A mis amigos acusados

En el Museo del Prado hay un cuadro enorme de Van Dyck, que se titula El prendimiento de Cristo. En el cuadro se ve a Cristo al momento en que Judas lo besa. Es momento de su entrega, el instante en que sayones y soldados se abalanzan sobre él para prenderle. El drama está compuesto por la figura serena y tranquila de Cristo en contraste con la agresividad de los soldados y la impotencia de San Pedro. De un lado, la mirada de Cristo dirigida a los ojos del traidor es la demostración sustancial de un saber(se), con resto espiritual y hasta cierta elegancia. Es la única mirada que no está desesperada en la escena retratada. Una mirada que representa no solo dignidad sobre lo sido –“soy lo que debí ser”–, sobre lo hecho, sobre el camino recorrido; es el gesto de una verdad convalidada, promulgada y evidentemente visible a través del miedo de los otros –incluso los suyos que lo niegan– que son solo impotencia ante tanta convicción. La mirada del Cristo de Van Dyck está en ese preciso momento ausentándose del mundo y ya en otro lugar –el de la gloria, podría decirse–, está liberado, concentrado por entero a su destino de grandeza. Ese Cristo ya puede prescindir incluso del gesto de lealtad de Pedro, que en la parte baja del cuadro está cortando la oreja al centurión Malco, en un acto de rabia e indignación.

Toda tragedia amerita distancias y contrapesos. La mirada de Cristo se dirige a la policía, a la barbarie y a Judas. O, mejor dicho, a Judas encabezando la forma más contemporánea de la barbarie: la denuncia, la corrección política, el juicio y el colocarse automáticamente del lado de los vencedores. Las tres acciones –denunciar, demostrarse limpio y pertenecer a los que juzgan– se amalgaman en una forma de movimiento automático que le otorga estabilidad y pertenencia a Judas, y reaseguro funcional al sistema punitivo. Todos en el cuadro –menos Cristo y Pedro– son agentes de esa seguridad, interlocutores válidos o expertos en las injurias de Cristo; representantes de parte de las víctimas de este líder indeseable; o público consagratorio que sobreviene con cuerpo y afectividad a reafirmar la distribución “justa” de las partes que dicta lo social. Todos han dado con el acierto del chivo expiatorio para no evaluar sus propias responsabilidades: hay acuerdo. Las formas son violentas y de rechazo. En la obra, sus caras brillan de algarabía: están finalmente apresando a este infame que ya no podrá predicar su creencia. Ellos, víctimas todos, estarán a salvo de ser engañados. Caen todos los textos y las comprensiones.

Todo sentido necesita su tercer elemento y allí debajo, a la izquierda, está Pedro ajusticiando al centurión. El levantamiento de su espada, aunque no signifique ya nada para Cristo –que tranquilo se entrega a su propia muerte–, se construye como gesto hacia sí mismo. Es la lealtad del que se sabe humano, del que conoce su limitación, del que funciona en la escena como único lector de la catástrofe. La espada de Pedro es el hilo conductor entre ese instante y el porvenir; es la conexión entre su dolor –la desesperación, el espanto– y los hombres del futuro, nosotros, los que hoy vemos el cuadro y reparamos en él. No es un gesto a Cristo en forma directa; es un gesto a la cristiandad, es la lealtad a lo que él piensa y cree. Es una referencia a ser comprendida, imitada: es su propia dignidad. Pedro, el amigo de Jesús, al esgrimir su espada se hace cargo de todos los supuestos que componían la vida en común con Cristo, planteando no solo el drama de la muerte sino la cuestión de la relación entre el presente y el porvenir de esas ideas, de esa forma de vivir. Ese gesto de micro-lealtad convive con la vorágine espectacular del castigo, de la razón de las mayorías, de lo general establecido. Es unicelular, por eso micro: el gesto de quien se sabe solo e inútil aunque su sensibilidad lo haga capaz de pensar su relación con el tiempo que está por venir, la relación de lo particular con lo general. Pedro no busca justicia al cortar la oreja al centurión Malco; sabe del aluvión de persecuciones que se avienen, sabe de su rol ante sus compañeros los apóstoles, sabe del abismo de incomprensión entre él y los otros. También sabe que inventará el cristianismo.

