[Ilustración: Ana Celentano]

Un tren atraviesa el sur del conurbano. Uno de sus pasajeros es un hombre mayor. Tiene el tipo de pelo encanecido que alguna vez fue rubio, idea que se refuerza con la tonalidad de su piel, entre rosada y rojiza.

El hombre viaja solo. Luce chomba y bermuda de marca. No mira por la ventana el continuo de viviendas.

En algún momento suben dos chicos de no más de quince años y se ponen a rapear. Rimas con aire de denuncia sobre tantísimo que sucede, aunque sin rabia, con onda y simpatía. Los pibes se ganan la aprobación de casi todo el pasaje del vagón y levantan alguna moneda.

Pero no del señor mayor que alguna vez fue rubio. De ese señor no obtienen dinero, sonrisa o aprobación alguna.

Diríase incluso que su lenguaje facial habla de cierto asco. Un rictus de repulsión combinado acaso con un perdónalos Señor, no saben lo que hacen. La actitud perdonavidas de quien se siente moralmente por encima del resto.

El rapeo de los chicos era realista pero no ofensivo. No tenía insultos o cosa parecida. Pero es otro asunto lo que molesta a nuestro caballero: la vida misma, lo real, la materia orgánica, lo que se hace oír sin que le den una orden. Lo que huele y palpita.

Se dice que Borges odiaba hacer caca. Lo consideraba una falla de diseño del ser humano. Y el checo Milan Kundera descarta la existencia de Dios porque a su juicio, ninguna deidad podría haber imaginado una forma de vida en la que cagar fuese necesario.

Sobre esta idea de Kundera, dice John Berger: “El modo en que enuncia este argumento lleva a pensar que no se trata tan solo de una broma. Kundera expresa una profunda afrenta, una afrenta típicamente elitista. Transforma la repugnancia natural en shock moral, un ejercicio muy caro a las élites. El coraje, por ejemplo, es una virtud por todos admirada, pero solo las élites condenan la cobardía como una bajeza. Los desposeídos saben perfectamente que en determinadas circunstancias todos somos capaces de ser cobardes.”

He aquí los fundamentos del asco que pareció sentir nuestro caballero del tren ante los chicos que rapeaban. Extensivo a todo el pasaje del vagón, al conurbano, al hecho mismo de viajar en tren rodeado de seres indignos y malolientes. Todo lo cual conduce a una expresión facial de cierta indignación. Como la que se dejó ver en la foto viralizada de las dos señoras de paquete sombrero que viajan en subte.

Mal que le pese al caballero del tren, el mundo es real. La materia tiene la última palabra.