[Ilustración: Ana Celentano]

Qué sería del otoño y el invierno sin la costumbre algo malsana de revisitar ciertos lugares, ciertos perfumes y colores. Algunos nombres también.

Otoño de las ideas, dijo Baudelaire, cuando es preciso “emplear la pala y los rastrillos / para acomodar de nuevo las tierras inundadas / donde el agua horada hoyos grandes como tumbas”.

En esa esquina donde se luce un gran verdulería, había hace mucho una casa en la que vivía la chica que me gustaba en la primaria. Aquel palacio de ensueño hoy exhibe frutas y verduras.

En otra esquina, donde se levanta uno de esos edificios horrendos que se construyeron en los noventa, hubo alguna vez un almacén, con un dueño y una esposa que, según se contaba, le ponía las guampas con un vecino de enfrente.

La historia borró hasta la picaresca de aquel barrio.

En el centro, sin embargo, se pudo verificar la inmovilidad de algunos humanos a lo largo de varias décadas.

Fue un placer morboso corroborar que algunos tipos que a fines de los setenta se juntaban a tomar café en el bar X siguen haciéndolo en el mismo lugar. Pasaron los años y aún se los puede ver, gordos y canosos, en ese café que cambió de dueños y mozas pero mantiene viejos parroquianos.

Constatar que cierta gente permanece dibujada en el mismo lugar que décadas atrás no es un ejercicio muy grato. Tiende a subrayar aspectos indeseables de los humanos, que suelen presentar como virtud algo que es simple pereza o mediocridad emocional. “Igualito a su padre”, dirá una vecina, omitiendo prudentemente que tal parecido no hace gran favor, ya que el padre es una mierda, cuyo fluido se contagia mediante la educación sentimental.

Las redes sociales, mientras tanto, ampliaron el vecindario al territorio virtual. Allí es posible chusmear perfiles de gente conocida de los años del colegio. Ver qué fue de ellos, qué hacen, qué piensan.

Los miembros de aquel grupo católico del barrio siguen viéndose, no sé muy bien para qué. Uno de ellos una vez me llamó para invitarme a una reunión. No fui.

Mientras, chusmeo el perfil de aquel tipo con cara de bulldog, cogote de rugbier y doble apellido, a quien se pudo ver, de adolescente, burlarse de una chica no muy agraciada en la pista de baile. La chica casi ni se movía, y el tipo hizo exhibición de saltos y contorsiones. ¿Había hecho una apuesta?

Bien: el tipo, en su perfil actual, posa junto a sus hijos y su mujer, sube fotos de animalitos tiernos, y apoya a la fuerza política actualmente en el gobierno.

Otro tipo, otrora muy gracioso, luce un perfil similar. Postea fotos de sus encuentros con viejos compañeros de colegio, comiendo asado, brindando con algo, festejando quién sabe qué. Todos tipos: reuniones aburridísimas. Nunca entendí a la gente que se junta con las mismas personas a lo largo de décadas, para recordar siempre lo mismo y reírse de los mismos chistes.

Era toda gente a quien no le interesaba la política. Muchos de ellos con cierta propensión a la burla, cuando no el castigo, a quien sea que tuvieran por debajo.

Un tercer espécimen, hoy abogado, viene a mi memoria. Te saludaba adentro del colegio pero nunca en la calle: no pertenecías a su mundo del Jockey Club, y te lo hacía sentir de esa manera.

Estas mentes fofas no pueden haber hecho otra cosa que reproducirse. Es un mandato que de ningún modo podían desoír.

Cuando veo noticias de pibes que apalean a un croto en la calle, o chicos que mortifican y agreden a una compañera de colegio por lesbiana o por lo que sea, no puedo dejar de pensar que son hijos de aquellos desgraciados, docentes en la escuela de una humillación que jamás osaron enfrentar, y que se prolonga en nuevas generaciones de infelices.