Ser leal es ser testigo de una voluntad, prenderse a ella, enraizarse en el juego imaginario que nos propone. Se aferra uno a una imagen que lo arrastra, en cierta forma, fuera de esta vida tan verdaderamente chata y cruel. Esa voluntad de vivir una vida diferente, esa imagen que la sostiene, es siempre una experiencia a contrapelo de la historia. Existe solamente a condición de desmontar narrativas dominantes. La lealtad es una práctica plebeya. Es un exceso, algo impuro; algo que, lejos de la perfección, trae barro en su hacer. Asir esa imagen, ser parte de esa fuerza, pensarse a través de ella, solo puede lograrse mediante la representación de su antítesis: lo correcto, el bien, lo puro. Puro es el hombre que se lava, el que se prohíbe ciertos alimentos y no se acuesta con las sucias mujeres del pueblo bajo. Puro es el noble, el poderoso, el que no se mezcla. La pureza no necesita lealtades. Pureza es no mestizarse; es venganza, soberbia, ambición de dominio. Eso que nunca quisimos ser.

Todo humano es denunciable. Las narrativas dominantes en la experiencia actual –deglutida, triturada y devuelta una y mil veces por la vorágine de redes sociales– ofrecen una gama sustantiva de la denuncia on demand. Dime a quién odias y te ofreceré una interfaz, una plataforma, y hasta un sistema. Desde el blog de cualquiera de los “movimientos” “revolucionarios” de moda hasta Comodoro Py se reestablece un pathos de nobleza y distancia entre “los buenos” y los otros, o sea, todo lo bajo, todo lo abyecto, vulgar y sucio. En esa distancia, quienes participan denunciando sienten la algarabía de crear valores, juicios morales. Los vemos con esas caras brillantes, una y otra vez –como en la pintura de Van Dyck–, reforzando su bondad y su no contradicción. Ese duradero y dominante sentimiento de superioridad, ahora –ilusoriamente– a mano de todos, refuerza a futuro no solo el pánico victimizante de los hombres del porvenir, sus miedos, su cobardía, sino también su pulsión culpabilizadora, su condición policial. Eso que tampoco quisimos ser.

Todo el que profese una ética basada en el desprecio a los rangos y las diferencias, todo el que, además, no victimice su destino, por más bruta y despechada que sea la época, es un problema para las matrices represoras y regresivas. En el banquillo cibermediático, los acusados de hoy no se caracterizan por la moral, tienen el pecado original de haber considerado históricamente falso el concepto de “lo bueno”. Por lo tanto, se transforman en los malos de nuestro fresco urbano contemporáneo. Enlodados y negados como cualquier Cristo. Quedan muteados, a partir del momento del “apresamiento”; porque no se necesita su voz, su versión, mucho menos su verdad, sino las voces que constituyan el discurso público del desastre, del dolor o la ira. Los acusados, de un tiempo a esta parte, más parecidos a nosotros –sí; es hora de decirlo– justamente no encajan en el juego de esta “normalidad” sin aventura ni tragedia. Tienen el signo empecinado ante la precariedad y el retraso social, ante el reflujo de sus crisis y sus prácticas. Como a la protagonista de Dogville, les toca mirar de cerca el artificio del espectáculo, esa multitud que odia y grita –“yegua”, “violador”, “negra”, “chorro”–; les toca comprender, aún más, cómo se mueven los hilos de las prácticas culturales de una derecha que jamás descansa. Y mientras, acá abajo a la izquierda, como la espada de Pedro, se alza esta pluma inútil en la vorágine y el griterío que los juzga y se los lleva. Reafirmando lo que siempre quisimos ser: un desparpajo, irreverente, sucio y desprolijo. La voluntad de devorarnos el mundo y no tomarlo tan en serio. Un mensaje ruidoso, que irrumpa en el porvenir.