogo, de Yrigoyen, de Macedonio Fernández y terminar confluyendo en El hombre que está solo y espera, cuando describe el 17 de octubre con esa descripción del subsuelo. El subsuelo es el subsuelo de la paleontología y es el subsuelo de la metafísica de la sociedad argentina: los torneros que venían de no sé dónde, el peón de campo de Cañuelas, esa hermandad que hoy muchos intentan reconstruir mal, en Scalabrini es el momento culminante de un proceso histórico y es la verdad que surge de adentro del proceso histórico, soterrada, encubierta, maldecida que, sin embargo, rompe la superficie.

El artículo que cito se publica en la primera página de Qué y obliga a la renuncia de Scalabrini, porque Frondizi ya era presidente y había subido de grado a Aramburu y Rojas, los había convertido en Teniente General a Aramburu y a Rojas en Contraalmirante. Scalabrini dice: “Yo, como ciudadano sólo representante de mi propia soberanía, declaro: artículo Primero, degrádese a los señores Aramburu y Rojas a la mera condición de pollos pelados”. En la revista del presidente de la república, dirigida por él. Al decir eso, de algún modo revela el humor sarcástico y mordaz y algo muy serio. Escribe la historia paralela casi de Plutarco. El intelectual crítico padeciente, suicidógeno, que se enfrenta con el golpe defendiendo al peronismo. Es un gran momento de la historia moral de la Argentina. Y en frente, los militares golpistas que habían recibido todas las ventajas de ese gobierno. Entonces, los degrada líricamente.

Bueno, ese artículo es un artículo fundamental de la historia política argentina. Muchos años después, la formación de los primeros grupos armados no se puede decir que no tenga que ver con esto. Porque Scalabrini ni menciona al general Valle –en realidad, él no está de acuerdo con la intentona del general Valle. Más bien estaba pensando en el pacto Perón-Frondizi. En la correspondencia con Perón, Cooke cuestiona a Scalabrini y a Jauretche, esa es la verdad. En un ambiente como éste, entre amigos, podemos decir cuáles son las líneas de la verdad crítica en Argentina: las necesidades de publicidad política, revolucionaria, de transformación obligaron a construir una historia un poco más limada aunque se la deseaba hacer más vibrante. Un estereotipo sirve más para la agitación y menos para entender el dramatismo, las diferencias y la escisión que tenían las cosas. De algún modo Scalabrini, con todos esos textos estremecedores, forma parte de la conciencia critica nacional y es bueno seguir leyéndolo en los momentos turbios que está viviendo el país. El libro Los vendepatrias, de Perón, está hecho con los artículos de Scalabrini en la Revista Qué, muchos de los cuales critican la propia estrategia que asume Perón en la época. Raro libro, que sale bajo la firma de Perón, aunque es el máximo texto argentino de fusión entre una voz intelectual del agonismo de una verdad trascendente, y el líder multifacético que postulaba que su nombre podía estar en un plano tan sugestivo, que englobaría también el del solitario que esperaba, al tenaz y ascético Raúl Scalabrini Ortiz.

 

Notas

[1] Leandro Nicéforo Alem, fundador de la Unión Cívica Radical y líder de la Revolución del Parque de 1890, que forzó la caída del presidente Miguel Juárez Celman, se suicidó el 1º de julio de 1896, en el interior de un coche que lo llevaba al Club del Progreso.

[2] Naturalista, antropólogo y paleontólogo autodidacta, Florentino Ameghino fue la primera gran figura científica argentina y referencia obligada para los primeros positivistas argentinos.

[3] José Ingenieros y Leopoldo Lugones, tal vez las dos grandes figuras intelectuales argentinas de finales del siglo XIX y principios del XX. Inspirados ambos por una extraña pero fecunda amalgama de positivismo, socialismo e incipiente nacionalismo, forjaron las primeras líneas de pensamiento estrictamente nacional en el tiempo del primer Centenario. Lugones es considerado, además, el primer gran escritor argentino moderno; de profundos vaivenes ideológicos y políticos, que lo llevaron al final de su vida a un protofascismo, se suicidó el 18 de febrero de 1938.

[4] El clérigo español Martín del Barco Centenera, que participó de las primeras expediciones de conquista española del Río de la Plata, escribió en 1602 un poema épico llamado La Argentina y Conquista del Río de la Plata, cuyo éxito popularizó el nombre “Argentina” para denominar a los territorios comprendidos entre el Río de la Plata y el Virreinato del Alto Perú. Es la primera aparición del nombre con el que después se bautizaría a la República Argentina.

[5] Manuel José de Lavarden, influyente abogado, escritor y periodista en los años inmediatamente anteriores a la Revolución de Mayo. Participó desde el primer número en el Telégrafo Mercantil, considerado el primer diario argentino moderno, fundado en por Francisco Cabello en 1801, bajo la influencia de Manuel Belgrano. Murió en noviembre de 1809, meses antes de los acontecimientos de mayo que, de alguna forma, había anticipado.

[6] José de Vasconcelos, el filósofo más influyente del proceso de la Revolución Mexicana de principios del siglo XX, es el intelectual fundador de la modernidad mexicana.

[7] Macedonio Fernández fue un notable escritor argentino, ciertamente inclasificable, de una poderosa influencia sobre varias de las más célebres plumas del país y de origen y orientación muy variada, como Jorge Luis Borges o Leopoldo Marechal, por ejemplo. Su pretensión metafísica desde la literatura es sin duda una marca sobre buena parte de la literatura argen tina del siglo XX.

[8] Karl Krause fue un filósofo alemán de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX de cierta influencia en el pensamiento secularizador de los liberales europeos de la época. Su teoría social se destaca por defender la independencia de las esferas de la acción humana, como la ciencia y la educación. Fue el primero en reivindicar la igualdad de los derechos de los hombres y las mujeres.

[9] La referencia es al célebre cuento de Borges “El Aleph”, publicado en 1949 en un libro del mismo nombre.

[10] Rudolph Hilferding y John Hobson, economistas e historiadores de finales del siglo XIX y principios del XX muy influyentes en la formación del pensamiento socialista y socialdemócrata de la época, sobre todo en el grupo nucleado alrededor de la Segunda Internacional.

[11] Se refiere a una forma de utilización de la primera persona del plural pero desde una persona singular; lo que se conoce en gramática como el “plural mayestático” es muy usado en el discurso científico, pero también en le político. (ejemplo: “hemos alcanzado la primera magistratura de la nación”).

[12] Ricardo Levene, intelectual e historiador argentino de finales del siglo XIX y principios del XX. De cuño liberal, fue uno de los primeros en trabajar sobre la historia de las ideas políticas en Argentina.