En El honor de los Prizzi, el capo de la familia mafiosa le impone a Charley Partanna (Jack Nicholson) la orden de asesinar a su propia esposa (Kathleen Turner), también gangster. Es el precio a pagar para que la familia siga funcionando y todo vuelva a la normalidad, en palabras del capo, más o menos.

De espaldas a cámara, Nicholson medita la orden. Sabe que no tiene opción. Cuando volvemos a verle el rostro, su semblante ha cambiado. La angustia le dibuja otras líneas en la cara, que se ha vuelto, incluso, amarillenta.

Ese gesto descompuesto se mantiene durante la charla telefónica con su esposa, a la que piensa tenderle una trampa. Hasta se lo ve sudar, como si tuviese fiebre.

La cara de Nicholson es la de alguien que está ejerciendo una violencia descomunal contra sí mismo.

Ir contra los deseos propios, tiene aquí su consecuencia extrema: violentarse a conciencia. Para las élites, es casi un acto de honor: flagelarse, en nombre de algo. Es su manera de ofrecerse como garantía y controlar, a su vez, a los otros miembros del clan.

Para la gilada de a pie, en cambio, es una repetición inconsciente de lo que ya se reitera desde tiempo inmemorial.

Cada leve daño que las personas se hacen a sí mismas agrega un tono de amarillo al color de su piel. Así, las vidas se marchitan en base a pequeñas operaciones, que en bloque conforman un otoño envenenado. La moral sacrificial ha ganado un nuevo torneo, ha logrado consumarse en un nuevo ciclo.

Las ciudades son nichos gigantes con millones de pequeños Nicholson que pagan su precio de pertenencia. Zombies amarillos violentados, zombies que llenan la tribuna y festejan como  goles cada castigo contra el descarte social, que crece como un magma indescifrable.

El cine de Hollywood suele preparar a su audiencia para lo que puede suceder. Ocurrió con las películas cuyo héroe era Will Smith: háganse a la idea –decía Hollywood– de un presidente negro. Otro tanto con las películas de zombies. Ya está sucediendo.

El amarillo es el color de lo que va perdiendo vida. Lo dicen las hojas en otoño, lo dice cada cosa que se descompone.

Que el amarillo sea el color emblemático de la fuerza en el gobierno dice más de lo que parece. En tiempos de mala leche, hay que pensar con mala leche: la elección de un color no es inocente.